Capítulo 4

KURELEN se sentía gozoso y exquisitamente divertido. Continuó riéndose para sí mismo mientras avanzaba presuroso y cojeando a través de los pasadizos entre las tiendas. No parecía ver los ceños malhumorados que lo saludaban a regañadientes. El monje budista y el sacerdote cristiano nestoriano estaban sentados sobre sus pertenecias, enjugando los rostros cubiertos de polvo con sus mangas. Nadie les prestaba atención, aunque un círculo de perros les ladraba amenazadoramente. Kurelen dio un puntapié a un perro, espantándolos a todos.

Kurelen observó a los cautivos con interés. El monje tenía un semblante apacible y manso, de color marfil amarillento. Sus oblicuos ojos estaban llenos de paciencia. Su túnica de lana estaba hecha jirones. Los pies desnudos le sangraban y tenían costras de tierra. Se había sacado el cómico sombrero y el crudo sol hacía refulgir su pelada cabeza. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo. Parecía sumido en alguna melancólica y celestial meditación. El sacerdote cristiano, en cambio, tenía un aire osado. Kurelen pensó que este hombre era un bárbaro, que no era un miembro de la civilizada raza de Catay, como sí lo era el monje. Tenía un semblante siniestro y encolerizado. Una mirada inquisitiva y ávida. Se rascaba su áspera barba y cabello impacientemente, matando los piojos que encontraba con mezquina venganza. Su túnica de lana no estaba hecha jirones. Sus bártulos eran más que los del monje. Además, llevaba una respetable daga en una vaina de marfil. Era un hombre más corpulento, más viril que el monje y más joven. En su cinto, de un cordel colgaba una cruz de madera.

Kurelen no pudo ubicarlo inmediatamente. Dijo:

-¿De qué país eres, sacerdote?

El hombre le clavó la mirada tan largamente que Kurelen empezó a creer que no entendía su idioma. Pero por último respondió lacónicamente en el lenguaje de Kurelen, aunque con un acento desconocido:

-Vengo de la tierra del mar de Aral.

Kurelen sonrió.

-Serás un excelente amigo para nuestro chamán -declaró.

Se volvió hacia el monje budista, que seguía sumido profundamente en sus melancólicas meditaciones. Le habló en el lenguaje de Catay y entonces el monje levantó la cabeza y sonrió con lágrimas en los ojos.

-No estés tan abatido -dijo Kurelen suavemente. Se agachó junto al monje mirándolo con una sonrisa de afable humor-. Nosotros no somos mala gente. Ocúpate de tus cosas, sujeta tu lengua y ningún daño caerá sobre ti.

El sacerdote había vivido en Catay y comprendió algo.

-¡Mi padre es un príncipe! -exclamó con soberbia.

Kurelen lo miró con ceño.

-Todo este infausto lugar está lleno de príncipes -observó-. Sé prudente. Acostúmbrate. Pero, como he dicho, sin duda harás muy buenas migas con nuestro chamán. ¡Será un hermano de sangre para ti!

De nuevo volvió su atención hacia el monje, que había empezado a sollozar. Kurelen enarcó las cejas con curiosidad. El monje se mecía sobre sus bártulos y se lamentaba:

-El Señor me ha enviado para llevar la luz a los paganos y a los perdidos, y me ha depositado en este desierto, donde ninguna luz llega.

Kurelen se encogió de hombros.

-Bien, pues enciende tu lámpara. Pero te aconsejo que no compitas con el chamán. Él tiene feas maneras.

El sacerdote, que despreciaba al budista, le dijo:

-Tu Dios es un espíritu maligno, pero el mío es el Camino de la Verdad. Aquí plantaré yo su estandarte y su cruz, y llamaré a todos los moradores de la oscuridad a la Luz Eterna.

Kurelen le sonrió con benevolencia. El sacerdote se removió con ira sobre sus enseres, se tiró de la barba y lo miró fijamente, resoplando.

-¿Dónde está el jefe? -exclamó-. ¡Yo no seré tratado así! ¡Soy el hijo de un príncipe!

Kurelen dijo:

-¿Tú no has sido expulsado de Catay? Si mis recuerdos no me engañan, tú y tu clase despedíais una inmunda hediondez en aquella tierra, y el emperador os echó cortésmente.

El sacerdote resopló otra vez, rehusando desdeñosamente responder.

Kurelen preguntó sus nombres al monje y al sacerdote. El budista se llamaba Yelmi y descendía de una antigua familia de mandarines. «¡Oh! -pensó Kurelen-, ésa es la razón de su afabilidad y cortesía, de su modesta indulgencia. Solamente los verdaderos nobles, de cuerpo y alma, tienen estas cualidades.» El sacerdote al principio ignoró la pregunta de Kurelen y luego, con arrogancia, dijo que su nombre era Seljuken, repitiendo que su padre era un príncipe. Kurelen hizo una mueca. Él conocía esos brutales «príncipes» de la estepa y los lagos salados. Esos pequeños potentados que comían carne a medio cocer y dependían para su sostén de las invasiones y el asesinato.

Un bullicioso alboroto informó a Kurelen de que Yesugei había dejado la tienda de su esposa y se disponía a ocuparse de su botín. Su nueva esposa, la muchacha keraíta, fue asignada a una tienda y se le entregaron sirvientas. Yesugei desapareció dentro de esta tienda. Kurelen, que había empezado a vagar de nuevo dando puntapiés a los perros e inspeccionando inquisitavamente las pilas de artículos robados, sonrió sarcásticamente mientras pasaba por delante de la tienda de la nueva esposa. Se detuvo a escuchar. Nada se oía detrás de la cortina.

Volvió a la tienda de su hermana. Ésta sostenía en brazos a su hijo, que mamaba de su pecho desnudo. Su expresión era fría y recelosa, pero cuando entró su hermano sus ojos se tornaron afectuosos y le sonrió. Kurelen palmeó su hombro e, inclinándose sobre el pequeño, le pellizcó una mejilla rosada. El bebé hizo un movimiento impaciente con una manita, pero a pesar del pellizco continuó con su importante tarea.

-¡Oh! -dijo Kurelen-, es un gran muchacho. ¿Piensas que se parece a mí tal vez?

Houlun se rió. Observó al bebé con interés y lentamente apareció en su semblante una especie de orgullo materno.

-Creo que no. No tiene tu expresión bobalicona. -Los dos sonrieron. Acarició el suave cabello del niño-. ¡Mira este cabello! ¡Tiene el rojo dorado de la puesta del sol! Y sus ojos son tan grises como las estepas del desierto.

Luego con voz excitada, en la que trataba de mantener su incipiente orgullo, dijo:

-¿Crees que será un gran hombre?

-¡Oh, no lo dudo! -contestó.

Ella lo miró con escepticismo, pero nada podía ser más suave que su mirada. Apretó al niño fuertemente en su pecho y dijo:

-Tú le enseñarás a leer y lo llevarás a tierras extranjeras, Kurelen. ¡Claro que será un gran hombre, porque es mi hijo y es toda mi vida!

Kurelen apretó los labios pensativamente. Pellizcó la oreja del niño. Jugueteando, retiró el pequeño rostro redondo del pecho de la madre. El pequeño soltó un berrido, pataleando con frenético enojo. Kurelen reía deleitado. Acercó el rostro del bebé al hinchado pecho y, tras algunos intentos fallidos, el niño retornó sus esfuerzos.

Entonces Kurelen habló tranquilamente:

-Él es toda tu vida, dices. Pero quizá es también toda la vida de su padre. No le enseñes a odiar a su padre, Houlun. Es una cosa terrible para el alma de un hijo, odiar a su padre. Lo sé.

Él asintió y se marchó. Con ceño, Houlun lo observó irse. Sintió la ávida boca del bebé en su pecho.

-Él es mi vida -murmuró, y acentuó el ceño.