Capítulo 60

A JAmuga no le agradaba el pequeño Juchi porque se parecía mucho a Bortei, con sus hundidos ojos grises y su gruesa boca roja. Además era arrogante e intolerante, exigente e irritable. Parecía el favorito de Temujin, a pesar de todas las dudas sobre su nacimiento, porque era un chico intrépido y hermoso. Y pese a que todavía era un niño, insistía en montar caballos ariscos a los que fustigaba con crueldad.

Pero el solitario Jamuga, mientras buscaba desesperadamente una escapatoria, aunque sin intentar nada, amaba a los tres niños menores de Temujin: Chutagi, Agotai y el más pequeño, Tuli, todavía sólo un bebé en brazos de su madre. Estos cuatro chicos eran los hijos de Bortei. Los hijos de Temujin de sus otras esposas, hermosas mujeres turcas, naimanes, merkitas y uigures, eran tratados por su padre con indiferencia cariñosa e indulgencia. Los hijos de Bortei eran los amados de su corazón. Amaba sus ojos grises o azul verdoso, en especial a Tuli, porque el bebé tenía un brillante cabello rojo dorado y una dulce risa.

Fue el desventurado Jamuga el que enseñó a Chutagi y Agotai el arte de montar en un carnero, aferrando la sucia lana con sus pequeños dedos. Mientras vigilaba a los dos pequeños muchachos montar en los cerriles animales de lado a lado y gritando con alegría, sonreía tristemente recordando los días en que él y Temujin montaban así, riendo con gran camaradería. Fue Jamuga el que les enseñó a cantar. También les enseñó a defenderse con los puños, a luchar aplicadamente y a lanzar una lanza con precisión.

Algunas veces se preguntaba por qué Bortei, su vieja enemiga, permitía a los niños estar tanto con él. No sabía que eso se debía a una orden de Temujin. A veces cargaba a Tuli sobre sus hombros, con los dos niños mayores caminando a su lado, y los llevaba al río para enseñarles a nadar. Todavía célibe y sin hijos, encontraba un doloroso regocijo en el contacto con esos niños y en el afecto que le profesaban. Les cantaba historias y les daba sabios consejos, más allá de sus capacidades intelectuales. Chutagi y Agotai escuchaban respetuosamente, porque ese pálido caballero era el hermano juramentado de su padre. Pero apenas comprendían. Tuli gorgoteaba en los brazos de Jamuga, hurgando con los deditos en sus ojos y boca, encogiéndose con alegría ante los suaves mordiscos y gruñidos de Jamuga.

Kurelen observaba todo esto con tristeza. Una vez dijo a Jamuga:

-Ya no eres muy joven. ¿Por qué no te casas y tienes tus propios hijos?

Y Jamuga le respondió:

-No puedo casarme ni engendrar hijos, porque soy sólo un pusilánime esclavo. Cuando me escape, cuando sea libre, entonces tendré paz, una esposa e hijos.

Kurelen contó esto a Temujin. Él sabía que sólo había silencio entre los dos hombres, que ambos se evitaban y que Jamuga nunca era invitado a los consejos de los nokud, de los orkhons y de los jefes. Tampoco se le invitaba a las fiestas. Lo peor era que permanecía en casa, vergonzosamente, durante las incursiones y las batallas. Sólo Kurelen veía la tristeza y desdicha de su expresión cuando observaba a Temujin en la distancia. Sólo Kurelen sospechaba que a pesar de su paciencia, Jamuga no era un hombre sumiso, y temía el momento en que la paciencia se quebrara y Jamuga estallase.

De esta manera, Kurelen dijo a Temujin:

-Has sido cruel y despiadado con Jamuga. Él nunca te ha mentido, ni te ha adulado por sus propios fines, ni te ha reverenciado como un esclavo. No puedo creer que lo odies a pesar de lo que eres. Permítele irse.

Temujin escuchó con semblante oscuro. Luego dijo:

-¿Irse? ¿Dónde puede irse?

-Déjalo retornar al pueblo de su madre, los naimanes. Tienes una enorme tribu naimán conquistada y bajo tu bandera, que te es leal. Permítele ser tu nokud, el jefe de esa tribu.

Temujin resopló:

-¿Para que predique la traición entre ellos?

-Él nunca predicará traición. Esa tribu es muy tranquila, compuesta en su mayoría por pastores pacíficos y dóciles. Él estará en su casa con ellos, mientras que aquí nunca lo está contigo. Déjalo tener paz. Su único crimen contra ti es que te estima como ningún otro te ha estimado.

-¡Pero es un tonto! -exclamó Temujin impaciente. Su semblante estaba más sombrío que nunca, como con dolor e incertidumbre.

-No es un tonto, Temujin. Sólo tiene ideas que te resultan extrañas. Esas ideas serán anodinas entre los naimanes. Permítele irse. Sabes lo bravo que es. Si lo necesitas, él responderá con júbilo y sin egoísmo.

Temujin no prometió nada. Pasó largo tiempo y Kurelen pensó que lo había olvidado.

Mientras tanto, cientos de otros clanes se unieron al estandarte de Temujin. No había ya nadie más fuerte en el Gobi ni con mayor influencia, excepto el khan Toghrul. A causa de su fuerza y su protección, la ruta de las caravanas estaba repleta y su riqueza aumentaba. Su nombre era mágico en las regiones áridas y el desierto.

Cada caravana traía cartas llenas de lisonjas para él del khan Toghrul. Se hacía leer las cartas y luego, con un juramento, las escupía y arrojaba al fuego. Cuando lo hacía, su semblante se tornaba demoníaco, como el de un loco. Miraba hacia el este, moviendo los labios en silenciosas imprecaciones.

Por entonces, Jamuga había sido despojado de todo poder silenciosa e implacablemente. Vivía solo en su tienda, atendido por una anciana de la familia de su madre. Él creía que había sido completamente olvidado y cada día su desesperación y desesperanza aumentaban. Aunque todavía joven, se veían hilos de prematuro gris en su cabello claro y dos profundos surcos habían aparecido a los lados de su paciente y rígida boca.

Un día recibió una llamada de Temujin. Temblando y confundido, se dirigió a la tienda del khan. El corazón le latía de pavor, pero sus maneras eran tranquilas. Encontró a Temujin solo, recostado en su canapé, bebiendo té caliente. Le sonrió con tanto afecto que Jamuga se detuvo mudo, incapaz de moverse. Con un ademán, Temujin lo invitó a tomar asiento a su lado. Silenciosamente, Jamuga obedeció. Su labio inferior temblaba.

Temujin llenó una taza humeante para Jamuga.

-Una bebida vil pero sin alcohol -dijo sonriendo. Sus ojos de color gris verdoso empezaron a suavizarse hasta el tenue azul. Su espeso cabello rojo parecía crujir en la cabeza, por su vitalidad.

Jamuga bebió. La infusión quemó su garganta. Apenas podía controlar su temblor. Temujin lo observaba con amable y afectuosa sonrisa.

-Necesitas una familia y poder, Jamuga -le dijo.

-Yo no necesito nada -repuso Jamuga en voz baja e inflexible. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Apretó los dientes para dominar su emoción.

Temujin se inclinó hacia él y apoyó una mano en su hombro. Observó el rostro de Jamuga y lo que vio pareció divertirle, pero sin malicia y aun con compasión.

-Me has abandonado, Jamuga -dijo alegremente.

Pero Jamuga, con su rígida integridad herida, no pudo aceptar esto. Guardó silencio e inclinó la cabeza mirando al frente con los labios apretados.

Después de un momento, Temujin apartó la mano. Hubo un corto silencio. Jamuga sabía que debía enderezarse, que debía mirar a Temujin con su vieja franqueza, aceptando la disposición de ánimo de su hermano juramentado. Pero no podía. No sabía cómo disimular o aparentar.

Temujin habló de nuevo, superficial y fingidamente:

-Digo que necesitas una familia, una esposa o esposas. ¿No hay ninguna mujer que te tiente?

-No -murmuró Jamuga y de nuevo sintió el peso de las lágrimas en sus ojos.

-Sin embargo, amas a los niños.

Jamuga guardó silencio.

Temujin empezó a comer. Su manera de masticar era demasiado evidente. Estaba intranquilo y, la verdad sea dicha, turbado y algo avergonzado.

-He pensado sobre el asunto, Jamuga. He decidido hacerte nokud de una de las tribus naimanes. Gente tranquila, pacífica, pastores en su mayoría.

Jamuga levantó la cabeza asombrado. El corazón empezó a latirle con fuerza. El color volvió a su pálido semblante. Miró a Temujin, que parecía absorto en arrancar la carne de un pequeño hueso.

-Sí -dijo Temujin moviendo la cabeza-. Creo que serás un excelente jefe. Y ése es el pueblo de tu madre. El actual nokud es un anciano que chochea. Sé que puedo confiar en tu discernimiento y discreción. -Miró a Jamuga-. ¿Qué piensas tú?

-Yo sólo puedo obedecer y darte las gracias -dijo Jamuga con labios temblorosos. El color era intenso en sus mejillas. Parecía un hombre al que se le promete la vida después de una amenaza de muerte.

-¡Muy bien! -exclamó Temujin-. Sabía que me obedecerías sin objetar. -Hizo una pausa-. Jamuga, yo nunca he olvidado que eres mi hermano juramentado.

Jamuga sólo pudo mirarlo sin hablar.

Temujin no pudo soportar su mirada. La vergüenza lo aplastó. Volvió la cabeza. No podía soportar la vista de semejante cariño, de semejante humildad y regocijo. Su duro corazón se retorcía en su pecho.

-Mañana elegirás tus sementales y contigo irán cien hombres de tu elección.

Se acercó a un taburete en el que había un cofre de bronce. Lo abrió, sacó un gran anillo de oro que tenía engarzada una piedra rojo oscuro. Puso el anillo en el dedo de Jamuga, sonriéndole mientras lo miraba a los ojos.

-Nunca te olvidaré, Jamuga. Éste es mi obsequio para ti. Úsalo hasta tu muerte y légalo a tu primer hijo. Es un talismán. Si me necesitas en cualquier momento, envía un mensajero y estaré a tu lado enseguida.

Jamuga miró el anillo. Trató de hablar pero, para su vergüenza, rompió a llorar.

Al día siguiente, el campamento bullía de excitación por las novedades. Bortei estaba furiosa y le espetó a Temujin que estaba dando poder a un traidor. Pero Houlun, a despecho de la humillación que había sufrido hacía mucho a manos de Jamuga, apoyaba a su hijo vigorosamente. Kurelen estaba satisfecho.

Temujin organizó una gran fiesta en honor de Jamuga, que se sentó a su derecha, con el anillo de Temujin en su dedo. Tenía el semblante lleno de júbilo y paz.

Fue la última vez que se sentaría así, la última vez que se mirarían así.

Años más tarde, Temujin lo recordaría con terrible pesar y tristeza.