Capítulo 37
TEMUJIN hizo sus preparativos al día siguiente, después de la desenfrenada fiesta por el nacimiento de su hijo. Había bebido demasiado y tuvo que ser llevado a su tienda. Pero al día siguiente no mostraba indicios de su disipación ni en su rostro ni en sus maneras.
Consultó a todos sus oficiales y consejeros, pero todos sabían que era pura formalidad. Tomaba todas sus decisiones por sí mismo.
Con él llevaría a Chepe Noyon y Kasar. Dejaría a Jamuga como khan en su lugar, secundado por Subodai. Llevaría también algunos de sus nokud y un destacamento de guerreros seleccionados. De pronto pareció sumamente impaciente. Su voz se hizo rápida e imperiosa. A veces parecía sumirse en opresivos pensamientos, de los que emergía con renovada irritación.
Kurelen dijo:
-Me resulta sorprendente que dejes a Jamuga en tu lugar. Tú conoces su incompetencia en los asuntos de organización y comprensión de los hombres.
Temujin se encogió de hombros.
-Es lo menos que puedo hacer por él -respondió.
Kurelen enarcó una ceja ante esta extraña declaración, pero no hizo comentarios.
-Además -añadió Temujin-, Subodai estará aquí con la mayoría de los nokud. La función de Jamuga será meramente honorífica. He dado órdenes de que no debe ser tomado demasiado en serio, aunque tratado con el mayor respeto y reverencia como representante mío. Subodai es sutil. Los nokud son inteligentes. Jamuga nunca supondrá que tiene la suprema autoridad.
Kurelen sonrió. Temujin, con su acostumbrada generosidad, había repartido todas las monedas de la cesta. Había guardado sólo la tela de plata para Bortei. Kurelen había recibido una gran parte del obsequio, incluyendo varios sementales. Kurelen cavilaba sobre todo esto. Había casi olvidado lo que estaba hablando con su sobrino y le oyó decir:
-Además, no hay nadie más vulnerable a las sugestiones de un sacerdote que Jamuga.
Temujin fue a ver a Kokchu, quien había engordado bastante en los últimos meses.
Kokchu contaba ahora con media docena de chamanes más jóvenes para ayudarlo en los misterios de la religión y los había convencido de su santidad y omnipotencia. Su tienda era tan grande como la de Temujin y más ricamente decorada y amueblada. Sus mujeres eran bonitas y deseables, ataviadas con túnicas de seda y lana bordadas.
Kokchu recibió a Temujin con gran ceremonia y respeto.
Pero Temujin habló como siempre, sin preámbulo:
-Los sacerdotes se ocupan de las relaciones con sus dioses, permitiendo a los hombres manejar mejor los asuntos mundanos. ¿Comprendes?
Kokchu fingió estar confundido, pero viendo que Temujin sonreía sarcásticamente, afectó sentirse profundamente herido.
-No tienes confianza en mí, señor -dijo en voz baja y pesarosa.
Temujin rió.
-Si un rey confía en un sacerdote, cada día deberá mirar bajo su lecho buscando un asesino. -Palmeó a Kokchu en su grueso pecho-. Recuerda, nada de jugarretas.
Había una excitación ceñuda en Temujin y pronto contagió a todo el mundo. El bullicio normal se acrecentó. Con todo, la disciplina nunca se relajó. Los nokud llegaban separadamente, oían sus breves órdenes y se retiraban para que entrase el siguiente. Subodai escuchó gravemente con los ojos fijos en los severos labios de su señor. Esa noche habría luna llena y Temujin tenía la intención de partir poco después del crepúsculo.
Jamuga fue el último en llegar. Parecía turbado. Dijo:
-Temujin, deberíamos haber partido hace muchos días rumbo a los apacentaderos de invierno. Ahora deberemos esperar tu regreso, y por poco que éste se demore, implicará un duro trabajo para nuestra gente.
-Creo que no. Tienen muchas reservas. Los rebaños tal vez no se mantendrán tan gordos, pero eso se arreglará pronto cuando yo regrese. Además las caravanas tienen que pasar por este camino desde Samarcanda y les he prometido protegerlas. Ocúpate de recoger las recompensas antes de proporcionarles protección.
Jamuga no respondió, pero su turbación pareció aumentar. Temujin lo observó con sonrisa burlona. Por último Jamuga dijo en un estallido de amargura:
-¿No temes confiar en mí?
Temujin lo miró y estalló en risas. Golpeó a Jamuga rudamente en el hombro.
-¡Termina con esas niñerías, Jamuga!
El otro se sonrojó. Temujin lo miró con su semblante centelleante de alegría. Parecía que iba a decir algo más, pero se lo pensó mejor. Rodeó los hombros de su amigo y declaró que todavía le quedaban muchas cosas por hacer.
Jamuga dejó la tienda reflexionando sobre la razón que movía a Temujin a aceptar la invitación del khan Toghrul. En esa época del año y después de una precaria victoria, era un asunto peligroso. Se sentía también perplejo por la extraña violencia que había descubierto bajo la risa fácil de Temujin y sus cuidadosas órdenes. Sus ojos agudizados por el cariño habían visto esa violencia hirviendo, lanzando destellos en los ojos de Temujin. Otros podían haber creído que nada perturbaba al joven khan, pero no Jamuga. Había locura y avidez debajo de sus maneras.
En su tienda, Jamuga se sentó a reflexionar. Recordó cuando Temujin había sido huésped del khan Toghrul, repasó día a día, en especial la noche de la fiesta y la aparición de Azara con sus suaves ojos negros y el cabello dorado. Era verdad que Temujin era susceptible a las mujeres más allá de lo normal, y había deseado, abierta y desvergonzadamente, a la hija del khan. Sus compañeros habían bromeado al respecto más tarde. Pero no había que preocuparse de eso, decidió Jamuga.
Pero quizá sí lo había. Recordó el día anterior y la lectura de la carta. Recordó la repentina palidez de Temujin y la maldad de sus ojos cuando había escuchado la invitación de Toghrul a la boda de su hija. «¡Debemos asistir a esa famosa boda!»
Jamuga parpadeó. Toda esa tonta expedición tenía que ver con la belleza de aquella mujer. ¿Qué loca tontería estaba contemplando Temujin? ¿Qué complot suicida? ¿Qué intentaba hacer? Jamuga había intuido hacía mucho la envidia, la malevolencia, el odio de Toghrul y su detestable hipocresía. Y había temido durante toda aquella visita que Temujin estuviera en grave peligro. Alguna presciencia le había hecho oír malignas entonaciones por debajo de la voz dulce y paternal de Toghrul. Y ahora Temujin estaba arriesgando la existencia de su pueblo, su protección y seguridad, su propia vida y la de sus amigos por algún insensato plan privado. ¿Qué podría hacer él? Jamuga lo conocía bastante bien para saber que nada podría detenerlo una vez hubiera comenzado. Ningún consejo, ningún ruego, ninguna llamada a la razón. ¿Contemplaba acaso la idea de tomar a la hija del poderoso khan en sus propias narices, en su propio palacio, ante sus cientos de asistentes? ¡No, era impensable! Pero ¿era eso?
Jamuga se puso de pie y salió corriendo en busca de Temujin. El crepúsculo azul y azafranado había caído. La tierra era barrida por sombras marrón oscuro, rosa y amarillo. En la distancia, hacia el este, había una nube de polvo. Temujin se había ido. Jamuga miró la nube con la garganta seca y el corazón latiéndole con angustia. Se dirigió a la tienda de Kurelen.
Kurelen estaba comiendo otra vez, mojando trozos de pan en la rica salsa oscura de una escudilla, sorbiendo ruidosamente con fruición. La fiel Chassa, una obesa mujer de edad mediana, de grandes senos, cabello entrecano y plácido rostro redondo, lo observaba con la indulgente sonrisa de una madre. A intervalos volvía a llenar la escudilla con salsa y bocados de buen carnero, y la copa de plata con excelente vino. Chassa frunció el ceño al pálido Jamuga cuando éste entró, dejando entender que su presencia era inoportuna y que ahora su niño ya no podría alimentarse adecuadamente.
Al ver a Jamuga, Kurelen lo invitó a acompañarlo. Jamuga rehusó secamente y miró con severidad a Chassa, quien tercamente rehusó darse por aludida y de nuevo llenó la escudilla de Kurelen. Éste sonrió y le palmeó la mejilla.
-Tengo suficiente, Chassa. Y ahora déjanos un momento..., pero no muy largo.
Una vez Chassa, enfurruñada, se hubo retirado, Jamuga miró a Kurelen con ojos febriles. Kurelen, por su parte, miró al delgado y enjuto joven, estudiando también su rígido semblante.
-¿Qué te sucede, Jamuga? ¿Qué nueva desgracia consume tus entrañas? -Río entre dientes. Ya era un anciano, más débil que nunca, más agobiado y torcido. Su cabello negro se había tornado gris sombrío y tenía las facciones hundidas, pero sus ojos negros seguían tan vivaces y maliciosos como en su juventud.
Jamuga dijo bruscamente:
-No sé la ayuda que puedes ofrecerme, pero debo decirte la verdad: Temujin está encaprichado de la hija de Toghrul. La deseaba abiertamente cuando visitamos al khan. Ayer le leí una carta de Toghrul en la que lo invitaba a la boda de la muchacha con el califa de Bojara.
Kurelen enarcó una ceja.
-Si recuerdo bien, Temujin está continuamente encaprichándose de una u otra moza. Tiene un harén que daría envidia a un sultán menor. No veo motivo para tu preocupación.
Jamuga repuso inexorable:
-Cuando le leí la carta, se puso repentinamente pálido como lana blanqueada al sol. Sus ojos se llenaron de violencia y crueldad. Parecía un loco tratando de ocultar su locura. Estoy convencido de que va a la boda para raptar a la muchacha.
Creyó que Kurelen haría alguna exclamación u observaría algo, pero éste se limitó a fijar sus ojos en los suyos con expresión inescrutable. Jamuga se desesperó ante este silencio. Se puso de cuclillas al lado del anciano y lo tomó por el brazo.
-¿No ves tú todas las cosas? -exclamó-. ¡El khan Toghrul, el poderoso gobernante de los keraítas! ¡El califa de Bojara, señor de legiones militares, de cientos de ciudades, y de poder y riquezas sin límite. ¡Si Temujin los ofende, lo matarán y nos destruirán tan fácilmente como un hombre camina sobre un promontorio de hormigas! A una palabra del khan Toghrul en un solo día nos ahogaremos en nuestra propia sangre. ¡Todo el Gobi caerá sobre nosotros como un mar de acero! ¡Todo lo que hemos ganado con tanto sufrimiento y trabajo, con tanto dolor y fortaleza, se perderá por el cuerpo de una mujer y la lujuria incontrolable de un hombre!
Kurelen miró pensativamente su escudilla. Tras una prolongada pausa durante la cual el jadeo de Jamuga era audible, Kurelen tomó otro trozo de pan y, mojándolo en la salsa, se lo llevó a la boca. Lo masticó. Luego, todavía masticando, volvió la cabeza de nuevo hacia Jamuga con expresión inescrutable, pero ahora había un resplandor en sus ojos.
Habló suavemente:
-Jamuga Sechen, Temujin te ha hecho temporalmente khan en su lugar. Cualquier orden que des será obedecida. Tú puedes, por ejemplo, ordenar que salgamos inmediatamente para los apacentaderos de invierno. Si lo hacemos enseguida, podremos estar lejos de aquí al amanecer e inmensamente lejos cuando Temujin cometa su... tontería. Tan lejos, en realidad, que será difícil encontrarnos. -Añadió con suavidad-: Tú eres el khan, Jamuga Sechen.
Un silencio comparable al que sigue a un relámpago y precede al ensordecedor trueno llenó la tienda. Los ojos de Kurelen brillaron al fijarse en el rostro de Jamuga, que palideció más. Kurelen sintió curiosidad animada de especulación expectante. Se inclinó hacia delante para ver mejor al joven y sonrió ligeramente. Pensó: «No me he equivocado. En su frío y delicado pecho también subyace la loca pasión del hombre por el poder y el dominio».
De repente Jamuga se puso de pie como asaeteado por una punzada. Dio la espalda a Kurelen como si no pudiera tolerar su propio reflejo en los sabios ojos del anciano. Se apoyó pesadamente contra un alto arcón con la cabeza inclinada sobre el pecho.
Kurelen se reclinó en los almohadones, incorregiblemente divertido. Se preguntó: «¿Encontrará Jamuga en su creciente codicia alguna noble excusa para seguir mi sugerencia? ¡Siempre necesitará una excusa noble este hombre pacífico y sin entrañas, para plegarse a la pasión de su pálido pero amargo corazón! ¡Nunca se repetirá esta oportunidad, y él lo sabe! Debe decidirse entre un cariño y lealtad que nunca le ha traído otra cosa que humillación, amargura y envidia, y una última oportunidad de alcanzar lo que ha soñado con el alma, en sus noches de impotencia y lívido deseo vehemente».
Para Kurelen, los conflictos, las pugnas y las batallas que se dirimen en el espíritu de los hombres eran más entretenidas y excitantes que las que se libran en el mundo exterior. Sabía lo que Jamuga estaba sufriendo en su tentación, y comprendía que si el cariño y la lealtad prevalecían, sólo sería porque Jamuga había finalmente flaqueado, subyugándose y destruyéndose a sí mismo. Y esta muerte de lo recóndito de su corazón sería como la muerte verdadera.
Pero Kurelen no sentía piedad, sólo divertida curiosidad y grotesco regocijo. Oyó un profundo suspiro y Jamuga se volvió hacia él. Su delgado y lívido rostro estaba perlado de sudor. Sus ojos eran los de alguien ahogado en un mar de angustia y desesperación. Se tambaleó y tuvo que sostenerse en el arcón para no caer. Pero su expresión era de completa calma y cuando habló su voz sonó controlada y serena.
-Quizá lo que has sugerido es la opción más sabia para todos, Kurelen. Pero no puede ser. Si Temujin perece en su tontería, nosotros debemos perecer también. No puede haber vida para nosotros si él muere. Temujin es nuestro corazón y nosotros somos su cuerpo.
Kurelen sonrió con ironía, observando a Jamuga con una curiosa mezcla de desdén y respeto. Se encogió de hombros imperceptiblemente. Llenó una copa de vino y se la ofreció. Jamuga la cogió y casi se deslizó de sus enervados dedos. Tuvo que sostenerla con ambas manos temblorosas. La llevó a sus labios y bebió con avidez, como el condenado bebe la copa envenenada. Kurelen lo contemplaba con su venenosa y especulativa sonrisa.
Cuando Jamuga le devolvió la copa, Kurelen le dijo fríamente, notando el extremo agotamiento del joven:
-Jamuga, no te atormentes más, concédete algún solaz. Has pensado en la desgracia que Temujin puede traer sobre él y sobre su pueblo. Pero él sin duda ya ha pensado en todo esto. Te concedo que es descuidado y violento en su naturaleza, pero no es tonto. ¿Me concedes que no es tonto?
Esperó una respuesta ingeniosa, pero Jamuga estaba más allá de la palabra, más allá de notar las sardónicas cejas arqueadas de Kurelen. Se limitó a asentir.
-Las mujeres son preciosas para Temujin, pero no tan preciosas como él mismo y su propia vida -añadió Kurelen-. Puedo asegurarte que volverá a salvo, quizá con algunas cicatrices, pero volverá. Y tendrá todavía el favor del khan Toghrul. De modo que relájate y confía.
Jamuga inclinó la cabeza. Parecía completamente agotado. Se volvió como para marcharse pero se detuvo y miró a Kurelen. Algo parecía haber estallado en él. Comenzó a hablar con la incoherencia y premura de un hombre que se desahoga de su tormento íntimo:
-¿Cómo podemos comprender nosotros a un hombre como él? ¡Él tampoco comprende nada de nosotros!
Kurelen rió levemente.
-¡No te engañes, Jamuga! Él nos comprende, pero nosotros no lo comprendemos a él.
Jamuga hizo un gesto de hastío, el gesto de quien está en extremo quebrantado.
-Pero ¿quién puede descifrar sus pensamientos..., los pensamientos de hombres como él? ¡Son hombres crueles y enigmáticos, de eterno misterio, de gustos brutales sin ternura ni misericordia!
Entonces Kurelen comprendió que el helado cerrojo del corazón de Jamuga se había hecho añicos y se mostraba desnudo, aterrorizado y desesperado como nunca antes. Por un momento, Kurelen se llenó de rara compasión y piedad, y su expresión se suavizó.
-Ciertamente, Jamuga Sechen, nunca podremos comprender a tales hombres intentando descifrar sus almas con nuestro propio código. Si lo hacemos, caemos en la confusión. No podemos usar su código porque es un secreto inalcanzable para nosotros. Si lo adivinarámos vagamente, quedaríamos aturdidos e incrédulos, creyendo que se trata de un mal sueño en que las sombras se hacen luz y la luz, sombras. No trates de comprender porque te volverías loco.
Jamuga se sentó a su lado, como si las piernas no pudieran sostenerlo ya y también porque ahora podía hablar.
-¡Yo no comprendo! ¡No puedo comprender! He tratado de hacerlo durante años y sólo he encontrado el rostro de la locura sin sentido ¿Qué puedo hacer yo?
Sus palabras eran una admisión de miseria y desesperación. Miró a Kurelen con el rostro desnudo de un hombre cuyas últimas defensas se han derrumbado y necesita recurrir a alguien en busca de ayuda, sin importarle quién sea.
Kurelen lo miró en silencio. La piedad se elevó en su enigmático y retorcido corazón. No sintió ya desdén por Jamuga.
-¿Qué es lo que deseas? -preguntó con suavidad.
Jamuga lo miró con terrible desesperación. Luego, como si no pudiera soportar ya la comprensión en los ojos del anciano, dejó caer la cabeza sobre su pecho.
Kurelen puso una mano afectuosamente sobre su hombro.
-Jamuga, tú has nacido o muy tarde o muy temprano. Si lo primero, busca consuelo en los poetas persas. Si lo segundo, ahórcate. Si las dos cosas, vete a Catay. Porque lo que ha sido Catay será el mundo del futuro, si es que los hombres tienen que sobrevivir.
Jamuga, sin levantar la cabeza, preguntó sombríamente.
-¿Y qué ha sido Catay?
Kurelen se acercó a uno de sus arcones y lo abrió. Retiró un antiguo manuscrito atado con una cinta de oro y lo desenrolló. Crujió secamente. Acercó una lámpara de plata a su taburete.
Comenzó a leer tranquila y lentamente:
-«¿Dónde está el Estado perfecto, dónde descansará el corazón del hombre y su alma tendrá paz y dónde podrá vivir con el prójimo sin destruirlos? Busca este Estado en tu propio corazón, ¡oh, Hombre!, y cuando lo hayas encontrado, entonces existirá en todo el mundo.
»¿Cuáles serán sus atributos? En él todos los hombres perseguirán la perfección, pero nunca la deshonrarán. En él habrá dulzura con dignidad, bondad con razón, ilustración con aristocracia, amor con orgullo, paz con fortaleza, misericordia tan amplia como la tierra, sabiduría con humildad y conocimiento con deseo de saber.
»Respeta las otras almas, ¡oh, Hombre!, y pide respeto para la tuya. Desprecia al tonto sobre todos los demás hombres. Si eres un gobernante, sé el primer servidor de tu pueblo, sin hipocresía. Deléitate en lo que es hermoso y horrorízate por lo que es cruel. Disciplínate a ti mismo alegremente, por amor a tus compañeros. Ama la verdad, porque la mentira es la lengua de los esclavos. No hables de dinero, sino de amistad y de Dios. Si eres un sacerdote, sirve a Dios y no a los hombres.
»No deshonres tu alma, y no deshonrarás otras almas. Ten fe, porque sin fe un pueblo debe perecer.
»Ten paz. Sé justo. Recuerda que el mundo que ves es sólo tu propio sueño. De esta manera, ningún hombre podrá herirte aunque destruya tu cuerpo.
»Ama a Dios y búscalo siempre, en cada suspiro y cada pensamiento, en cada palabra y cada acto. Sólo él no te traicionará ni te fallará. En él está la única realidad.
»Cree en todas estas cosas, y el Estado perfecto será tuyo, así como el mundo entero.»
Kurelen había terminado. Esperó algún comentario de Jamuga. No lo hubo, pero al semblante del joven había llegado la paz, como un hombre que duerme después de un gran dolor.
Cuando por fin se fue, Kurelen pensó: «Jamuga ha perdido el mundo entero, pero ha encontrado por fin su alma».