Capítulo 5

YESUGEI celebró su triunfo y el nacimiento de su hijo con una gran fiesta, y su pueblo lo celebró alegremente con él. La vida era áspera para ellos, pero las inmensas estepas, las terriblemente vacías llanuras, las rojizas y brillantes colinas, los desiertos tan secos y descoloridos como la barba de un viejo, los vientos y las tormentas, los truenos y las tierras estériles, el hielo y las tempestades eran su mundo. No conocían hogar fijo, viajaban con las estaciones, huyendo de los fuertes vientos y las nevadas furiosas de los terribles inviernos. Huyendo de los veranos de sequías y arenas, del calor del desierto y sus tormentas. El hambre era el espectro que se sentaba con ellos en cada comida. No importaba lo suculenta que ocasionalmente pudiera ser una. La comodidad y la seguridad de los hombres de la ciudad no era de ellos. Con frecuencia se acercaban a la gran muralla que protegía al pueblo de Catay de su bárbara influencia, pero pocos, excepto los comerciantes, entraban jamás dentro de ese guardián de piedra. A veces estas hordas acampaban fuera de las murallas y miraban con envidia a los hombres obesos que iban y venían en sus tareas. Acampaban allí, desconsolados, cuando los campos de pastoreo estaban áridos, los rebaños y los caballos habían muerto y ellos se frotaban sus magros y vacíos vientres llenos de odio hacia los hombres de la ciudad. Pero cuando los pastos eran buenos y las correrías provechosas, despreciaban a los obesos habitantes de las ciudades y hablaban en tono altisonante de la gloriosa libertad de las estepas salvajes, con sus pálidas sombras de sol flotando sobre ellas. Las auroras boreales giraban con magnificencia cruzando los cielos invernales para regocijo de los hombres y de valles no hollados, donde los hombres de la ciudad nunca se aventuraban.

Sólo los que viven peligrosamente pueden regocijarse con plenitud, de modo que cada casamiento, muerte o nacimiento era ocasión para desenfrenada veleidad y festejos. Entonces mataban sus caballos y carneros gordos, llenando sus vasos con kumiss y vino de arroz. Bailaban, gritaban, aplaudían y reían ruidosamente. La risa de los nómadas era la risa de las bestias feroces, momentáneamente libres de las exigencias de su vida y sus constantes riesgos. Los hombres de la ciudad, descontentadizos y aburridos, no reían así porque la comodidad no crea la gran risa que nace simultáneamente en el vientre y el alma. La risa de los hombres de la ciudad, como decía Kurelen, salía suavemente del cerebro, y era tan acre y tan salobre como el agua del desierto. La alegría que venía del cerebro era ácida y maliciosa, naciendo en su mayor parte de la contemplación de la tontería de la humanidad. No era buena alegría aunque divirtiera a los iniciados, que odiaban a los otros hombres. Kurelen había observado que el dolor y el sufrimiento, la privación y la incertidumbre, la injusticia y la lucha eran el combustible para la rebeldía y hacían danzar a la misma tierra con jubilosa simpatía, como no danzaría nunca por el lujo y la calma.

A medida que la noche se aproximaba, los fuegos del campamento empezaron a arder con vívidas llamas anaranjadas en el crepúsculo color ciruela. Las cortinas de las tiendas en forma de cúpula estaban abiertas y los braseros ardían al rojo en su interior. La bóveda del cielo se perdía en inmensas nieblas malva, pero hacia el este, las colinas, talladas en forma de torrecillas sobresaliendo y cayendo, eran inexorables terraplenes labrados en brillante jade rosado con ondulaciones color heliotropo. La curva del horizonte, colosal y difusa, era un arco de púrpura. El oeste flameaba formidable con violentos trazos amarillos, tan crudos como oro nuevo, tajado en un helado y transparente verde. La tierra flotaba como un espejismo, tomando extraños colores, las quebradas llanuras eran barridas por vientos teñidos con sombras grises, alhucema, azules y ámbar. El inmenso y solitario silencio del desierto de Gobi parecía caer del infinito sobre la tierra, y hasta la voz del pálido río se perdía en ese silencio. Cada vez más brillantes, con una patética bravura, las llamas de los fuegos del campamento resplandecían y las voces de la gente sonaban frágiles y tenues en el sobrenatural aire del desierto: los chirridos de los grillos en la faz del sueño universal. Como pequeños grillos negros, ellos se movían alrededor del fuego, semejando estar dotados de una vida febril e insustancial, saltarina y movediza. A poca distancia, los alargados y torcidos árboles se contorneaban como torturados más allá de lo soportable, parecían moverse entre la horda como alas de amenazantes monstruos, erizados de armas extrañas y cimbreantes. Mudas y monstruosas pesadillas invadiendo ese sueño universal.

De repente la tierra y el cielo se nublaron en una oscuridad semejante a la caída de un velo. Entonces, en esta intensa noche, nació una luna colosal y brillante, apareciendo por detrás de una colina de occidente, sin preaviso, sin la difusión lechosa que hace de cortejo a las lunas de climas más húmedos. La tierra y el cielo estaban iluminados con agudas y espectrales luces, descoloridas pero intensas. La distancia perdió en vaguedad, avanzando en el primer plano, distinta e inminente. Filas de caóticas y quebradas colinas, a treinta kilómetros de distancia, parecían sólo a unos minutos de camino. Cada guijarro, cada trozo de cascajo en el suelo desierto, resplandecía con frágil y agudo esplendor. Enormes estrellas esféricas parecían al alcance de la mano de un hombre a caballo. Su ígneo brillo no era oscurecido ni siquiera por la luna. En este universo de oscuridad y blancura resplandeciente, estos grises transparentes de sombras agudamente delineadas, los fuegos de estiércol anaranjados y rojos eran pequeñas insignias fantásticas. Y de nuevo los fuertes vientos helados cayeron sobre la tierra con voz ahuecada, cargados de ecos misteriosos, volando con la luz de la luna, viniendo espantosamente alados desde el cielo.

Los hombres reían ásperamente alrededor de los fuegos porque éste debía ser un noble khudur, el más hermoso festival por mucho tiempo. Los supersticiosos mongoles estaban muy excitados acerca del coágulo de sangre en la mano del primogénito de Yesugei. Era claramente un signo de los espíritus del aire y del cielo. Claramente indicaba que éste no era un hijo común de un jefe. Éste tenía que ser algún gran khan, quizá el Kha Khan que conquistaría enormes tierras fértiles para su gente y humillaría a los obesos hombres de la ciudad hasta ponerlos de rodillas. Guerreros armados con arcos y cascajes de flechas, cortas espadas curvas y lanzas protegidas en abrigos de grueso fieltro y pieles de carnero, chaquetas de cuero teñido, armaduras barnizadas y sus magros rostros oscuros untados con grasa, bebían en abundancia, riendo con excitación o repitiendo la historia del coágulo de sangre. Hombres viejos deambulaban de un fuego al otro, tocando en violines de una cuerda, zanganeando y contando historias de héroes poderosos e indulgencias tribales, con voces finas y vacilantes. Copas de vino de arroz les eran ofrecidas como recompensa y ellos bebían enjugando sus barbas húmedas con el dorso de sus nudosas manos. Todo era negrura y luz de luna más allá de los fuegos, pero aquí los fuegos anaranjados tallaban toscamente oscuros y rudos pómulos y labios, mentones salientes y cuencas de ojos feroces y abiertos. Aquí los crudos colores de un escudo de cuero, redondo y barnizado, eran revelados de repente hasta el mínimo detalle. Aquí la hoja de una espada resplandecía. Aquí había centelleo y brillo de dientes blancos. Más allá de los fuegos estaban las suaves y negras colmenas de las tiendas, a través de cuyas cortinas las mujeres iban y venían cargadas con vinos, cordero y confituras. A las mujeres se les permitía sentarse detrás de los guerreros, cerca de los fuegos, pero los chiquillos hacían escaramuzas y peleaban, disputándose con los perros los restos de comida. El alboroto, las risas y la música asaltaban las oscuras cavernas abovedadas de los cielos sin fin, y los vientos respondían, atronando y agitando los fuegos.

Hacía mucho frío y era casi la época de trasladarse a los apacentaderos de invierno. Los fuegos de estiércol tenían que ser continuamente renovados y los guerreros se ponían un abrigo extra de fieltro bordado y se frotaban las manos. El ganado vacuno, las ovejas, los camellos y los caballos estaban inquietos.

Los cantos de los salvajes y los montaraces rara vez son cantos de amor. Son cantos de coraje, de héroes, de hazañas valerosas y de la amistad de hombre a hombre. Los guerreros escuchaban estos cantos y a veces se unían a los coros con voces ásperas y regocijadas. Próximo a un fuego, un hombre anciano, arañando su violín, cantaba:

Khan de cuarenta mil tiendas es nuestro noble señor.

Hijo del lobo azul es nuestro khan.

El lobo azul que corre por las blancas estepas, mudo, como una sombra.

¿Quién desafía a nuestro señor, el que se para ante la luna

más brillante que la luna, con su lanza y sus emblemas?

¿Quién desafiará a su hijo, el amado de su pueblo?

Y los guerreros gritaban jubilosamente:

¿Quién desafiará a nuestro señor y al hijo de nuestro señor?

Sus ojos son del color del desierto gris, su corazón es de hierro.

¿Quién desafiará al señor, al Kha Khan?

Kurelen, arrellanado en la tienda de su hermana mientras ella arropaba al bebé con alguna seda suave cosida con piedras preciosas, se servía confituras de la caja de plata. Las confituras tenían aroma y sustancia de rosas, y llenaban la tienda iluminada por el fuego con celestiales olores. Kurelen, apreciativo, se relamía los dedos, comiendo más. Comenzó a canturrear con su voz singularmente hermosa:

¿Quién desafiará a nuestro señor y al hijo de nuestro señor?

Se echó a reír, sacudiendo la cabeza y volviendo a rellenarse la boca.

Houlun frunció el ceño. En el pasado no le desagradaba que Kurelen se mofara de Yesugei. En realidad ella también lo había hecho, pero ahora estaba disgustada.

-Estás molestando al niño, Kurelen, con tanto ruido.

Kurelen, haciéndole muecas, enarcó las cejas.

-Seguro que no.

-Qué bonito canto es ése. Escucha:

Khan de cuarenta mil tiendas es nuestro noble señor.

Sus tiendas están llenas de riquezas y hermosas mujeres.

Sus rebaños vagan por las praderas y las colinas tocadas por las nubes.

¡Grande es el señor, el Kha Khan, el bendito del cielo!

Houlun simulaba estar ocupada en abrigar al niño.

-Eres un tonto, Kurelen -declaró sin mirar a su hermano-. Además, ¿por qué estás comiendo siempre?

Kurelen, haciendo muecas de nuevo, se encogió de hombros.

-¿Qué más queda en el mundo para un hombre sensato? -Y chupó sus dedos sonoramente.

Miró alrededor buscando algo más para comer. Había un plato de plata con cordero hervido y hierbas. Tomó un gran trozo y lo comió con fruición, masticándolo con sus largos dientes blancos. Houlun interrumpió su tarea para mirarlo con desagrado. Entonces, encontrando su mirada majadera, se vio forzada a reír también. Dejó el bebé y, todavía sentada, se estiró hacia un taburete para servir una copa de vino de arroz que alcanzó a su hermano. Su cabello, largo y negro, cayó sobre sus brazos desnudos. Sus hermosos ojos grises estaban llenos de amor. Él tomó la copa, pero no bebió. Una sombra inescrutable cayó sobre su semblante mientras la contemplaba. Al lado de su madre en la cama, el bebé pataleaba furiosamente las vestiduras de seda brillante que lo constreñían. Hubo un repentino silencio en la tienda, pero fuera, los cantos, las risas y los gritos eran aún más fuertes.

La tienda temblaba, sacudida por la ventisca.

Kurelen miró al bebé y pareció meditar.

-Oh, sí -dijo suavemente-, es en verdad un hermoso muchacho.

Houlun, conmovida, volvió la cabeza lentamente para observar a su hijo. Una ancha sonrisa apareció en sus labios. Lo levantó en brazos apretándolo contra el pecho. Las ropas que lo envolvían eran para el traje de boda de una princesa otomana. Eran del color de las rosas y tenían el fulgor de los pétalos. Las gemas con que estaban bordadas emitían destellos rojos y azules. Las costuras estaban adornadas con perlas.

-Sin duda será un Kha Khan -dijo Kurelen.

La inteligente Houlun se sintió aturullada. Miró a Kurelen con ojos brillantes.

-¡Oh!, ¿lo crees así realmente? -exclamó.

Kurelen estuvo a punto de reír de nuevo, pero se contuvo. Entornó los ojos y meneó la cabeza.

-Sin duda -repitió. Y su hermana no captó su ironía.

Yesugei y sus guerreros se aproximaban para llevarse al niño a la ceremonia de darle nombre. Houlun no debía estar presente, no sólo porque era una mujer, sino porque estaba todavía débil por el parto. El bebé estaba ceñidamente envuelto en ese momento y tenía la carita enrojecida de tanto berrear. Houlun lo arropó con un corto abrigo de cibelinas para protegerlo del viento. Yesugei, ebrio y excitado, con mirada indómita, joven y glorioso, apareció en la entrada y gritó pidiendo su hijo. Llevaba puesto el precioso abrigo de cibelinas de su padre. Debajo llevaba una casaca de lana blanca, ricamente bordada en rojo y azul. Las orejeras de su gorro de piel estaban levantadas y Kurelen vio su frente cubierta de sudor.

Tomó al bebé de brazos de Houlun. Ella se rodeó con los brazos como si el gesto la hubiera herido. Yesugei ignoró a Kurelen, pero cuando ya se marchaba oyó su suave y seductora voz:

-Yo digo que el niño será por lo menos un Kha Khan.

Yesugei se volvió. Su hermoso y simple rostro se iluminó de éxtasis y orgullo.

-¿Tú lo crees? ¿Pero qué otra cosa podría esperarse del hijo de los hombres de mirada gris, Kurelen?

Kurelen se levantó indolentemente. Se rascó el mentón y fingió concentrarse en estudiar al infante, que había empezado a berrear.

-Por supuesto -murmuró Kurelen. Parecía sumido en sus pensamientos-. Anoche tuve un sueño extraño. Veía a un hombre en un trono dorado, sentado en una gran tienda, rodeado por cientos de nobles guerreros con turbantes en sus cabezas. A sus costados se sentaban princesas de Catay y Samarcanda. Era el más grande de todos los khanes. Y yo sabía que era tu hijo, Yesugei.

Yesugei rebosaba alegría, henchido de orgullo. Sacudía al niño en sus brazos. Apenas podía contenerse. Se dispuso a marcharse, pero de nuevo la voz de Kurelen lo detuvo.

-Yesugei, uno de tus cautivos es un cura y otro un hombre pío de Catay. He visto al cura arengando a algunos de tus hombres. Eso es muy malo. Creará problemas. Di a esos dos que cierren el pico, bajo amenaza de muerte.

Yesugei frunció el ceño con arrogancia.

-Mi padre admitía muchas religiones entre su gente y nunca tuvo problemas.

Kurelen meneó la cabeza suavemente.

-Yo los he visto en Catay. ¡Crean terribles disensiones! El emperador era cortés y tolerante porque era un hombre hábil. Pero la sabiduría es a veces confundida con debilidad por los hombres arrogantes. Al final tuvo que recurrir a ejecuciones masivas para someter a los incitados por los cristianos. Se dice que él lloraba. Después estuve en Samarcanda y allí también vi...

-Tú has visto demasiadas cosas -interrumpió Yesugei con rudeza, y salió con su hijo.

Hubo un corto silencio en la tienda. Entonces Kurelen, como recordando las últimas palabras de Yesugei, dijo suave y meditativamente para sí:

-Sin duda. Sin duda... -Y sacudió la cabeza sonriendo burlonamente.

Kurelen deambulaba de un lado a otro entre las tiendas y los fuegos, buscando un sitio donde asegurarse calor, comida y vino. Pero como era tan mal visto, nadie tenía lugar para él y le cerraban cualquier pequeño espacio que hubiera. Las mujeres le hacían muecas porque sólo estaban interesadas en el donaire del cuerpo y creían también que Kurelen las despreciaba. Cojeaba de un fuego a otro, temblando dentro de su abrigo de fieltro y con la capucha rodeando su largo rostro moreno. Por último llegó al más pequeño de los fuegos, donde, prácticamente solos, encontró al cura Seljuken y al monje budista Yelmi. Una olla de carne de caballo estaba sobre el fuego y había abundante vino porque la hospitalidad mongola era generosa. Seljuken estaba comiendo de mal humor, arrancando los trocitos de carne del hueso con aire resentido. Yelmi sólo bebía vino. Estaba sentado mirando el fuego con leve melancolía. Parecía haber olvidado dónde estaba. A intervalos suspiraba, frotando sus lastimados pies. Seljuken, ignorándolo, se inclinó descortésmente frente a él para llenar su copa del recipiente de kumiss.

Kurelen se sentó en cuclillas del otro lado del fuego y saludó a los dos hombres piadosos con afabilidad. Seljuken gruñó con los carrillos llenos, pero Yelmi respondió con las palabras de los merkitas, con gran cortesía y gentileza. Su semblante se iluminó. Sonrió. Cuando Kurelen comenzó a hablarle en el lenguaje de Catay, el delgado y cansado monje se conmovió y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Kurelen le habló de Catay, de sus templos y sus campanas, de sus enormes edificios, de sus calles, de los grandes conocimientos de sus filósofos, músicos y maestros, de sus academias y palacios. Yelmi resplandecía de orgullo. Sus lágrimas resbalaron.

-Mi padre era amigo del viejo emperador -dijo-, y sus manuscritos son todavía los tesoros del palacio. Era poeta. Su nombre era Ch’un Chin.

-¿De verdad? -exclamó Kurelen sorprendido-. Conozco muchos de sus poemas. ¿No había uno titulado «La escudilla vuelta hacia arriba»?

Yelmi sonrió y negó con la cabeza.

-Mi padre era un gran cínico. Un gran amante. No creía en nada, ni siquiera que no creía en nada. Uno debe hacer concesiones...

Kurelen sonrió, recordando.

-Los poetas de Persia no pueden igualarlo. Los persas declaran que nada es importante. Pero sólo los chinos creen eso. La poesía sin creencia es sólo hilos de brillantes y vacías cuentas ensartadas en tripa sin valor. Brillan y atraen la mirada, pero no tienen aliento.

Seljuken, escuchando esta extraordinaria conversación en la muda inmensidad del desierto de Gobi, los miraba azorado, masticando lentamente. Una expresión de desprecio se dibujó en su semblante y descartó a esos imbéciles con un encogimiento de hombros. Pensó para sí, con orgullo: «Mi padre es un príncipe».

Kurelen seguía conversando con el monje. Reía continuamente y sus ojos brillaban. Encogía los hombros y sacudía las manos con gestos vehementes. Exhibía una inusual vitalidad. Yelmi reía afablemente ante el ingenio de Kurelen. Su melancolía se disipó del todo y, como sucede con todos los estudiosos y hombres sabios, olvidó la miseria de su presente condición mediante la exaltación y éxtasis de palabras surgidas del cerebro y no del estómago. Podía haber estado en la casa de su padre otra vez, una casa llena de marfil y teca, con preciosas alfombras y sedas, con cerámicas incrustadas en oro, jade e incienso, y Kurelen podía haber sido uno de aquellos alegres y cínicos filósofos a quienes tanto estimaba su padre.

Por último exclamó:

-Pero ¡qué extraño que tú permanezcas en este desierto, siendo tan ilustrado!

Kurelen rió con sarcasmo.

-Yo no soy tan ilustrado. Tengo meramente facilidad de palabra y una mente rápida que no olvida los gestos y las frases de los sabios. Pero no tengo verdadera ilustración. Soy demasiado haragán. Prefiero comer. -Y cogió un tierno trozo de carne del plato de Yelmi. Sin embargo, estaba complacido.

Yelmi sacudió la cabeza en gentil negativa de las aseveraciones depreciativas de Kurelen, y éste, con la boca llena, observó al monje pensativamente.

-Pero aun así tengo una palabra de sabiduría para vosotros. Nuestro primer sacerdote, Kokchu, es un hombre vengativo. Lo he visto vigilaros hoy, con expresión no grata, cuando hablabais a nuestra gente. Os aconsejo permanecer sumisos a él. Tiene conocimiento de muchos venenos.

Seljuken resopló desdeñosamente.

-Nosotros los cristianos tenemos la misión de ir hasta el fin del mundo para enseñar la palabra del Señor, aunque se nos amenace con la tortura y la muerte.

Kurelen enarcó las cejas.

-No hables tan alegremente acerca de la tortura. Tú no conoces las mañas del chamán. De cualquier modo, os he aconsejado.

-¡Yo enseñaré la verdad! -dijo Seljuken enfadado, aunque mirando alrededor con cierta inquietud.

Kurelen masticó y reflexionó.

Cuando respondió, lo hizo mirando a Yelmi, descartando al cura como a un ignorante.

-La verdad usa muchos y diferentes disfraces -dijo-, y es la meretriz de muchos maestros. Recuerdo que uno de los poemas de tu padre versaba sobre la verdad, la que él consideraba mercenaria de cualquier príncipe. Espero que tú al menos conserves tu versión de la verdad en tu pensamiento. -Hizo un gesto indicando los muchos fuegos y la multitud de guerreros sentados a su alrededor-. Ésos son hombres fuertes, amigo mío, rudos y salvajes. Ellos no platican. Toman. ¿Qué necesidad tienen ellos de lógica o de filosofía? Ellos viven esas cosas. No conversan acerca de ellas.

-Pero tú sí lo haces -repuso Yelmi con una sonrisa.

Kurelen, encogiéndose de hombros, bebió vino.

-Ya te lo he dicho, amigo mío: soy un haragán.

-Pero ¿por qué no vuelves a Catay?

-En Catay -respondió Kurelen sonriendo sarcásticamente- soy un tonto entre hombres inteligentes. Aquí soy un hombre entre bestias. Las bestias me alimentan. En Catay son más hábiles. -Se chupó los dedos apreciativamente. Luego sonrió al monje blandamente-. No lo olvides: he dicho que son bestias. Su bestialidad es previsible, pero los hombres civilizados son imprevisibles exceptuando su villanía. Cuenta con la villanía de cada hombre y no te desilusionarás.

El griterío alrededor de los fuegos se hizo más fuerte, a tal extremo que sus voces fueron ahogadas. Kurelen se levantó.

-Mi sobrino está por tomar nombre -dijo-. Debo unirme a las ceremonias.

Yelmi lo observó alejarse con mirada melancólica. Pero el cura no tenía ojos para nadie. Estaba borracho. Le arrebató la copa a Yelmi y se la bebió groseramente. Luego eructó y se enjugó su barba. Yelmi cayó en una profunda tristeza.

Kurelen se aproximó al gran fuego donde estaba Yesugei con el bebé en los brazos. El chamán lo examinaba soltando exclamaciones sobre su hermosura y haciendo profecías. Cuando los dos hombres vieron a Kurelen, pusieron mal ceño, pero no hablaron.

El chamán estaba diciendo que como el más grande botín de Yesugei había sido tomado en el día del nacimiento del niño, éste debía ser llamado con el nombre del jefe que Yesugei había vencido. Ese nombre era Temujin. Yesugei estaba encantado y el niño fue llamado inmediatamente Temujin. Los guerreros se agruparon alrededor para ver al pequeño, maravillándose ante su espeso cabello dorado y sus fieros ojos grises.

El chamán, excitado, prometió que aquella noche él convocaría un espíritu del Cielo Azul que asumiría la custodia y protección del niño. Kurelen soltó una carcajada y el chamán lo miró con odio.

-El último espíritu que tú evocaste, chamán, apareció en la forma de un oso y mató a dos hermosos niños.

El chamán volvió la espalda al burlón, pero Yesugei arrugó el entrecejo. Envolvió al infante en el abrigo de cibelinas y pareció indeciso.

-Quizá -dijo Kurelen bastante achispado- necesitaríamos otros conjuros en esta trascendental ocasión. Llama al monje y al cura. Tal vez sus espíritus sean menos sanguinarios.

A Yesugei le pareció una excelente idea y envió a un hombre a por los cautivos. Mientras esperaban, Kurelen se volvió hacia el chamán y le dijo con cinismo:

-He aconsejado a Yesugei que no permita que estos dos piadosos hombres distraigan las mentes de nuestra gente con doctrinas extrañas.

El chamán se quedó asombrado. Su odio se desvaneció, pero sus ojos permanecieron recelosos. Kurelen movió la cabeza.

-Las doctrinas extrañas crean extrañas contiendas. Tú eres suficiente para nuestra gente.

Kokchu sonrió, pero aún recelaba.

-Tú eres inteligente, Kurelen. Pero no todos los hombres lo son.

-Creo que deberían ser entregados a la próxima caravana para que se los lleve. Especialmente el monje. Estoy convencido de su santidad y quizá los espíritus se molestarán si es asesinado. Pero el cura no me da la impresión de estar bajo el amparo de ningún dios importante. Además, el invierno se aproxima y debemos trasladarnos. Cada boca extra es una carga extra.

Kokchu asentía sonriendo malévolamente. Se humedeció los labios.

Kurelen se extendió sobre el asunto.

-El año del Cerdo no es muy propicio para los mongoles qiyat. Quizá los espíritus necesitan para ser aplacados un sacrificio digno. ¿Qué dices, Kokchu?

El chamán replicó gravemente, pero sus ojos resplandecían:

-Estoy seguro de que hablas la verdad, Kurelen.

Yesugei había estado escuchando con aturdimiento. Dijo con ironía:

-Los cielos se desplomarán viéndoos de acuerdo en algo.

Kurelen lo miró con gravedad.

-Los hombres sabios pueden estar en desacuerdo sobre asuntos sin importancia, pero en las cosas serias son de un mismo pensamiento. -Le dio un golpecito en el hombro al chamán y éste retrocedió-. ¿No te parece, Kokchu?

El chamán se frotó el hombro y le lanzó una feroz mirada, pero respondió:

-De nuevo hablas la verdad.

El enviado regresó con Yelmi y Seljuken, que se tambaleaba, pero el monje caminaba con serena dignidad. El chamán los examinó con atención. Su mirada se entretuvo en Seljuken, a quien detestaba sólo de verlo. Luego miró a Kurelen y Yelmi, y un destello maligno cruzó sus ojos.

Yesugei deseaba la buena voluntad y la amistad de todos los dioses en esta ocasión. Por esta razón saludó a los cautivos cordialmente y les asignó los mejores sitios cerca del fuego. Les sirvieron bocados exquisitos y copas rebosantes. Yelmi sonreía cortésmente, tratando de comer y beber. La garganta de Seljuken, saciada, alardeaba. Los guerreros, divertidos, lo provocaban con extravagancias, rugiendo de risa, propinándole golpecitos y rellenando su copa. Kurelen, sentado cerca, sonreía sarcásticamente con el mentón apoyado en las rodillas. Los viejos hacían vibrar sus violines, los fuegos se avivaban y algunos guerreros, completamente ebrios, bailaban extrañas danzas. Con la oscura noche como fondo, los toscos rostros eran salpicados por el vívido fuego anaranjado y sus ojos destellaban de puro primitivismo. Voces ásperas y exclamaciones se mezclaban con el viento y los cuerpos cimbraban con los cantos y los violines. Los guerreros golpeaban las empuñaduras de sus dagas contra los escudos, de tal forma que en el aire frío vibraban como tambores. Las risas parecían mugidos de bestias salvajes.

Y parecidos a las bestias eran también los guerreros, con sus casacas de pieles de oso, zorro o marta, y sus cónicos sombreros forrados de piel sobre sus frentes arrugadas. Sus dientes brillaban como dientes de lobo. Hermanos de los leones de las montañas, de los osos de las cañadas y de las águilas de los blancos picos. Simples y feroces, la misericordia para ellos era una palabra desconocida y la dulzura, un sonido de una lengua nunca oída. Kurelen era de su carne, de su tierra y de su desierto, pero él se sentía ajeno, como un ciudadano de esa lánguida y dorada civilización al otro lado de la Gran Muralla. Se sentía corrompido y viejo, cínico y decadente, perezoso y divertido, sutil e impotente. Encontró un sitio al lado de Yelmi e instintivamente los dos se aproximaron, como camaradas que se encuentran en peligro. Ambos temblaban porque el aire por momentos parecía hielo y sus espaldas se aterían, a pesar de las vestiduras acolchadas de fieltro y piel. En ese aire, el sonido llegaba claro, agudo y amenazante, y los gritos y las risas de las fogatas distantes se confundían con las risas y los gritos de las fogatas cercanas.

Alguien recordó que Kurelen tenía una hermosa voz y Yesugei le rogó que cantara. Para entonces estaba ya completamente ebrio. Luchó por ponerse en pie y el fuego lo iluminó por entero. La capucha había resbalado sobre sus anchos y torcidos hombros. Su rostro moreno tenía un fulgor y un destello como de una luz invisible. El resplandor del fuego caía en los dobleces de su tiesa casaca de fieltro, y las cuencas de sus ojos eran color rojo cárdeno. Miraba a los guerreros y éstos le sostenían la mirada. Sus frentes se contraían. Murmuraban entre ellos. Desde otras hogueras se apresuraban a llegar otros hombres, sabiendo que Kurelen iba a cantar. Tres viejos, haciendo muecas, comenzaron a hacer gemir sus violines. Kurelen levantó los brazos con una sonrisa a la vez impúdica y siniestra. Se rió. Nadie rió con él. El cura Seljuken había caído en pesado sueño. Kurelen hizo un saludo a Yelmi, que lo miraba ansioso y triste.

-Voy a cantar una de las canciones de tu padre, traduciéndola groseramente para estos groseros oídos -dijo-. No entenderán. Nos divertiremos. Tú y yo.

-Yo comprendo algo del idioma de tu gente -respondió Yelmi con voz suave-. He trabajado entre ellos antes de ahora. -La ansiedad apareció en su semblante. Esperaba.

Houlun, acostada exhausta sobre su cama, oyó a través del gélido aire la voz de su hermano. Se sentó. Se echó una túnica de piel por los hombros y penosamente caminó hasta la entrada de la tienda. Allí se sentó a escuchar con todo su corazón fijo en el sonido, sin oír otra cosa. Oyó cada palabra, pero escuchaba más bien la voz, fuerte y dulce, llena de sonora alegría, acompañada por los misteriosos sones de los violines.

Por la miseria y el deseo humano traicionado,

la brillante inspiración lleva la moza al temor.

Y el coraje sella sus ardientes labios con

sus propias manos frías.

Ningún arte se avecina cuando

por un hueso la sabiduría aplaude al bufón.

Frente al vientre, aun los dioses se desploman.

Sería dulce si alguna verdad quedara

que al hombre atormentado su alma pudiera recordar,

pues el potaje sin gusto nunca puede sostener

a menos que sea ofrecido en copa lustrada.

Pero sí, es verdad: por mucho que los tontos pongan ceño,

frente al vientre, aun los dioses se desploman.

La voz enmudeció, dejando una vibración en la noche, como la de una nota pulsada. Nadie aplaudió. Los guerreros se miraban perplejos, desilusionados. No habían comprendido una sola palabra. Sólo Yelmi y el chamán habían comprendido. Yelmi se había extasiado con aquella voz. «Realmente -pensó-, es la voz del mismo Buda.» Le parecía que la inmensa vaciedad de la noche del desierto había magnificado esa voz hasta alcanzar las estrellas, que habían permanecido serenas de asombro. Le parecía que las negras murallas de las colinas se habían llenado con una respuesta coral de los ángeles. El chamán sonreía. Su expresión no era ya hostil y observaba a Kurelen como un hombre puede observar a otro en la compañía de animales sin alma. Tumbado delante del fuego, el cura roncaba.

Entonces el chamán aplaudió. Fue el único aplauso. Los guerreros torcían el gesto y miraban con ceño.

-¿No sabes canciones sobre el valor, Kurelen? -gritó uno de ellos.

-¿Valor? -repitió Kurelen como si nunca hubiera oído esa palabra.

Yesugei escupió para mostrar su desdén.

-Sin duda es una palabra sin sentido para ti -dijo provocando risas.

-Valor es la respuesta de los tontos para la sabiduría -dijo Kurelen.

Y, nuevamente, sólo Yelmi y el chamán comprendieron, y éste rió con sutil deleite.

-Cántanos una canción de amor, entonces -pidió otro guerrero.

Los otros se rieron, mofándose y golpeándose entre ellos en el pecho y los hombros, rodando frente al fuego. ¡Kurelen y el amor! La combinación era demasiado deliciosa para sus almas simples.

Pero Kurelen, sonriendo, esperaba a que le prestaran atención. Sus labios y su frente se perlaron de sudor.

-Sí -dijo al cabo-, os cantaré una canción de amor.

De nuevo risas. Los viejos hicieron sonar sus violines, y un aire dulce y claro envolvió la noche. Kurelen comenzó a cantar. Su voz era vehemente y triste, llena de desesperación y cruda desesperanza. Las burlas de los guerreros se desvanecieron, dejándolos con expresiones de maravilla y encantamiento. Se inclinaban hacia Kunelen, como no queriendo perderse la mínima inflexión de su fuerte y maravillosa voz, tan pura y apasionada:

¿Quién puede cantar sobre la amada de mi corazón?

Un millar de hombres en un millar de canciones,

los vientos de las mañanas y los vientos de las noches,

la larga garza azul en el lago de plata.

La voz desierta, en las montañas escarlatas,

la selva verde jade en los brazos de la tempestad,

la gaita del vaquero y los tambores de un rey.

¡Sólo soy yo, sólo soy yo el que no se atreve a cantar!

Su hermosa voz, fuerte y a la vez increíblemente dulce, se elevó como un pájaro salvaje de un abismo de oscuro caos y tormento, con las alas iluminadas y el corazón latiendo visiblemente. Todo el universo parecía estar escuchando, conmovido de admiración y pesar, y las montañas lloraban con insufrible dolor y tristeza. Los ojos y las bocas de los guerreros permanecían abiertos, y las oscuras formas de pie detrás de las hogueras estaban extasiadas. Aun los perros guardaban silencio, así como las vacas y los camellos. Una extraña expresión sacudía los semblantes de la gente, tanto como su bestialidad se perdía, y eran hombres en su emoción.

Un extraño destello fulgor brillaba incesantemente en el rostro de Kurelen mientras cantaba. Tenía los ojos abiertos en sobrenatural deslumbramiento y sonreía, pero sin alegría. Sus manos se movían con los gestos de un cuerpo que agoniza convulsamente. Nadie veía su deformidad. Había adquirido esplendor y se elevaba como un dios, de pie ante la rojiza luz del fuego.

¿Quién puede mirar en el corazón de mi amada?

El zorro y la marta, el oso y la serpiente,

el califa de Bagdad, el príncipe de Catay,

la rata en su cueva y el dios en el cielo,

el camello de ojos rojos y el buitre pico rojo,

¡el cura en el templo, el mendigo, de harapos cubierto!

¡Sólo soy yo, sólo soy yo el que no se atreve a mirar!

Las lágrimas corrían por las barbadas mejillas de los guerreros, demorándose en las comisuras de sus labios. El chamán se apartó de la luz del fuego. Se le vio enjugarse los ojos en una manga. Yelmi escuchaba la grosera traducción de la canción de su padre. No eran las palabras lo que emocionaba a gente así. Era la voz de Kurelen la que sacudía sus corazones con sus sonidos tan dulces y tan trágicos. Esa voz expresaba toda la tristeza de los hombres, todos sus inarticulados anhelos, sus manos a tientas en la oscuridad universal, apenas iluminada débilmente por la opaca bujía de sus almas y habitada sólo por su terror insomne. Representaba el clamor del hombre frente a los dioses, frente a su propio tormento, frente a su perdición y su eterna soledad.

Movida por la voz de su hermano, Houlun se deslizó débilmente desde su tienda, arropada en pesadas pieles. Se detuvo lejos de todo fuego para oírlo claramente. Vio su rostro aureolado por la luz roja. Estaba vuelto hacia ella como sabiendo que estaba ahí. A Houlun le pareció que sólo ella y él estaban en esa vastedad, en ese silencio y en esa noche.

¿Quién puede soñar con el corazón de mi amada?

El más humilde pastor y el khan de todos los hombres.

¡Sólo soy yo, sólo soy yo el que no se atreve a soñar!

Ciegos deben ser mis ojos, helada mi lengua.

Oscuros son mis sueños y vacíos como el silencio.

Solitario mi lecho y frío como una tumba cerrada.

¡Sólo soy yo, sólo soy yo el que no se atreve a soñar!

La voz de Kurelen se quebró en un lamento. Sus brazos cayeron. La cabeza se hundió en su cóncavo pecho. Permaneció de pie, sordo, mientras los vítores y aplausos estallaban a su alrededor. Yesugei estaba a su lado, admirado y excitado. Ordenó que una de las mujeres cautivas fuera traída. Los aplausos resonaban aún cuando la muchacha fue conducida a la hoguera. Era una muchacha pequeña, regordeta y bonita. Estaba muy atemorizada. Sus ojos eran grandes, negros como ciruelas; la boca, pequeña y fruncida como una baya roja. Yesugei, riendo con fuerza, la lanzó a los flácidos brazos de Kurelen y gritó:

-¡Tómala! Pensaba reservarla para mí, pero es tuya. Llévala a tu tienda y permítele que te reconforte.

Pero Kurelen no hizo esfuerzo por retener a la muchacha. Yesugei le ordenó ir a la tienda de Kurelen y un hombre la acompañó para mostrarle el camino. Yesugei sacudió jocosamente al hermano de su esposa por el brazo.

-¡Vamos, Kurelen! Es un bocado gordo y no te gusta demasiado, pero tú siempre estás temblando y ella por lo menos te mantendrá calentito.

Los guerreros lo animaron con gritos y pullas amistosas. Kurelen miró alrededor estupefacto. Sonrió débilmente.

-Dadme más vino -pidió.

Media docena de copas le fueron alcanzadas. Bebió de todas ellas y la recién estrenada admiración de los guerreros hacia él aumentó prodigiosamente. Se le hizo sitio pero él volvió a sentarse al lado de Yelmi. Se abrazó las piernas colocando el mentón sobre las rodillas. Su sonrisa se hizo más ancha y grotesca que nunca. Temblaba y los dientes le castañeteaban a pesar de su proximidad al fuego. Se sacudía como preso de una convulsa alegría interior, pero sus ojos se volvieron hacia dentro.

Houlun se sentó en la cama. Su bebé le había sido devuelto y yacía en su regazo gimiendo. Ella parecía no oírlo. Sus ojos, enormes y llenos de dolor, miraban en la oscuridad.

Mientras tanto, el festejo continuaba.