Capítulo 40

CHEPE NOYON vio enseguida que su señor estaba perturbado. Se mostraba ceñudo y respondía a las preguntas con escueta irritabilidad.

-He sido un tonto -dijo al cabo de un rato.

Entonces contó lo sucedido entre él y Taliph. Chepe Noyon escuchó con expresión zumbona y medio sonriendo. Kasar, cuya mente simple no comprendía sutilezas, sólo pudo inferir que Taliph había molestado a su adorado hermano y exclamó que iría inmediatamente a enseñarle buenas maneras al joven señor. Este arranque devolvió el buen humor a Temujin, que se mofó de Kasar hasta dejarlo completamente confundido y al borde de las lágrimas.

-Pero, en serio, mi señor -dijo Chepe Noyon, que siempre se tomaba más libertades con Temujin que cualquier otro, porque lo comprendía más-. Has estado excesivamente temerario. -Se aclaró la garganta-. Confieso que no comprendo lo que nos ha traído aquí, pero sea lo que fuere que tengas en mente, ridiculizar al señor Taliph es poner en peligro tu deseo. Kurelen nos dijo una vez que tú podrías robar a un hombre, traicionarlo o despreciarlo y que aun así en algún momento obtendrías su perdón e incluso su amistad. Pero si lo humillas y te burlas de él, nunca te perdonará, sino que será para siempre tu más cruel enemigo.

Temujin frunció el ceño. Recordó de repente que Taliph era el hermano de Azara y el hijo del khan Toghrul. Desde luego no había favorecido sus planes. Su molestia consigo mismo aumentó rápidamente, pero exclamó:

-¡No pude contenerme, lo admito! Pero ¿qué tengo yo que temer de un hombre que escribe poesías, malas poesías y plagiadas?

Chepe Noyon se encogió de hombros.

-Si hubiera escrito buena poesía y suya, y aun así tú lo hubieras ridiculizado, él te hubiera perdonado porque sólo eras un bárbaro analfabeto y nada mejor podía esperarse de ti. Pero ahora tienes mucho que temer de él.

-¡Oh, pareces una vieja! -dijo Temujin con desdén.

Chepe Noyon no se ofendió. Simplemente volvió a encogerse de hombros y, bostezando, se reclinó en los almohadones y cerró los ojos dichoso. Temujin puso mal gesto y empezó a pasearse por la habitación murmurando en voz baja. Kasar lo miraba con mirada humilde y ansiosa. Anhelaba combatir contra el palacio entero en defensa de su hermano.

Un eunuco entró anunciando que el gran señor, el khan Toghrul, solicitaba la presencia de su noble hijo adoptivo, Temujin, a la hora de la merienda. En su brazo, el eunuco llevaba una túnica de suave seda blanca, un cinto de plata, un collar y pulseras de pesada plata con turquesas, y sandalias del más suave cuero azul.

-Éstas -explicó con su aguda voz femenina- son las prendas seleccionadas por el khan para su huésped.

Mientras Temujin examinaba las hermosas prendas y juraba que no se las pondría, los sirvientes entraron anunciando que su baño estaba listo.

-Al parecer no les agrada cómo olemos -declaró Chepe Noyon, palpando con envidia la seda y haciendo sonar el collar y los brazaletes.

-¡No los usaré! -repetía Temujin. Pero se mordió el labio, porque tuvo el presentimiento de que Azara estaría presente, a pesar de que la etiqueta oriental y musulmana prohibía la presencia de mujeres. Examinó las prendas con repentino interés y luego las alejó desdeñosamente-. Con todo, quizá sería descortés por mi parte rechazarlas.

-¿Nosotros no te acompañaremos, mi señor? -preguntó Kasar, ansioso.

El eunuco replicó con altiva frialdad:

-La invitación es sólo para el noble señor Temujin.

Temujin siguió a sus ayudantes hasta el cuarto de baño, del más puro mármol y con una bañera llena de agua templada y perfumada. Se despojó de sus rústicas vestimentas rehusando la ayuda de los sirvientes. Se paró desnudo ante ellos, que se asombraron contemplando la blancura lechosa de su piel. Paganos admiradores de la perfección física, se mantuvieron en pasmado silencio admirando aquel hermoso cuerpo musculoso y firme como una estatua. Sólo la garganta, el rostro y los brazos estaban bronceados. Destrenzó su cabello, que cayó hasta los hombros, rojo como oro nuevo. Era un joven dios, totalmente espléndido. Saltó al agua chapoteando vigorosamente. Consciente de la admiración de los esclavos, pretendió ignorarlos. Cuando salió de la bañera, las gotas de agua corrían por su piel brillante como mercurio. Los sirvientes lo secaron con suaves toallas de hilo y lo untaron con esencias perfumadas. Luego le trajeron su nuevo atuendo.

Pero antes de vestirlo le afeitaron la roja barba de las mejillas y el mentón. Después de estos cuidados, quedó con la piel limpia y fresca. Le cepillaron el cabello hasta dejarlo brillante, sugiriéndole que lo dejase suelto. Temujin creía que eso era afeminado, pero le aseguraron que los más distinguidos caballeros de Bojara, Bagdad y Samarcanda lo usaban así. Después de una vacilación, se dejó persuadir. Se miró en el espejo de plata que le alcanzaron y admitió que las guedejas caídas le daban cierto aire irresistible.

Cuando apareció con un dejo de petulancia ante Chepe Noyon y Kasar, éstos no salían de su asombro. Lo contemplaron boquiabiertos. La suave túnica de seda blanca caía en drapeados que rodeaban su cuerpo. Alrededor de la delgada cintura lucía el cinto de plata y turquesas, en el cuello el pesado collar y ciñendo los morenos brazos desnudos resplandecían los brazaletes. Debajo de la túnica asomaban las sandalias azules. Su cabello rojo delicadamente ondulado caía sobre los hombros. Era tan brillante como el sol y de su mismo color a la hora del crepúsculo. Además, irradiaba un aura de perfume.

Kasar recuperó la voz y se lamentó:

-¡Han hecho una mujer de mi señor!

Pero Chepe Noyon se paseó alrededor del joven lleno de sonrojo, admirándole desde cada ángulo.

-¡No lo hubiera creído! -murmuraba asombrado. De pronto estornudó ruidosamente-. ¡Rosas de jardín con rocío! ¡Oh, yo he nacido para esto!

Temujin se sentía tonto. Miraba con ceño pero era sólo mera excusa. Estaba excesivamente orgulloso de sí mismo, pensando que ninguna mujer podría resistírsele ahora. Pasaba las manos por las turquesas incrustadas en su cinto y sonreía.

-¡Eclipsarás a cualquier distinguido caballero en esta corte! -exclamó Chepe Noyon-. ¡Y el khan no permitirá que ninguna de sus mujeres te vea!

Temujin se irguió pagado de sí mismo mientras Kasar lo observaba con los ojos dilatados y sin habla, seguro de que su señor se había corrompido. Temujin se divertía. Hizo un gesto obsceno.

-No te aflijas, Kasar. ¡Te aseguro que soy todavía un hombre!

Chepe Noyon estalló en risas. Hasta los ayudantes sonrieron. Pero Kasar levantó escrupulosamente el borde de la túnica de Temujin y cuando vio las piernas desnudas debajo, levantó la voz en tan agudo lamento que Temujin se dejó caer sobre un diván riendo hasta las lágrimas y Chepe Noyon, convulso, se doblaba de la risa.

Temujin reía aún mientras seguía al eunuco a través de los pasillos, hasta los aposentos del khan.

Los eunucos que hacían guardia lo admiraban con los ojos pero reprochaban su desparpajo con expesión severa. Su guía apartó las pesadas cortinas escarlata y Temujin entró en la fastuosa habitación blanca de su padre adoptivo.

Ahora que el sol había descendido, el aire se había tornado ligeramente frío. Humeantes braseros ardían en los cuatro rincones de la habitación. Las lámparas de cristal y plata estaban encendidas y se erguían radiantes y suaves en varias mesas. Divanes muy bajos habían sido colocados en semicírculo en el centro de la habitación y en ellos estaban sentados el khan, Taliph y su esposa favorita, la dama de la litera escarlata, Azara y un anciano ataviado con una simple túnica blanca y carmesí. Tenían ante sí mesas enanas cubiertas con manteles blancos y servidas con platos persas esmaltados, fuentes chinas de plata, copas de oro y escudillas de dátiles, higos, peras y manzanas.

Las cortinas escarlata cayeron detrás de Temujin y éste se detuvo como una blanca estatua ante ellos. Su mirada pasó veloz sobre todos, pero ya sólo veía a Azara, ataviada con velos y plata. Su rostro estaba blanco y frío como el mármol, y sus ojos, sombreados de violeta. Ella fue la única que no lo miró. Desviaba ligeramente la cabeza.

El khan observaba a Temujin con sonriente sorpresa.

-¡Oh! Mi hijo, bienvenido seas al hogar de tu padre. -Extendió su mano a Temujin, que avanzando y arrodillándose tocó con su frente los pies del khan-. No te hubiera reconocido -dijo Toghrul en tono admirativo-. Qué cambio puede hacer la seda blanca y el perfume en un hombre. Incorpórate y permíteme llenar mi mirada de ti.

Temujin lo hizo. Azara volvió lentamente la cabeza para mirarlo. Él sólo la miraba a ella, que no sonrió. Sus negros ojos se dilataron. Tenía los labios pálidos, helados y secos como una hoja. Ambos se observaban como desde una inmensa distancia, extasiados, fascinados y desconsolados. Temujin pensó: «¡Cuánto la amo! No hay otra mujer en el mundo para mí. Pero ¿qué pena oscurece así sus ojos y torna blancos sus labios?».

Toghrul señaló un asiento a su lado para su hijo adoptivo y Temujin lo ocupó. Entonces, por primera vez, tornó su atención hacia los otros. Taliph era una pintura de afectada alegancia persa; llevaba una casaca corta de seda roja bordada, con cuello alto y enjoyado, y elegantes pantalones de pálida seda amarilla rematados en estrechas botas de cuero rojo. En la cabeza, un alto turbante de seda amarilla, atravesado por una pluma blanca. Sus manos enceguecían la vista con los destellos de numerosos anillos. Bajo el turbante, que le sentaba muy bien, su rostro moreno y delgado era más sutil que nunca. Sonrió a Temujin con aire de alegre camaradería levantando una copa hacia él en silencioso brindis.

A su lado se sentaba su dama, vestida también de seda amarilla con una suelta chalina roja sobre su negro cabello. Ella también estaba sin velo, mostrando su pequeño rostro blanco con sus carnosos labios apretados. Los ojos oscuros estaban completamente fascinados. Dedicó a Temujin una coqueta y sugerente sonrisa ladeando la cabeza. Temujin se la devolvió como si ambos compartieran un delicioso secreto que discutirían en privado.

Toghrul, calvo, pequeño y enflaquecido, vestía de azul y blanco. Su viejo rostro marchito sonreía dulcemente. Los ojos fulguraban de afecto paternal hacia Temujin y su voz era suave, pero nunca le había parecido tan maligno al joven.

Luego observó al anciano de ropas blancas y carmesí. Temujin, sorprendido, se dijo que nunca había visto un rostro tan hermoso y tierno, tan iluminado y bondadoso, a pesar de sus arrugas y expresión cansada. La tez era tan amarilla como marfil antiguo y el cráneo, completamente calvo. Pero los ojos, brillando como con una luz interior, eran suaves y pacíficos, llenos de sabiduría y ternura. Era evidente su origen chino, porque su actitud era de infinita calma. Era una estatua de marfil de un buda que hubiera sido espectador por centurias, en comprensivo silencio. No usaba joyas. A su derecha se sentaba Azara.

Toghrul se volvió hacia él y dijo:

-Éste es uno de mis más promisorios vasallos, señor, un joven con dotes y valor. Es el que ha hecho segura la ruta de nuestras caravanas por el territorio que ha conquistado. Yo le debo mucho. -Puso su mano afectuosamente en un hombro de Temujin y dijo con voz reverente-: Hijo mío, éste es un príncipe de Catay, para quien sólo soy un hijo en la fe. Es Chin T’ian, hermano del emperador Chin y obispo cristiano nestoriano de Catay. Me ha dispensado el más alto honor aceptando mi pobre hospitalidad mientras discute conmigo el bienestar de mis vasallos cristianos. Es también uno de los más honorables invitados a la boda de mi hija.

Temujin inclinó la cabeza reverentemente. El obispo le sonrió dulcemente pero no habló. Temujin lo miró mientras su corazón palpitaba levemente con extraña emoción. A causa de lo extraño de esta emoción, no supo discernir si estaba molesto o complacido.

Tras un momento, se sintió desconcertado y deslizó la mirada hacia una llama de luz: de una pared desnuda colgaba la cruz de oro enjoyada que había visto en la tienda del khan. Debajo de ella había una mesa con una gran lámpara, como una luna. Había algo de ostentación en esa escena; Temujin la observó sin comprender. Las medias lunas y las estrellas estaban ausentes de la habitación.

-Entre mi pueblo hay muchos cristianos -dijo entonces.

El obispo habló con voz baja y melodiosa:

-¿Y tú no intervienes en su religión, hijo mío?

Temujin frunció levemente el ceño.

-¿Por qué habría de hacerlo? -repuso lisa y llanamente-. Yo no pido nada de ningún hombre, sólo que me sirva a mí sobre los demás hombres y los dioses.

El semblante del obispo pareció entristecerse ligeramente. Pero sus ojos tiernos se fijaron en Temujin.

-Los hombres deben servir a Dios primero -dijo-, y si lo hacen con fe y sinceridad, también sirven a los hombres.

Temujin no lo entendió del todo.

-¿Tienes un sacerdote cristiano entre tu pueblo? -añadió el chino.

-No, creo que no. Mis cristianos no son demasiado devotos. Asisten a los sacrificios, aunque me han dicho que éstos son una abominación para su fe. Si esto es así, ellos ocultan su aversión muy hábilmente. -Sonrió.

Taliph rió y su dama lo imitó. Pero Toghrul afectó severidad y frunció los labios. Azara, que no podía mirar sino a Temujin, no parecía haber oído sus palabras, sólo su voz.

Temujin recordó repentinamente que el obispo era un gran príncipe de una gran casa imperial. Cesó de reír y se asombró de que semejante hombre pudiera sentarse así, humilde y tranquilamente entre personas como Toghrul, Taliph, él mismo y las dos mujeres. Comenzó a dudar de la autenticidad del obispo y lo miró con agudeza. El chino no sonreía y parecía triste y meditativo.

Receloso, desvió su atención hacia Azara. Y de nuevo, separados por un espacio que parecía una eternidad, en realidad no más distante que el cercano latir de sus corazones, se miraron larga y extrañamente. No había nadie más en la habitación ni en el mundo. El rostro pálido de Azara palideció más aún y sus labios se entreabrieron con angustiada pena. Las aletas de su nariz se distendieron y los ojos se dilataron en un silencioso y desesperado ruego de auxilio. Sus manos se agitaron como si fueran a extenderse hacia él, y los labios le temblaron como para llorar. Ahora no había decoro ni pudor virginal en sus maneras, tampoco coquetería ni ruborizada timidez como la que recordaba de su anterior encuentro. Ahora era simplemente una mujer desesperada llamando a su amado, confiando en que él no le fallaría ni la traicionaría. Llamando simplemente y suplicando sin vergüenza.

El rostro de Temujin se ensombreció. Oyó la llamada de ella en su cuerpo y su mente. Lo comprendió, así como la razón de su palidez y adelgazamiento, el doloroso infortunio en sus ojos. Fijó su mirada en la de ella, prometiéndole que su amor sería la espada y el escudo que la protegería y que nada se interpondría entre sus corazones. Se llenó de exultación y estático júbilo, pero aun así se dijo que nunca se había sentido tan cerca de ninguna otra mujer y que nunca lo sentiría por ninguna, sólo por Azara. Estaba pasmado. Veía la delicada palpitación en la garganta, la transparencia de sus jóvenes hombros, el maravilloso brillo pálido de su cabello, la luz de sus grandes ojos negros. No sentía ansiedad en su cuerpo, ni lujuria, ni deseo ardiente. Sentía sólo una inmensa y apasionada ternura, un amor profundo y tembloroso. Entonces supo que nunca había realmente amado a ninguna otra mujer, sólo a ésta, y con tal certeza admitió que nunca podría volver a amar tanta intensidad.

Sus ojos traicionaban sus pensamientos y, viéndolos, Azara se sosegó visiblemente. Un leve color, como de amanecer, apareció en sus mejillas. La angustia se disipó en sus ojos. Sonrió y Temujin oyó su suspiro. Ahora lo miraba como una mujer puede mirar a un dios, con toda su alma resplandeciendo en su semblante.

Sólo la dama de la litera captó este profundo y apasionado intercambio entre el bárbaro del desierto y la hermosa hermana de su esposo. Al principio una expresión de ultraje y celos cruzó sus ojos, pero luego se apaciguó. Empezó a sonreír perversamente y por debajo de sus negras pestañas, pensativamente, observó a su padre político y después a su esposo. Su sonrisa se ensanchó. Parecía a punto de prorrumpir en risas. La maldad se avivó en sus ojos hasta hacerse como el fulgor de una espada. El regocijo se estremecía en sus facciones como el reflejo del sol en un lago.

Mientras tanto, los sirvientes habían servido el festín: cordero guisado en ricas y especiadas salsas, tiernas aves en crema hervida, pan tan tierno y blanco como leche, higos y dátiles, dorada miel, pastelillos de almendras y espesas confituras turcas, escudillas de coloreadas frutas, jarras de vinos especiados y fuertes, y amargos licores turcos. Temujin, acostumbrado al vulgar carnero cocido, a la carne de caballo, al mijo hervido y al agrio kumiss de su pueblo, comió vorazmente aunque seguro de que los jinetes de las estepas jamás podrían sobrevivir con semejantes comidas decadentes y empalagosas, apropiadas sólo para mujeres, poetas y eunucos.

Como de costumbre, bebió demasiado. Creyó que el vino fresco podría aplacar la exultación, el embeleso y la pasión que sentía. Podía oír el martilleo de su corazón, el latido en sus sienes y garganta. Pero el vino no lo refrescó, sino que lo inflamó más. El aire empezó a circular en estática luz que formó un halo alrededor de la cabeza de Azara y llenó sus ojos de esplendor. Sintió aquella vieja y mareante convicción de que tendría el mundo en la palma de su mano, que los secretos del cielo y la tierra eran suyos, que era invencible y omnipotente.

Algo de esta terrible convicción parecía emanar de su cuerpo, flamear en sus ojos. Taliph, en su suave y sonriente odio, había maquinado humillarlo y ponerlo en evidencia ante sus parientes y su padre como un jactancioso e ignorante bárbaro que debía ser aplastado como un gusano venenoso. Pero aunque su falsa sonrisa permanecía fija en sus facciones, estaba poseído de una especie de horror, como si estuviera en medio de una espantosa pesadilla. Porque aquel joven mongol, sentado en un diván con sus prendas prestadas, irradiaba esplendor y a la vez provocaba terror.

Taliph vio que su padre observaba a Temujin con los ojos entornados en enervada especulación, que el obispo lo contemplaba como fascinado, que su propia esposa lo miraba con abierta lascivia y deseo, y que Azara lo observaba como una mujer transfigurada por la majestad de un dios.

Perplejo, el noble joven keraíta sacudió la cabeza como para librarse de enceguecedoras telarañas. Se dijo: «He sido hechizado. Estoy soñando. Este hombre es una serpiente venenosa, un lobo de los desiertos, un analfabeto rústico y pestilente, un vacío torbellino de viento que no dejará nada a su paso».

Además, lo humillaba y enfurecía que él, hijo del poderoso khan Toghrul, concediera a este bárbaro el honor de dedicarle siquiera un pensamiento.

Sin embargo, cuando Temujin le sonreía con amistosa franqueza y sus dientes y ojos centelleaban a la luz de las lámparas, Taliph sentía una especie de excitación, un hipnotizado estremecimiento. Pensó: «Es un mago capaz de tener las almas de los hombres en sus manos». Perspicaz por un instante, lamentó odiarlo y se asombró de experimentar aquel magnético y misterioso influjo.

Temujin continuó bebiendo y saciándose. Se prometió que antes de retirarse esa noche, se introduciría un dedo en la garganta para vomitarlo todo. De lo contrario; amanecería enfermo. En ese momento, su mirada nadaba en coloreados y brillantes círculos a través de la habitación, visibles para sus inflamados ojos. Azul, escarlata, plateados y dorados giraban en movimiento concéntrico, hilándose alrededor de Azara y del obispo. Por último sólo vio a estos dos.

Le pareció que el rostro del chino brillaba como la luna a medianoche. Suave, fulgurante y dulcemente resplandeciente, llenando todo el espacio con luminosa brillantez. Y aunque el obispo no hablara, le parecía a Temujin que había hablado, que el templado aire de la habitación estaba lleno de retintineos de campanas con sordina. Dejó su copa y contempló al anciano.

Toghrul hablaba con su hijo con acento meloso. Estaba en medio de una larga y complicada sentencia cuando la voz de Temujin, áspera, fuerte y bárbara, lo interrumpió como una espada rasga una tela de seda.

-Mi señor -dijo al obispo-, tú no eres como los demás hombres. En tu semblante hay un destello como el del sol.

El chino sonrió con apacible ternura. Toghrul se sintió ofendido, pero Taliph rió levemente ante esta vulgaridad, y su dama, que en ese momento odiaba a todos los presentes incluyendo a Temujin, se le unió en la risa.

-No, hijo mío -dijo el obispo dulcemente-, yo no soy sino un hombre mortal, no más grande que el más pequeño. Si ves un fulgor en mi semblante, viene de tu corazón. Ante Dios no hay príncipes iluminados y espléndidos, ni mendigos con llagas y harapos. Sólo hay hombres. -Se volvió hacia Azara, a su lado, y le acarició la mejilla-. ¿Tú me crees, hija mía?

Ella le sonrió con modestia y afecto, e inclinó la cabeza.

Pese a su propia excitación y a la niebla producida por el vino bebido, Temujin podía aún pensar. Ahora comprendía muchas cosas, entre ellas, por qué aquellas mujeres estaban allí sin velo. Para ese extraño sacerdote, las mujeres eran iguales que los hombres. Todos eran humanidad común, sin distinción. Y entonces comprendió también por qué los emisarios califa de Bojara no estaban en la cena.

Asombrado, pestañeó creyendo que todo aquello era un sueño. Pero nadie se rió de las palabras del obispo. El khan Toghrul inclinó reverentemente la cabeza. Taliph guardó silencio con las manos recogidas y su dama inclinó también la cabeza con graciosa humildad. Azara miraba al obispo como un niño podría mirar a su padre.

Entonces Temujin soltó una risotada y meneó la cabeza mirando al obispo.

-Son extrañas tus palabras, señor, sumamente extrañas para venir de los labios de un príncipe.

El obispo le sonrió.

-Yo no soy un príncipe, Temujin.

¡Conque no era un príncipe, sino sólo un sacerdote mendigo, no mejor que su propio chamán Kokchu! Su enojo aumentó contra Toghrul, que lo había humillado haciéndole sentar con un mendigo. Quizá el viejo khan creía que tal persona era suficiente para su vasallo. ¡Su vasallo! Temujin apretó los puños. Su semblante se puso purpúreo y sus ojos echaban chispas. ¡Su vasallo! ¡Llegaría el día en que el khan se inclinaría ante él y besaría sus pies!

Toghrul se volvió afectuosamente hacia su hijo adoptivo.

-Temujin -dijo con su dulce voz-, tú no comprendes. Entre nosotros, los cristianos, no hay distinciones entre los hombres. El príncipe se considera a sí mismo el más pequeño de los súbditos y sólo un hombre ante Dios. Nuestro amado obispo es hermano del emperador de China, pero cree que no es mejor que el más humilde esclavo de su hermano. Un gran general es con frecuencia menos que su más insignificante soldado a los ojos del Señor. Sólo es grande el que es humilde, bueno y lleno de virtud y bondad.

Temujin miró a todos incrédulo. Sacudió la cabeza y exclamó:

-¡Esto es una locura! ¡No he escuchado bien!

El obispo se inclinó hacia él colocando una marchita mano en su rodilla.

-Permite que te lo explique, hijo mío. Veo que sabes quiénes y qué son los cristianos. Has sacudido tu cabeza. ¿Quieres significar que sabes que se llaman cristianos a sí mismos pero no sabes por qué? Te lo diré.

»Hace doce centurias nació en una pequeña familia y vivió en un pequeño país un hombre. Pero él no era como los otros hombres. Dios lo había mandado como su mensajero de amor, caridad y merced para todo el mundo. Él llegó a nosotros no ciegamente, no sin comprensión, sino asistido por ángeles, sabiendo quién era él y por qué había venido. Vivió poco tiempo, apenas llegó a ser mayor que tú. Pero en esos cortos años dejó una cruz de luz sobre la oscura faz de la tierra. Y desde entonces el mundo nunca fue el mismo porque él le dio su sangre y lo redimió de la negrura de la muerte, y mostró a los hombres la luz del día eterno.

»Él dijo a todos los hombres: “Vosotros sois mis hermanos, mis hijos, carne de mi carne, alma de mi alma. Yo os pertenezco y vosotros me pertenecéis. Os he mostrado el camino. Seguidme y no moriréis, ni siquiera si el mundo perece y las estrellas del cielo son olvidadas”.

Temujin escuchaba boquiabierto, la copa llena de vino se inclinaba en su mano derramándose. Sus cejas se juntaron. Su expresión era de profunda incredulidad, de anonadado aturdimiento. Cuando el obispo hubo terminado, exclamó:

-¡Ése es un cuento para necios! Si un gran espíritu hubiera venido a la tierra, todos los hombres lo hubieran sabido y sólo hubiera habido una fe, alegría y paz.

El obispo sacudió la cabeza tristemente.

-No, ése no es el camino de Dios. Porque tal cosa habría destruido el libre albedrío con que todo hombre nace. Cada hombre debe encontrar su camino hacia la luz por sí mismo, tropezando en la oscuridad del mundo, en su propio viaje solitario, guiado solamente por la fe, el amor y la esperanza. Cada hombre debe emprender su propio peregrinaje porque solamente él puede salvar su propia alma.

Temujin rió burlonamente.

-¡Tonterías! ¡Sólo los hombres locos pueden creerlo! Es una leyenda para ser contada a media noche, en la oscuridad, porque a la luz del día suena ridícula y es rebatida por todas las cosas en el mundo.

-No -musitó el obispo, mirándolo con sus iluminados ojos-, al contrario. Todas las instituciones, las crueldades, las violencias, los odios, la muerte y agonía, la ignorancia y la ceguera, las monstruosidades del hombre contra el hombre, todo es rebatido y destruido por la historia de la venida de Dios.

Temujin se dijo que estaba escuchando las palabras de un loco.

-¡Ésta es la historia de un esclavo! -exclamó.

El obispo bajó la cabeza.

-La historia de un esclavo que era un rey -dijo con voz quebrada.

Temujin lo miró. «¡La historia de un esclavo que era un rey!» La actitud del obispo, su cabeza inclinada, sus humildes manos entrelazadas, su dulzura y mansedumbre eran las de un pobre esclavo. Sin embargo, podría haber sido un rey. La sangre de los más grandes reyes corría por sus venas. De nuevo el joven mongol sacudió la cabeza confundido y dijo:

-¡Si todos los hombres creyeran esto, no habría reyes, ni generales, ni gobernantes, ni guerras, ni conquistas!

El obispo levantó la cabeza y sonrió, y la habitación pareció inundarse de luz.

-Exactamente -dijo con suavidad-, ¡no habría ninguna de estas cosas!

Temujin fue poseído por un arrebato de impaciencia.

-¡Vuestra fe mutilaría la fuerza de los hombres! ¡Reduciría el mundo a una casa de esclavos sumisos! ¡Arrebataría al hombre su más grande anhelo: la guerra y la gloria! ¡Eliminaría la barba del rostro viril, destruiría la severidad de su voz! ¡Pondría los hombres a hilar y a labrar la tierra, y haría derribar las murallas de las ciudades! ¿Qué podría sobrevivir de la alegría, el regocijo y el coraje de los hombres en semejante congregación de eunucos?

El obispo lo miró como hipnotizado. El semblante de Temujin estaba lleno de fuego y poder, de indómito esplendor y violencia. El mismo aire vibraba a su alrededor. Hasta las paredes temblaban con su voz. Taliph tuvo la sensación de que sus propios miembros eran blancos y débiles, su cuerpo sin virilidad y su simiente estéril. Toghrul pensó con descarnado y acre odio: «¡Soy un hombre viejo, maldito sea yo! ¡Y maldito sea él!». Pero la dama de la litera respiraba pesadamente con lascivia. Azara miraba a Temujin con una especie de terror, como si el dorado dios hubiera empezado a exhalar relámpagos y truenos.

El obispo habló dulcemente y con tristeza:

-Hijo mío, ¿en qué crees tú?

Temujin rompió a reír con menosprecio. Levantó el puño cerrado.

-En mí mismo. ¡Y en lo que hago! ¡Creo en la energía y la fuerza, en el poder y la conquista! ¡En la estupidez de los hombres, en su odio y su codicia, en su incapacidad para pensar! ¡Creo que los hombres han sido creados para conquistar, y que en su conquista sienten una voluptuosa entrega y adoración por su conquistador! ¡Sólo el que es fuerte puede dirigir a los hombres! ¡Sólo el que puede esgrimir la espada es digno de tener adoradores! Los hombres merecen un dios fuerte, no uno escurridizo como un cordero recién nacido.

El obispo, palideciendo, dijo con voz dolorosa y el rostro contraído:

-¿Y no tienes interés por el alma de los hombres?

-¿Qué alma? -gritó Temujin-. Yo me intereso por el cuerpo fuerte del hombre, por su brazo y por su intrepidez. Más allá de eso no hay nada.

Entonces el obispo preguntó con creciente pesar:

-¿Qué deseas tú, hijo mío?

Temujin esbozó una sonrisa terrible.

-¡El mundo!

Taliph se cubrió la boca con una mano para ocultar su sonrisa. Toghrul suspiró inclinando la cabeza como un anciano padre de hijos turbulentos cuyas opiniones debía repudiar. La dama de la litera se rió levemente. Pero Azara miraba a Temujin con el corazón en los ojos, de nuevo oyendo sólo su voz.

Y el obispo lo miraba también con semblante pesaroso y una especie de horrorizada comprensión. Era como alguien que afronta una aterradora revelación demasiado terrible para la vista de los hombres. Cerró los ojos y se estremeció. Habló con los ojos aún cerrados:

-¡Y lo tendrás! He tenido una visión, y ante ella me siento herido y clamo ante Dios: ¿Por qué has querido tú estas cosas? ¿Por qué afliges así a tus hijos? Veo la tierra desolada y devastada. Veo las murallas de las ciudades caer, las ciudades envueltas en llamas, el mundo lleno de dolor, desesperación y ruina, y enormes hordas oscuras. Y más allá de esas hordas, otras, interminables, eternas con los caballos herrados con la muerte y las espadas envainadas en fuego, arrasando el mundo, cabalgando hasta que el último hombre caiga en agonía y ya no se levante.

Elevó las manos y con voz llena de terror y angustia exclamó:

-¿Por qué has permitido esto, Señor? ¿Por qué has creado estos monstruos del vientre de la oscuridad, lanzándolos sobre la inmaculada y desamparada tierra? ¿Por qué los has dejado cabalgar sobre nuestros corazones?

Su voz llenaba la habitación. Los sirvientes miraban al anciano desde los rincones, incapaces de moverse. Taliph contemplaba al obispo como a un loco. Toghrul sonreía levemente, meneando la cabeza con secreta satisfacción. Pero Temujin, atrozmente ceñudo, miraba al obispo y se mordía el labio, creyendo que el chino se mofaba de él y que por momentos estallaría en burlona risa, a la que todos se unirían.

Entonces el obispo dejó caer las manos lentamente. Su rostro blanco como la muerte se ensombreció de disgusto y sufrimiento. Dejó caer la cabeza sobre el pecho. Parecía estar escuchando algo.

Comenzó a hablar de nuevo. Su voz baja y débil ganaba fuerza lentamente.

-¡Oigo tu voz, oh, Cordero del Señor! ¡Débilmente la oigo! Pero se hace más fuerte y cercana. ¡Oigo tus palabras! ¡Porque la tierra es tuya hasta la eternidad, aunque rojos chacales aparezcan en cada centuria para saquear, desgarrar y matar, dejando desolación en las almas de los hombres! ¡Tú dices que hasta el fin de los tiempos la tierra es tuya! ¡Eternamente, para siempre! ¡Ellos no la conquistarán! -levantó la cabeza, lleno de misterioso y sobrenatural regocijo. Sus ojos resplandecían como el sol-. ¡Porque la tierra es del Señor! ¡La tierra es del Señor! ¡Para siempre y por siempre, la tierra es del Señor!

Alguna fuerza mística parecía sostenerlo. Elevó los brazos. Parecía escuchar una terrible voz que venía del caos del espacio y el tiempo.

Se volvió y, antes de que nadie pudiera moverse, abandonó la habitación como un fantasma. Lo observaron irse, inmóviles, con la mirada clavada en él, incrédulos.

Entonces, uno a uno comenzaron a mirarse. Taliph sonrió y luego soltó una carcajada. Señaló con un delicado dedo a Temujin.

-¡Mira lo que has hecho a nuestro santo y cristiano príncipe, Temujin! ¡Tú, rojo chacal maullador! ¡Pero sólo veo salsa sobre tu mentón y una mirada idiota en tus ojos!

La dama rió. Toghrul sonreía ociosamente y sacudió la cabeza. Pero Azara no sonreía. Se puso de pie y la esposa de su hermano la imitó. Azara abandonó la habitación y la dama se vio forzada a seguirla. Los hombres la observaron irse. Después, Taliph rió de nuevo ruidosamente.

Temujin echaba fuego por los ojos. Tenía la sensación de que de alguna forma se habían burlado de él y anhelaba venganza. Pero cuando vio que Taliph sólo se divertía y que el khan Toghrul sonreía perdonando, su ira se apaciguó.

Comenzó a reír, al principio ásperamente y por último con regocijo y diversión.