Capítulo 26
FUERON llevados a una de las tiendas reservadas a los visitantes. Allí los sirvientes les proporcionaron agua limpia y fresca en jofainas de plata y porcelana, hermosamente esmaltadas, y paños de la más blanca fabricación para que se enjugaran manos y rostros. Después les llevaron panecillos dulces, leche fresca y un tazón de ciruelas y fragantes dátiles. Esto era sólo hospitalidad normal, pero para Temujin también era un portento.
Un guerrero llegó para anunciarles que el khan los recibiría. Los condujo hasta la tienda más grande. Siete metros de largo y resplandeciente en su suntuosa tela de oro. Entraron. Sus pies se hundieron en ricas alfombras de Bojara. A lo largo de sesgadas paredes, sobre pedestales de madera de teca tallados, ardían suavemente lámparas de oro y plata. En un canapé cubierto con seda, lana bordada y pieles, se reclinaba el viejo khan, bebiendo leche fresca en una copa.
Temujin entró solo. Se detuvo en la tenue luz de las lámparas, con la ropa descolorida por el uso, el rostro bronceado, alto, resplandeciente de juventud y coraje. El khan levantó sus ojos con la paternal sonrisa reservada para los pequeños jefes que lo visitaban. De improviso borró su sonrisa y miró a Temujin con repentina agudeza. Sus ojos se entornaron. Lentamente tendió la copa a una esclava arrodillada ante él y le indicó que abandonara la tienda.
Temujin se arrodilló ante el anciano. Tocó el suelo con la frente sin humillación, más bien con una especie de arrogancia. Luego, levantando la cabeza y mirando a Toghrul con agudeza, dijo:
-Tu hijo ha venido a ti, padre adoptivo, para renovar la lealtad de su padre Yesugei.
Vio ante él a un pequeño anciano, calvo y extenuado, de rostro manso y suave, y pequeños ojos vívidos, como de pájaro. Vio los brazaletes de oro y las marchitas muñecas. Los numerosos y centelleantes anillos en los dedos nudosos. Vio la riqueza de las túnicas sedosas. Pero más que todo eso, vio al khan y supo que su premonición no le había mentido. Un ojo menos perspicaz podría haber visto un pequeño hombre envejecido con una expresión dulce y maneras paternales, y nada más. Pero Temujin vio detrás de todo eso, y lo que vio le hizo apretar los labios ceñudo y todos sus sentidos se agudizaron cautelosos.
El khan Toghrul, extendiendo su mano, dijo con voz afectuosa y afable:
-¡Bienvenido, hijo! Mis ojos se llenan de contento por tu llegada. Siéntate a mi lado, a mi derecha, y permíteme tener el placer de saber que estás cerca de mí.
Puso su mano en el hombro de Temujin y fingió estar tiernamente encantado con él. Le preguntó si había desayunado. Le interrogó sobre los detalles de la muerte de su padre y sacudió la cabeza con tristeza y pena. Nadie podría haber sido más bondadoso. Ningún padre podría haber exhibido más afecto e interés. Pero mientras escuchaba al anciano sintiendo el peso de su cariñosa mano sobre su hombro, Temujin lo observaba con atención, sabiendo que era el ser más implacable que jamás hubiera encontrado, el más avaro, el más cruel y el más traicionero.
De repente, mientras lo observaba, sintió un profundo menosprecio. Si el khan se hubiese mostrado tal como era, rudo, brutal y frío, Temujin lo hubiera honrado y admirado. Pero sobre todas las cosas abominaba la hipocresía. Para él, lo peor era un alma cruel que hablaba con dulces palabras de amor, paz y piedad.
Pero disimuló y le ofreció el abrigo de martas. Al principio, viendo todo el esplendor del campamento y de las tiendas, había pensado que sería un pobre obsequio, pero ahora sabía que todo era valioso para este voraz buitre keraíta. Y en verdad era un buen obsequio. El khan, con pequeñas exclamaciones de placer, hundió sus dedos en la piel, suave y amorosamente, y levantando una punta la apretó delicadamente sobre su mejilla. Temujin, observándolo, sintió repulsión. Había algo sucio en el aspecto de aquellos dedos viejos manoseando sensualmente el calor viviente de las pieles, algo repulsivo en la visión de los dedos contra las hundidas mejillas viejas. Recordó cómo había visto la última vez el abrigo sobre los hombros jóvenes de Bortei y experimentó ira y disgusto. Era como si aquellas licenciosas manos viejas hubieran alcanzado lascivamente el propio cuerpo de Bortei.
Sabía además que Toghrul, a pesar de todo su bienestar y poder, le envidiaba su juventud y fortaleza, la calidez de sus ojos, la delgadez de su cintura, sus hombros anchos y rectos. Y sabía que la envidia era hermana del odio. Se dijo para sí: «Tengo un enemigo».
Pero había presentido ya en el camino que el Toghrul sería un enemigo. Ahora debía no sólo apaciguar esa enemistad, sino también hacer desear al anciano tenerlo de aliado. Hasta la enemistad retrocede ante la presencia del provecho.
Miraba alrededor a la lujosa tienda. No sintió codicia por ello, y eso le sorprendió. Contempló los brazaletes, túnicas y anillos del anciano y pensó cuán perfectos lucirían sobre Bortei. Había visto los rebaños gordos y los había deseado para su gente. En cuanto a él mismo, deseaba algo más grande. Una gran excitación lo embargó.
Escuchó cómo el khan Toghrul le prometía una gran fiesta. Habría grandes celebraciones en honor de su llegada.
-¡Hace mucho tiempo que no tengo un placer así! -dijo el anciano-. Pero ahora mi hijo adoptivo ha venido a mí, llenándome de contento. Dios ha recordado mi edad y me ha traído otro hijo.
Levantó los ojos reverente y Temujin, siguiendo su mirada, vio que una gran cruz de oro colgaba sobre el canapé hermosamente incrustada de esmalte, destellante a la luz de la lámpara. Temujin la miró con curiosidad. Algunos individuos de su pueblo eran cristianos nestorianos, pero nunca habían dado problemas. Kokchu se sentía agraviado por ellos, pero a Kokchu lo agraviaba cualquier cosa que pudiera amenazar su poder. Temujin había creído, con su padre, que un hombre podía profesar cualquier fe que deseara, estipulando que su fe no intervendría en la lealtad a su jefe. Pero ahora era extraño, tenía la sensación de que aquella cruz de oro era una parte del khan Toghrul y que la enemistad del anciano de alguna manera procedía de ella.
Toghrul llamó a uno de los sirvientes que esperaban en una pequeña tienda contigua a la grande suya. Le dijo que condujera a los paladines de Temujin a otras tiendas, donde recibirían toda clase de placeres y comodidades.
-En cuanto a ti, hijo mío -dijo volviéndose a Temujin de nuevo y colocando afectuosamente su mano en su brazo-, permanecerás conmigo un momento y me contarás algo más sobre ti y cómo puedo ayudarte.
Temujin lo miró largamente y el khan, que había hecho sus agradables y afectuosas declaraciones con su acostumbrada y vana cortesía, se sorprendió al ver la extraña expresión y los centelleantes ojos esmeralda del joven. Su primer pensamiento, cauto como siempre, fue que Temujin lo había tomado en serio y podría hacerle alguna desconcertante súplica. Su segundo pensamiento, más inquietante y tocado de suspicacia, era que no tenía súplica que hacerle. Uno de sus axiomas era que un hombre no debe cesar nunca de observar a los otros hombres y que el más hábil observa sin evidenciar su observación. Vio que Temujin lo observaba con absoluta indiferencia hacia lo que él pudiese estar pensando. Esto no era carencia de habilidad, reflexionó el anciano con una vaga sensación de enojosa humillación, sino un desdeñoso desprecio por la tortuosa astucia de tal habilidad. De repente, el khan se mordió el labio inferior con hostil impotencia. Luego sonrió de nuevo, presionando el brazo de Temujin con su mano.
-¡Yo siempre tan descuidado! -exclamó-. Mi hija Azara debía haberte dado la bienvenida a mi lado. Su madre es una dama persa y ella misma adora al señor Jesús. Pero yo he tenido tutores y maestros para la moza, porque es muy inteligente y me complace su presencia. ¡Oh, si ella hubiera sido hombre! La haré llamar.
Llamó a un sirviente de la otra tienda y ordenó que le trajeran a su hija. Cuando hubo hecho esto, se sorprendió fastidiado. Nunca habría esperado exhibir su hija a este pequeño y andrajoso jefe, pero había experimentado confusión y para ocultarla había hecho llamar a la joven. Secretamente encolerizado mientras esperaban, trataba de ocultar su enojo con renovadas sonrisas y palabras de afecto. Pensó: «¿Qué he hecho? ¿Por qué hago esto por un mongol de las estepas, un andrajoso bárbaro del desierto?». Y entonces todo su fastidio se dibujó en interrogarse a sí mismo.
La entrada de la gran tienda se abrió y Azara entró. Temujin, siempre ansioso por el espectáculo de una hermosa mujer, la miró con asombro. Nunca había visto rostro tan encantador ni figura tan perfecta.
Azara era más alta que cualquier otra mujer que jamás hubiera visto, casi tan alta como él. Pensó: «Es como un joven abedul, blanco y delgado, algo inclinado por el viento». De cintura para abajo, la muchacha estaba envuelta en una blanca tela vaporosa, casi diáfana, recogida alrededor de sus estrechas caderas con un cinturón trenzado de oro fino. Sus pechos, altos y virginales, estaban cubiertos con círculos de alhajas de oro. Sus brazos, garganta y cuello eran más blancos que la leche y luminosos como perlas. El rostro, un delicado óvalo cubierto con la lechosa neblina de su velo, era también color perla, rosa en labios y mejillas. Los ojos, negros y centelleantes como azabache, estaban orlados de pestañas doradas, tan suaves como la seda. Y su largo y ondulante cabello era también dorado y brillante. Iba tan cargada de piedras, collares, brazaletes y anillos que resplandecía a la luz de las lámparas.
Sus maneras eran calmosas y dignas, pero tan distantes que parecía moverse mecánicamente en un sueño. Sonreía tímidamente y se inclinó ante su padre y su huésped. Temujin pensó que ella estaba despierta sólo a medias. Su asombro aumentó. Pensó: «¡Qué premio es éste, qué gloria, qué belleza!». El corazón le palpitaba, la frente y el labio superior se impregnaron de sudor.
El khan posó su mano cariñosamente en la cabeza de su hija, sentándola a su izquierda, y jugueteó con los mechones dorados de su sedoso cabello.
-Antes del menguante de la luna se desposará con el califa de Bojara, que ha oído hablar de su gran belleza -dijo. Toda su astucia se perdió momentáneamente en el orgullo paternal. La miraba deleitado, como se miraría a una hermosa yegua, que no comprende el lenguaje de los hombres y es sólo una bestia sumisa. La muchacha inclinó la cabeza y un intenso rubor le cubrió las mejillas, la garganta y el pecho.
Temujin olvidó a Bortei. Todo su cuerpo se esponjó, anhelando a esta maravillosa criatura. Había oído hablar del califa de Bojara, un viejo lascivo con un enorme harén. Repentinamente tuvo una visión de Azara desnuda en los brazos del califa, y toda la sangre se le subió a la cabeza. Su rostro se volvió carmesí de ira. Su cuerpo ardía como una piedra bajo el sol. Miró las manos de la muchacha, delicadas y blancas como flores y cubiertas de joyas. Involuntariamente recordó las manos de Bortei, cortas, cuadradas y duras, acostumbradas al trabajo del tejido, la costura y a ordeñar vacas y cabras.
La muchacha respiraba como si durmiese, profunda y lentamente, el peto apenas se movía con sus senos, la cabeza inclinada como la de una persona vencida por el sueño. No parecía una criatura viviente, sino una visión pintada, difícilmente traída a la vida. Pertenecía a las grandes ciudades estériles, en una alcoba tapizada de seda con la difusa luz de lámparas incandescentes y llena de suaves canapés. Su cuerpo rezumaba un aroma de jazmines y rosas embriagante como una bebida fuerte.
Toghrul observaba a Temujin. Veía las cambiantes sombras de rojo y carmesí agolpándose en su rostro mientras contemplaba a la muchacha codiciándola. Lo veía temblar, morderse el labio. Y entonces supo que la había hecho venir con un deseo de venganza. Y se sobrecogió al pensar que él hubiera podido rebajarse a querer vengarse de este miserable mongol del desierto. Tan atónito estaba, tan desconcertado, que la sonrisa fija de su semblante desapareció, reemplazada por una vacía expresión de ultraje.
Se obligó a hablar con ligereza, forzando a la sonrisa a volver a sus labios.
-Esta noche, hijo mío, me dirás lo que deseas de mí, pero yo te digo de antemano que está ya concedido.
Casi no pudo creer que hubiera dicho esas palabras y se detuvo horrorizado, preguntándose qué lo había obligado a pronunciarlas. Su alma retrocedió, llena de confusión, a su íntima fortaleza de astucia y traición.
Pero Temujin, sin dejar de mirar la muchacha que parecía un sueño, dijo:
-Yo no deseo nada de ti, padre mío. He venido a ofrecerte lealtad y cualquier ayuda que desees.
Estas extraordinarias palabras, pronunciadas en voz alta y firme, sin arrogancia pero con ilimitada pujanza, despertaron a Azara. Lentamente levantó su hermosa cabeza, como un nenúfar se levanta hacia el sol, y sus ojos enfocaron los de Temujin y entonces, como el alba, una luz rompió sobre su oscuridad y lo vio plenamente.
Ambos se contemplaron en tenso silencio. Una expresión de fascinado espanto pasó por el semblante de la muchacha, como la de alguien que es despertado repentinamente del sueño por un exigente y terrible extraño. Él vio entreabrirse sus rosados labios, oyó su apresurada respiración, la vio palidecer y pensó en una flor blanca a la luz de la luna. Y entonces, de repente, mientras ella lo contemplaba fijamente, las lágrimas asomaron como un rocío a sus ojos negros y su expresión se hizo de suave alarma y dulce confusión. Su pecho se estremecía. Sonrió de repente con una especie de júbilo indómito y frágil, modesto pero insoportablemente hermoso. Parecía una doncella sorprendida en su alcoba por alguien a quien había oscuramente ansiado.
Sin solicitar permiso, se levantó con gracilidad, inclinó la cabeza, se volvió y salió como volando de la dorada tienda de su padre, como una blanca paloma impulsada por sus alas silenciosas.
El khan, que siempre lo veía todo, sonrió maliciosamente. No estaba interesado en la emoción de su hija, porque, después de todo, ella sólo era carne de mujer y no tenía verdadera alma. Era sólo un hermoso cuerpo, adecuado para el lecho de un califa. Su único interés estaba en Temujin y lo que había visto satisfizo su alma malévola.
Pero dejó de sonreír. Temujin se había vuelto hacia él y su rostro pálido era feroz. Sus ojos centelleaban con fuego verde. Nunca había visto Toghrul semejante semblante y ojos. Involuntariamente pensó: «Éste es uno al que jamás antes le he visto parecido. Es como un lobo. He de cuidarme de él». Pero inmediatamente se dijo con un odio casi asesino: «¡Bah! Es sólo un miserable infeliz de las estepas y yo lo aplastaré bajo mi pie como un gusano».
Se esforzó en sonreír a Temujin, pero sus ojos, dentro de su tejido de arrugas, eran malvados.
Temujin dijo con calma, con una violenta expresión en su semblante:
-Esta noche te relataré cosas trascendentales, padre mío.
Cuando se hubo ido, el viejo khan se sentó, sumido en sus pensamientos. Levantó la vista y dijo en voz alta:
-¡Nunca volverás a tu hogar, hijo insolente de una rata hambrienta del desierto!
Inspiró bruscamente. La tienda se llenó con su agitada respiración. Sus ojos estaban llenos de maligno fuego. Miraba en derredor con ojos penetrantes. Las aletas de la nariz se dilataban. Con un grito agudo llamó a un sirviente y pidió vino. Cuando le fue alcanzado, lo bebió absorto.
La copa se sacudía en sus manos.
Enjugó sus labios con un pañuelo de seda blanco. Entonces sus ojos iracundos cayeron sobre la cruz de oro. Levantó los puños.
-¡Seré vengado! -exclamó. Y como si sus palabras fueran tan absurdas como para chocar a sus propios oídos, estalló en chillona y disonante risa.