Capítulo 38
JAMUGA no era el único que se preguntaba por qué Temujin hacía ese largo viaje para asistir a la boda de Azara, la hija del khan Toghrul, con el califa de Bojara. Chepe Noyon especulaba cínicamente y Kasar con simple aturdimiento. Chepe Noyon no se engañaba: la rubia Azara era la estrella guía que arrastraba al susceptible Temujin, y eso lo alarmó. ¿Qué buscaba Temujin? ¿Qué pretendía conseguir?
Temujin también se lo preguntaba. Se zahería y se ridiculizaba, pero sólo en los escasos momentos en que olvidaba los encantos de Azara. La verdad era que no podía resistir el impulso que lo arrastraba hacia la muchacha. Sus pasiones eran breves y violentas, y ésta era la más indómita y la más violenta que había experimentado nunca. Cuanto más se aproximaba a las ciudades keraítas, más frenético se ponía y todos sus pensamientos y deseos, el latido de su corazón y su pulso, su alma y su mismo aliento se enmarañaban como moscas impotentes en la telaraña del pálido cabello rubio de Azara. En nada podía pensar. Era como un hombre que se muere de sed, que no ve desierto a su alrededor, ni valles ni colinas, y es consciente no de su propio ser, sino sólo de su deslumbrada visión fija en un distante oasis. Veía el semblante de Azara en todas partes, oía su voz en todos los vientos. Cuando el cielo se tornaba rosa en las puestas del sol, veía sus labios. Su ansia por ella lo consumió tanto que apenas podía hablar, hundiéndose en una profunda acrimonia y silencio que nadie podía romper.
Temujin no era un hombre que planificase sus pasos por adelantado. Sus objetivos estaban en la distancia y se sentía contento de aproximarse a ellos hora a hora y confiaba en que las circunstancias, el destino y la suerte lo ayudaran y guiaran cuando llegase el momento de alcanzarlos. Los detalles no le preocupaban. A lo largo de su vida, todas las ciudades que conquistó aparecían sencillamente ante él en una colina, brillando gloriosas pero indefinidas, y le bastaba con cabalgar hacia ellas implacablemente, acorazado con la suerte, el deseo y la implacabilidad, y esperar hasta estar en las mismas puertas antes de planear el asalto definitivo. Así nunca se desgastaba por adelantado, llegando en el último momento fresco, entusiasta e irresistible. Tampoco era estorbado ni distraído por planes previos y sabía sacar ventaja de cada nueva circunstancia que se le presentaba y que nunca podría haber previsto. Los historiadores dirían más tarde que todas sus campañas eran planificadas con antelación hasta el último detalle, pero eso no era verdad. Como todo gran hombre, intuía vagamente el glorioso futuro, pero sólo se ocupaba de las batallas inmediatas, confiando en que el destino lo encaminase a la próxima, luego a la siguiente, más cerca a cada hora de la victoria final. De esta manera, el elemento sorpresa era básico para él y para los demás. No sabiendo lo que haría mañana, sus enemigos tampoco podían saberlo.
Una vez Kurelen le había dicho: «El que hace planes para mañana es enteramente tonto, pues al hacer sus cálculos omite el factor humano, lo que siempre lo frustrará, desbaratando sus planes. Además el Destino es un bribón de muchas caras y se deleita en presentar al planificador nuevos laberintos y nuevos pasos que su plan no había soñado que existieran».
No sabía lo que haría cuando llegara al palacio de Toghrul, pero sabía que debía ver a Azara, que debía estrecharla en sus brazos, que debía poseerla. El final se demoraba ante él a causa de sus velos, pero conseguiría desgarrar y apartar esos velos y conquistarla a su completa satisfacción, aunque en este momento no sabía cómo. Pero eso tampoco lo afligía demasiado. Si el Destino era un bribón, también podía ser una mujer caprichosa que amaba al hombre temerario.
Y él no sólo era temerario, sino también valiente. Nunca dudó de que en el fondo era irresistible.
Marchaba delante de sus camaradas y guerreros, con su gruesa casaca marrón hinchándose por los fríos ventarrones. Su gorro de piel de zorro en la cabeza, la lanza en la mano y sus ojos verde azulado fijos al frente. No notó el largo y escabroso viaje. Por la noche apenas dormía. Era como un hombre fascinado mortalmente. Su estado de ánimo contagió a quienes lo rodeaban.
Se cruzaron con varias caravanas y Temujin iba a su encuentro con altanería y arrogancia porque sabía que estaban bajo su protección y que llevaban obsequios para él. Los encargados, viendo a los mongoles cabalgar hacia ellos, se asustaban al principio, pero estallaban en júbilo cuando los reconocían. En esas ocasiones los mongoles eran recibidos como príncipes. Comían y bebían hasta embrutecerse y los jefes los honraban servilmente.
Entre los obsequios había un collar de relucientes discos de ónix engarzados en una cadena de brillante oro claro y perlas. Había también un brazalete. Tan pronto como Temujin los vio, le recordaron a Azara con sus ojos negros, cabello de oro y pequeños dientes blancos. ¡Se los ofrecería a ella personalmente! Tomó el estuche de oro forrado en seda blanca que los contenía, dejándolos caer lentamente entre sus dedos. Le resultaron templados y voluptuosos al tacto. Los besaría una y otra vez, con creciente pasión y doloroso deseo, sorprendiendo la oscura luz de la lámpara sobre los relucientes discos negros, observando los reflejos del fuego sobre la redondez lustrosa de las perlas. Le parecían cosas vivientes, las poseedoras de su amor, la cristalización de su adoración por Azara. Algún alivio a su quemante tormento caía sobre él mientras dormía con ellas contra su pecho y sus labios.
Pero cuando llegó a la gran ciudad keraíta, estaba pálido y ceñudo, decidido a alcanzar su propósito. Sentía que ni siquiera la muerte podría frustrarlo. Y estaba seguro de que, de alguna forma, Azara conocía el propósito de su visita y que lo esperaba tan deseosa y apasionada como él.
Era bien entrado el mediodía cuando Temujin y sus guerreros entraron en la ciudad. Temujin había visto aldeas más pequeñas, pero no ciudades como ésta. Cuando pasó a través de los pórticos, se sonrió ante lo que le pareció una multitud sin fin recorriendo febrilmente los extraños comercios de los hombres de la ciudad. Repiqueteaban los cascos de su caballo a través de las sinuosas calles, con sus fétidas cunetas y bajos, las blancas casas de techos chatos con sus jardines y la gente que lo miraba con la extrañeza. La multitud retrocedía hasta las paredes para dejarlo pasar con sus guerreros, admirando su porte, sus caballos, sus lazos de cuerda y sus espadas, pero también se sonreían al ver su rusticidad, los rostros bronceados y el olor acre que despedían. Ellos estaban más acostumbrados a los bárbaros que éstos a las ciudades, y en consecuencia su aspecto no les inquietaba. Difícilmente pasaba una semana sin que algún jefe del desierto hiciese una visita de cortesía y lealtad al poderoso khan Toghrul. No obstante, nunca habían visto uno con tal semblante, tales ojos y cabello como Temujin, que levantaba comentarios a su paso.
Temujin, aunque despreciaba a los hombres urbanos y a todas las cosas que ellos encarnaban, estaba sin embargo levemente turbado por la enormidad de la ciudad y la gente elegante que la habitaba. De repente pensó en lo que él debía de parecer a sus ojos, con su rústica casaca marrón, el gorro de piel de zorro y la espada desnuda. De modo que, con la mirada fija y penetrante, iba a la cabeza, afectando despreciarlos, encabritando su caballo y bramando encolerizado cuando alguna litera de cortinas de seda se cruzaba repentinamente en su camino. Una vez un séquito extraordinariamente grande atendido por eunucos le salió al paso. Las cortinas color escarlata, bordadas con medias lunas, estaban caídas. Delante de los eunucos iban dos delgados jóvenes con túnicas de seda escarlata y campanillas de oro que sacudían imperiosamente. Avanzaban con arrogante insolencia y Temujin se apartó a un lado haciendo ademán a sus seguidores de que lo imitasen. Cuando la litera estuvo frente a él, las cortinas fueron discretamente apartadas y el alegre y delicado rostro de una dama se asomó. De tez blanca, ojos negros y cabello azabache esmeradamente peinado, el velo que le cubría el rostro no ocultaba sus facciones ni las provocativas sonrisas y miradas que dirigió al joven mongol. Temujin la miró sin poder evitar devolverle la sonrisa, que fue un ardiente tributo para él. Observó la litera hasta que se perdió de vista, íntimamente complacido y especulando ociosamente acerca de la dama, que desde luego no sería inabordable.
Temujin se sentía de muy buen humor cuando llegó al pórtico del palacio. Alguna presciencia le aseguraba que volvería a ver a la delicada dama. Tenía la sensación de que ella se ocuparía de que así fuese.
Él y sus acompañantes fueron recibidos con cierto asombro por los cortesanos, quienes aparentemente no estaban preparados para un séquito tan numeroso. Se le informó por un arrogante mayordomo que él y posiblemente sus paladines, Chepe Noyon y Kasar, serían albergados en un aposento especial del palacio, ya preparado para ellos. Pero los guerreros serían alojados fuera, en una habitación próxima. Mientras ofrecía esta información con acentos lánguidos, el mayordomo arrugaba su exquisita nariz y manoseaba la cadena de oro que lucía en el pecho.
Temujin miró alrededor. Estaban en un gran patio embaldosado con blanca piedra pulida ribeteada con césped, flores, palmeras y numerosas fuentes. Aquí el aire era más balsámico que en el desierto, llevando la esencia de miles de deliciosas flores. Más allá del patio y de los exuberantes jardines estaba el palacio, blanco, resplandeciente y espléndido. Temujin estaba estupefacto ante tanto lujo y belleza, y enormemente excitado. Bajó de su caballo lanzando las riendas a un sirviente que las recibió con destreza. El mayordomo se volvió apretándose la nariz con dos dedos. Chepe Noyon sonrió, pero Kasar se puso furioso. Cuando bajó de su caballo, la mano le temblaba sobre el puño de la espada.
El mayordomo, caminando delante desdeñosamente, los condujo hacia el palacio. Temujin y los suyos lo siguieron por largos pasillos blancos, cuyas abovedadas entradas estaban discretamente protegidas con cortinas azules, escarlatas o amarillas bordadas con cruces, las medias lunas musulmanas y estrellas. Esta alegre intimidad entre los símbolos de dos odiadas religiones pasó inadvertida a Temujin. Pero no así a Chepe Noyon, que la encontró intrigante. Algunas entradas estaban abiertas y revelaban fugaces jardines verdes y estanques azules al caliente cielo de mediodía. Al otro lado de las cortinas había un rumor de suaves risas y voces de mujeres, y a veces compases de música ligera tocada en flautas e instrumentos de cuerda. En ocasiones podía oírse el ronco chillido de los loros cuando una muchacha los molestaba. El aire era fresco y el ambiente, poco iluminado y matizado con centelleantes reflejos. El suave suelo blanco tenía pequeñas y floreadas alfombras persas y turcas color carmesí. Por todos lados flotaba la fragancia de flores, de exóticas esencias y el lánguido olor de especias. Y en todas partes, aun en la tranquilidad del mediodía, se oía el murmullo de la confortable vida de palacio y el invisible ir y venir de una multitud de sirvientes. Cada diez metros, corpulentos eunucos negros desnudos hasta la cintura, con turbantes y espadas, permanecían de pie como estatuas en guardia. Todos eran de mejillas planas, adornaban sus orejas con aros de oro y anchas bandas doradas en los brazos, y calzaban sandalias enjoyadas.
La luz tenue, y sin embargo centelleante, brillaba en los húmedos vientres y suaves pechos sin vello, en los cinturones enjoyados y los pantalones de seda pródigamente bordados. Sus ojos, fijos y remotos, no parecían ver a Temujin y sus acompañantes; sin embargo, daban la impresión de astutos y celosos vigilantes.
Por último, las voces de las mujeres quedaron atrás. El mayordomo se detuvo en una gran entrada, apartando las espesas cortinas de seda con guardas bordadas. Temujin y sus camaradas se encontraron en un hermoso y fresco aposento de paredes y suelo blancos, canapés de seda y mesas chinas. Paneles carmesí de seda bordada aparecían a intervalos en las paredes. El suelo estaba cubierto con pequeñas alfombras de brillantes colores. Las ventanas daban a jardines verdes y brillantes. Inmóviles y con los brazos cruzados sobre el pecho, tres sirvientes con atuendos azul y escarlata esperaban para servir a los huéspedes.
Con una exclamación de placer, Temujin se sacó el gorro y lo lanzó sobre una mesa. Se aflojó el cinturón con un suspiro de alivio y se dejó caer ruidosamente en un blando canapé, extendiendo las piernas con sus rústicas botas de piel de ciervo. Chepe Noyon se sentó en otro canapé y abrió una cajita de golosinas. Kasar se sentó tímidamente sobre unos almohadones. Los sirvientes empezaron a llevar fuentes esmaltadas cargadas de frutos, carne y pan blanco, así como jofainas con agua y finas toallas blancas. En el agua, ligeramente perfumada, flotaban pétalos de rosas. Botellones de cristal y plata con vino fueron colocados en las mesas.
Temujin se sentó rascándose la cabeza. Se lavó las manos y las secó con una toalla. Torció el gesto desdeñosamente.
-¡Qué lujo! -exclamó-. ¡No es de extrañar que los hombres de la ciudad sean blandos!
Chepe Noyon enarcó las cejas. Sabía que Temujin sólo trataba de impresionar a los sirvientes de expresiones inescrutables, pero éstos no dejaron traslucir ni en la mirada ni en el gesto que estaban impresionados. Sólo las ventanas de la nariz se les notaban trémulas. En cuanto a Kasar, se sentía desventurado. Miró ceñudo a un sirviente que le ofrecía una jofaina con agua y bruscamente la rehusó. Pero Chepe Noyon lavó sus manos y luego bebió vino con delicadeza; sus hoyuelos iban y venían en su rostro alegre.
-Yo he nacido para esto -declaró, tendiendo una copa para que un sirviente la llenara-. Deseo fervorosamente que puedas proporcionarnos cosas como éstas a todos nosotros, señor.
Temujin repuso desdeñosamente:
-Nunca me he interesado por lujos estériles.
Chepe Noyon lo miró y supo que decía la verdad, por muy impresionado que estuviera por aquel lugar.
-No, nunca me ha interesado -añadió Temujin-, ni lo he deseado. Prefiero el viento y el desierto. Allí uno no es un eunuco, ni en cuerpo ni en alma. Pero te prometo que conseguiré todo esto para ti si lo deseas. -Se rió-. No comprendo ese deseo.
Chepe Noyon lo miró plácidamente.
-Yo lo deseo. Prefiero un canapé blando a uno de tierra y crin de caballo. Prefiero este buen vino especiado al kumiss. Mi estómago responde con gratitud a este sabroso pan blanco en lugar de mijo hervido y mendrugos. Además, mi cuerpo anhela seda en lugar de áspera lana. Creo también que preferiría una mujer perfumada a una de nuestras toscas mozas. Los hombres de la ciudad son menos directos en el amor, se dice, pero más sutiles.
Temujin se encogió de hombros.
-Si no te conociera tan bien, Chepe Noyon, diría que no eres un guerrero.
Chepe Noyon rió.
-No creo que un hombre sea menos guerrero por preferir las fragancias a las pestilencias, señor. Ni menos diestro para matar si después de la batalla se deleita con dulce música, una delicada mujer y la suavidad de un canapé de seda.
Kasar refunfuñó:
-Yo prefiero el viento libre, la luna del desierto y la montura.
Temujin, que había empezado a pasearse de un lado al otro como un felino, se detuvo al lado de su hermano y le golpeó el hombro rudamente.
-¡Hablas como un verdadero guerrero, Kasar, y no como un libertino, como nuestro Chepe Noyon! -Se rió sonoramente.
Dejose caer de nuevo en un canapé y comió con fruición. En el alto techo blanco se reflejaban las temblorosas sombras de los árboles del jardín. La música y la débil y lejana risa de las mujeres era transportada por la brisa. Los sirvientes los atendían discretamente y el confuso rumor de la vida del palacio los rodeaba como el murmullo de abejas satisfechas.
Las cortinas se separaron y entró un eunuco. Se dirigió a Temujin, que estaba bebiendo.
-El señor Taliph, hijo del khan, desea la presencia del noble Temujin cuando se haya repuesto lo suficiente.
Temujin se sentó enjugándose la boca con la manga, desdeñando la toalla que apresuradamente le ofreció un sirviente.
-¡Ajá! -dijo.
Se puso de pie y se ajustó el cinturón. Se alisó el rebelde cabello rojo con las manos. Miró a Chepe Noyon, holgazán y fresco en su canapé, y se rió.
-Bebe a placer, Chepe Noyon, y duerme. Y tú también, Kasar. Yo voy a presentar mis respetos.
Kasar, ansioso, se levantó deprisa y dijo:
-Iré contigo, mi señor, para protegerte. Uno nunca conoce bastante a estos hombres de la ciudad.
Pero Temujin negó con la cabeza.
-No, quédate con Chepe Noyon. Protégelo a él e impide que se vaya de excursión en busca de mujeres, violando la hospitalidad del khan. No, Kasar, lo deseo así. No protestes.