Capítulo 67
YESI, asustada, habló a su esposo.
-Ese hombre es un hombre aciago. Habla palabras razonables, comprensivas y nobles. Sin embargo, no las tiene en su corazón. Desea tu ayuda porque teme y no porque busque el bienestar de los hombres.
Jamuga, que había palidecido, perturbado durante días, tuvo que admitir la sabiduría de las palabras de su esposa. Contempló sus claros ojos azules, tan inocentes y llenos de angustia por él, y sintió un tormento de amor por ella.
-Tienes razón, amada mía -respondió suavemente-. Sin embargo, aunque él no tiene bondad en su alma, ha dicho la verdad. El tigre está suelto. Debemos enjaularlo o destruirlo.
Yesi dijo tranquila:
-Ese tigre es tu hermano juramentado.
El semblante de Jamuga se demudó.
-¡Lo sé! -exclamó apretando los puños-. ¡Lo sé! Pero es también un tigre.
-Él ha sido bueno contigo, mi señor.
-¡Lo sé! Sin embargo, es un monstruo. -Tomó la mano de su esposa, implorante-. Yesi, mi amor, ¿querrías que yo le acompañase en su cruzada contra el mundo?
Yesi se estrechó atemorizada contra él.
-¡No, mi señor! Sólo pienso en ti. Si Temujin sabe esto, te matará en el acto.
Él la rodeó con sus brazos tiernamente.
-Lo sé. Sólo tengo dos elecciones: unirme al monstruo o ayudar a detenerlo. Tú sabes lo que debo elegir. Todo lo demás debe ser olvidado. -Suspiró-. ¡Preferiría no haberte conocido nunca y que no me hubieras dado hijos! Ahora temeré por tu suerte si soy abatido.
Ella vio su sufrimiento. Sólo deseó tranquilizarlo y le sonrió con apasionado amor.
-¡No serás abatido! Dios está en sus cielos todavía, y él no permitirá que la bondad, la dulzura y la paz desaparezcan de la tierra. Tú triunfarás, mi amado. Tú derrotarás al maligno.
Él pensó: «Debo tener fe en esto».
Jamuga fue en su caballo hasta un espacio abierto cercano al río. Mientras cabalgaba, tuvo de nuevo la sensación de su dolorosa soledad y amarga espera. Durante muchos años había cabalgado así, imaginando a Temujin conversando a su lado, como habían cabalgado y conversado siempre en su juventud, comprendiéndose por medio de la palabra o a veces sólo con la mirada. Esos años de cabalgar en solitario no habían sido en vano, porque él solía hablar mentalmente con su hermano juramentado y todas las viejas incomprensiones desaparecían. Pero hoy cabalgaba verdaderamente solo. No había sombra de compañía con él. Nunca había estado tan solo, tan solitario. Era como una amputación física que sangraba y dolía. La deplorable realidad le llegaba: una muerte había tenido lugar, alguna persona amada había muerto y en consecuencia llegaba para él una indecible soledad y pérdida.
No estaba ya encolerizado con Temujin. Las facciones del monstruo habían desaparecido, quedando sólo el semblante de su hermano juramentado, joven, alegre, violento, vehemente y generoso. Pensaba en Temujin como se piensa en un muerto. La criatura que había tomado su lugar era un enemigo, tan enemigo de Temujin como de él mismo.
El corazón le dio un vuelco. Sus ojos contemplaban ciegos la verde corriente del río y el trigo dorado.
«¡Oh, Temujin! -exclamó silencioso-, ¿dónde estás? ¿Por qué me has dejado abandonado y solo, sin poder ya verte ni oír tu voz? Nunca más dormiremos bajo la misma manta, bajo las estrellas. ¡Nunca más me sonreirás y me llamarás tu amigo! Tú has muerto. El mundo está vacío y quebrado. Es un desierto donde nada crece.»
Luego pensó en las cosas que debía hacer. Alguna presciencia le decía que la muerte sería su recompensa y que todo lo que había realizado caería en ruinas.
Pero con seguridad, pensó con repentina fuerza y coraje, la esperanza, la paz y el amor no morirían, no, aunque la oscuridad y la furia llegaran, ellas vivirían. Está en la naturaleza del mundo que aunque la tormenta se desate, aunque el volcán derrame su lava sobre los viñedos, aunque el invierno ennegrezca las praderas, hay una primavera de la tierra y del alma, y todas las cosas se levantan y florecen de nuevo.
«Ésta debe ser mi fe, la fe de todos los hombres», pensó. De otra manera, la tierra y todos los pueblos morirían para siempre y Dios mismo se convertiría en una sombra.