Capítulo 36
CIERTO día Temujin tenía dos razones para sentirse regocijado y exultante. La más importante era el nacimiento de Juchi, hijo de Bortei. La segunda, la llegada de los jubilosos mensajeros con los obsequios del khan Toghrul.
Era de madrugada cuando Houlun, con su cabello gris cubierto con la capucha, despertó a su hijo para comunicarle que su esposa había dado a luz un niño varón. Permaneció de pie con una lámpara en la mano mientras se lo comunicaba, con su delgado y heroico rostro tallado en ásperos planos negros por la débil luz. Sus ojos grises lo miraban graves e inescrutables. Su magnífico cuerpo alto mantenía su viejo orgullo y dignidad. Los pesados pliegues de su vestido seguían cada línea de sus muslos y pechos. Era una sacerdotisa anunciando portentos.
Temujin, con una exclamación de júbilo, se levantó enseguida echándose una capa de pieles sobre los hombros. Con la cabeza descubierta corrió fuera en la primera luz misteriosa de la mañana. Los perros, inquietos, comenzaron a ladrar. Se lanzó dentro de la tienda de su esposa, llena de mujeres que la atendían. Bortei, agotada pero tranquila, yacía en su canapé, observando a la mujer que untaba el desnudo cuerpecito del bebé. Era una criatura fuerte que gritaba indignada aunque sólo tenía una hora de vida. A la luz de las lámparas de sebo, Temujin miró al niño. Vio un enojado rostro enrojecido, una cabeza redonda con cabello negro y el ancho pecho de un futuro soldado. Pensó en su fuero interno: «¿Es mi hijo o el hijo de otro?». Nunca lo sabría, pero de repente esto fue insignificante. Era un niño, probablemente el fruto de sus propios esfuerzos amatorios con una hermosa mujer. Eso era suficiente para aquel ambicioso mongol.
Tomó al niño y lo miró con júbilo. El niño dejó de chillar. Su voz murió en un sollozo. Era tan ciego e inconsciente como un gatito recién nacido, pero Temujin tuvo la certeza de que lo había mirado directamente a él y con conocimiento.
-¿Cómo llamaremos a mi hijo? -exclamó.
Las mujeres cambiaron miradas furtivas y de entendimiento, pero guardaron silencio. Bortei sonrió lánguidamente. Entonces la voz de Houlun sonó fuerte y áspera a su espalda, y todos se sorprendieron porque nadie la había oído o visto entrar.
-¡Llámalo Juchi! -exclamó.
¡Juchi! ¡«El Indefinido»! La miraron. Estaba de pie en la entrada de la tienda, pareciendo más alta y apasionada que de costumbre, con el rostro pálido de desprecio y los ojos como llamas. Bortei dejó escapar un sordo sonido de angustia, volviendo la cabeza a un lado. Las sirvientas se agacharon ante su señora. Pero Temujin miró resueltamente a su madre sobre el cuerpecito del bebé. Sus ojos destellaban a la luz de una lámpara.
-Sí, es Juchi -dijo con voz tranquila.
Dejó al niño en el lecho. El brazo de Bortei lo rodeó protectoramente. Houlun, respirando rápida y audiblemente, sonrió con malicia, como presa de extraña excitación. Temujin posó sus labios en la húmeda frente de su esposa, en la que mechones de oscuro cabello se adherían desaliñadamente.
-Alimenta a mi hijo con todo cuidado, esposa mía -dijo.
Y se marchó sin mirar a su madre.
Las mujeres, cohibidas y temerosas, comenzaron sus cuidados de cloqueo otra vez. Houlun permaneció inmóvil. Apretaba las manos contra su pecho como si aquietara un dolor mortal. Sus ojos eran oscuros y todo el fuego había abandonado su rostro, de modo que se veía tan frío y sin color como si estuviera muerto.
Esperó a que las mujeres hubieran terminado. Entonces se aproximó al canapé de Bortei. Las dos mujeres se miraron largamente. Bortei sonrió débilmente, había vencido, y en su sonrisa había algo triunfante y mezquino. Pero Houlun, cuyos labios estaban contraídos, no sonreía. Levantó al niño en sus brazos y lo miró con una especie de violenta tristeza.
-Mi nieto es una hermosa criatura -dijo.
Y en la amarga pero orgullosa entrega de Houlun, Bortei no pudo encontrar triunfo más lejano.
Lo primero que vio Temujin cuando dejó la tienda de su esposa fue la llegada de los mensajeros y los trescientos sementales. Guerreros, mujeres, niños y pastores salieron excitados de sus tiendas profiriendo exclamaciones, haciendo preguntas y gritando con regocijo, porque era un maravilloso presente. El mensajero entregó orgullosamente la cesta de plata llena de tesoros, y Temujin suspiró cuando vio el contenido. Ordenó que llamasen a Jamuga y se dirigió a su tienda desenrollando el pergamino de Toghrul.
El sol era en ese momento una roja llama sobre el horizonte del este. Los fuegos estaban encendidos. Los rebaños habían sido reunidos, preparándolos para apacentarlos. Hacía mucho frío, el invierno había llegado y ya debían estar en camino para los nuevos apacentaderos. El cielo estaba descolorido, alto y desapacible. Ya no había bandadas de gansos viajando por el viento perpetuo. Los charcos tenían pesadas telas de hielo gris en la superficie, y el río estaba silencioso. Sobre las redondas cúpulas negras de las tiendas, el humo se suspendía bajo y espeso, semejante a una nube.
Jamuga llegó enseguida, reservado y tranquilo. Encontró a Temujin comiendo ruidosa y ávidamente, y fue invitado a acompañarlo. Mientras un sirviente llenaba escudillas con mijo caliente y leche, cubriendo una fuente de plata con carnero al vapor, Temujin entregó el pergamino a su amigo y esperó impaciente a que se lo leyera.
Jamuga leyó en silencio. Cuando hubo terminado, miró a Temujin con extraña expresión.
-Me han dicho que tienes un hijo -dijo.
Temujin se desconcertó. Lo había olvidado momentáneamente, aunque el conocimiento de su paternidad estaba suspendido como una rica y abrigada cortina a la espalda de sus regocijados pensamientos.
-Sí, sí -dijo apresuradamente. Su sonrisa fue algo avergonzada. Para disimular su turbación señaló el pergamino con la mano que sostenía un trozo de carnero.
-¿Qué pone? -preguntó.
-Permíteme ofrecerte mis felicitaciones -dijo Jamuga.
Temujin lo miró.
-¿Eh? -dijo. Se preguntó qué buenas noticias contendría la carta, vista la reacción de Jamuga. Su rostro brilló de soberbia. Luego pensó que Jamuga hablaba del nacimiento del niño. Se sonrojó y soltó una risotada.
-Es un hermoso muchacho -dijo, riendo otra vez.
Jamuga, que había temido esa mañana por Temujin, rió también, ambos como amigos que se comprenden.
-Le he dado el nombre de Juchi, el Indefinido -dijo Temujin.
Jamuga se puso repentinamente serio y pensó que realmente no comprendía a Temujin en absoluto, y ese pensamiento lo entristeció de nuevo.
-¡Pero lee la carta! -exclamó Temujin-. Me muero de curiosidad.
Jamuga empezó a leer con voz baja y sin matices.
-«Saludos para mi amado hijo Temujin. Has realizado grandes cosas, y el corazón de tu padre adoptivo late de orgullo y alegría. Nunca se había esperado menos de ti, pero es bueno para el corazón de un anciano si es probado en su fe y en sus hijos. Los obsequios que te envío son pobres en comparación con tus logros. Las nuevas rutas de las caravanas serán abiertas inmediatamente y sé que gozarán de tu protección.»
Temujin, masticando, asintió y dijo en tono apagado:
-Cuando un hombre no encuentra ya confort en el templado vientre de una mujer, satisface su lujuria con el oro.
La apacible frente de Jamuga se llenó de surcos al oír esto, pero continuó:
-«En cada ciudad, en cada bazar, en la tienda de cada mercader, en cada palacio y en cada casa bancaria, la fama de Temujin se eleva como incienso.»
-¡Ajá! -resopló Temujin. Mordió un bocado con gesto de desprecio-. ¡Qué fama ésta! ¡Ser cantado por la voz aguardentosa de un mercader castrado! -Había tomado otro trozo de carnero y lo mecía ante el rostro fastidiado de Jamuga-. ¿Sabes lo que pienso? Pienso que algún día tendré que servir a estos mercaderes para el bienestar de mi alma.
Jamuga suspiró.
-¿Deseas escuchar el resto o no?
Temujin se encogió de hombros.
-Continúa. -Comió y miró a Jamuga con gesto torcido.
Las finas aletas de la nariz de Jamuga se estiraron con aversión. Clavó la mirada en el pergamino y prosiguió:
-«Aun en Catay he oído elogiar al intrépido Temujin, el amigo del mercader, el protector del pacífico negociante.» -Jamuga lo miró fríamente-. Temujin, por favor, no hagas ruidos tan repugnantes. Sin duda quieres manifestar tu menosprecio, pero mi estómago está revuelto esta mañana.
Temujin rió entre dientes.
-Te pido perdón, escucharé el resto en decoroso silencio. Pero ¿quién puede evitar burlarse de semejante hipocresía?
-No creo que Toghrul sea hipócrita -replicó Jamuga-. Está sinceramente agradecido. Después de todo -añadió con amargura-, tú has matado a muchos hombres para proteger las caravanas de los buenos mercaderes-. Sus manos comenzaron a temblar. Su voz era aún apacible cuando continuó-: «Me has proporcionado una gran satisfacción. Y tengo aún otra razón. Antes de la próxima luna llena, mi hija Azara será desposada con el califa de Bojara. Por esto y por la alegría que proporcionarás a mis viejos ojos, te invito al casamiento. Entonces mi copa será colmada.»
Jamuga hizo una pausa y esperó algún comentario de Temujin. Como no llegó, lo miró. Temujin había hecho una pausa en el mismo acto de masticar. Su rostro estaba lívido y sin expresión. Los ojos fijos y brillantes eran tan inexpresivos como una piedra azul.
Por último volvió la cabeza y escupió el bocado a medio masticar. Mantuvo la cabeza desviada sumido en un silencio inquietante. Su perfil parecía el de un ave de rapiña. Su mandíbula sobresalía duramente y sus músculos se tensaban.
-¡Temujin! ¿Qué te aflige?
Temujin volvió lentamente su rostro hacia él. Sonrió. Sus ojos centelleaban y despedían fuego. Pero dijo con calma:
-Iremos a esa famosa boda. ¿No pone nada más?
Jamuga lo miró un momento más. Luego volvió a la carta.
-Nada más, excepto efusivas seguridades de su cariño y gratitud, y deseos de verte de nuevo.
Temujin llenó su copa de vino y la bebió de un sorbo. La llenó de nuevo y bebió. Se puso de pie.
-Sí, en verdad debemos ir a esa famosa boda.