Capítulo 25
-MI pueblo -dijo Temujin- ha sido vencido y dispersado. Se le ha atemorizado y cubierto de vergüenza y humillación. Es pobre y desventurado. Soy el khan de un puñado de niños atemorizados, de ancianos y hombres cuyas entrañas se han vuelto agua de temor. ¡Pero yo los vengaré! Yo los guiaré desde las estepas hasta las amplias praderas y podrán montar sus tiendas en paz, junto a las aguas surgentes.
Así hablaba a su pueblo antes de partir con Chepe Noyon, Jamuga Sechen, Subodai y Kasar para visitar al hermano juramentado de su padre. El poderoso pero astuto y cobarde khan Toghrul, el cristiano nestoriano, el turco keraíta.
Designó a su tío Kurelen para sustituirlo en su ausencia y dio el cuidado de las mujeres y niños a su madre, Houlun. A la derecha de Kurelen colocó astutamente al chamán y a su izquierda, a su medio hermano Belgutei. Su esposa, dijo, era una reina y sus mandatos debían ser obedecidos.
Contempló a su pueblo, andrajoso y golpeado por la pobreza. Vio sus pobres tiendas, sus miserables manadas de caballos, reses y cabras, ovejas y camellos. Por un momento se llenó de consternación. Pero ellos no adivinaban nada de todo eso en su severo e implacable semblante y crueles ojos. Su mano sujetaba con firmeza la lanza. Se erguía sobre su caballo como un emperador con sus paladines alrededor. Sobre la parte posterior de la silla de montar estaba su gran tesoro, una pesada túnica de pieles de marta oscura, el obsequio para el khan Toghrul.
Pensó: «¿Qué puedo hacer yo por estos infelices? De esta triste pobreza, ¿cómo puedo surgir yo como un dirigente poderoso? Estaba resuelto a hacerme un emperador. ¿Qué se necesita para eso? ¿Son suficientes mis brazos, mi coraje, mi odio, mi codicia y mi voracidad? ¿Es su miserable corazón bastante fuerte para seguirme? ¿Puedo hacer conquistadores de nómadas hambrientos, analfabetos y amedrentados?».
Mirándolo con ojos que se habían tornado tan inocentemente azules como los de un niño, dijo a Jamuga:
-Mi pueblo debe tener espacio y praderas, tierras de caza y paz.
A Chepe Noyon le dijo:
-Ningún hombre está vivo si no es un aventurero.
A Kasar:
-Amo a mi pueblo. Mi pueblo me ama. Son hombres sencillos, y los hombres sencillos son siempre sabios y buenos. Trato sólo de servir a mi pueblo.
A Subodai le dijo:
-Debo hacer fuerte a mi pueblo, porque sólo los fuertes pueden sobrevivir. Pero lo haré generoso, lleno de virtudes.
Y a Kurelen:
-Nosotros debemos sobrevivir.
Pero a sí mismo se dijo: «Sólo yo importo».
Él lo era todo para todos los hombres. Él era la imagen que cada hombre veía en su propio reflejo, pero glorificado, invencible y poderoso. Engañó hasta a Jamuga, que estaba deseoso de creer. Pero no engañó a Kurelen ni a Kokchu; aquél esperaba las mejores intenciones, éste sólo esperaba el poder por reflejo.
Se armó, ceñudo e inconmovible, seguido por sus paladines. Kurelen ofreció algunos de sus tesoros como obsequios para el khan Toghrul, pero Temujin dijo:
-No. Un hombre que lleva demasiados obsequios inspira sospechas de no ser fuerte.
No permitiría a nadie adivinar cuánto le preocupaba la lealtad de su pueblo. Sabía que su gente estaba horrorizada por el asesinato de Bektor, rudos y simples como eran. Si Bektor le hubiese desafiado y se hubieran enfrentado en una lucha abierta y honorable, aunque terminara en muerte, no habría horror ni odio. Pero aquel ataque contra un muchacho indefenso a quien no se le había dado la oportunidad de defenderse, sino que había sido brutalmente abatido sin desafío previo por su propio hermano, aterraba a la gente.
Pero Temujin se dijo que no había tenido tiempo. Además tenía ya la intuición de que el horror abre el camino al poder y que el terror es un secuaz servil. Si él hubiera desafiado a Bektor, eso le hubiera llevado tiempo. Y tampoco estaba seguro de que hubiera ganado el combate, porque no era tan fuerte como Bektor. Más tarde lograría la reputación de ser increíblemente audaz, pero en realidad nunca lo había sido. Los conquistadores, decía, deben parecer temerarios, pero su ruina comienza cuando siguen estúpidamente su propio consejo. El osado impresiona a las masas. Para un jefe es suficiente con que esté dotado con talentos histriónicos y gestos dramáticos.
El poderoso khan Toghrul, de quien se decía que poseía cuarenta tiendas hechas de tela de oro, ocupaba las tierras del río próximas a la Gran Muralla de Catay. Los keraítas tenían muchas ciudades propias encerradas entre muros. Las casas eran de barro y arcilla, pero sólidas. Originarios en su mayor parte de la raza turca, eran excelentes y prósperos comerciantes y sus hombres más ricos vivían lujosamente en las ciudades. El khan Toghrul, viejo ahora, era un hombre de agradable trato. De semblante suave y sonriente, su voz era dulce y conquistadora. Y era muy dado a la piedad, pero su piedad era versátil. Cuando le agradaba, amaba el Islam y hacía honores a Mahoma. Otras veces, cuando era necesario, le embargaba una cristiana dulzura. Su pueblo había sido convertido en parte por San Andrés y Santo Tomás al cristianismo, y cada vez más, a medida que envejecía y lo encontraba conveniente, Toghrul se inclinaba hacia esta religión. Era un gran bribón, un mentiroso y un hipócrita lleno de astucia, traición y egoísmo. No se detenía nunca ante el asesinato, pero era capaz en todo momento de apostillar una frase cristiana a una hazaña monstruosa.
Pero era tan atrayente por sus extraordinarias y encantadoras maneras que se había asegurado la alianza y juramentada hermandad de una veintena de pobres y pequeños jefes como Yesugei. Con frecuencia rompía sus más solemnes promesas. Pero los simples y crédulos jefes nunca hacían observaciones contra él porque sus excusas eran tan lastimeras, sus explicaciones tan convincentes, que le creían todo lo que decía. Le miraban a sus ojos inocentes, hundidos en el viejo rostro grave, escuchaban su voz suave, y eran ganados de nuevo para una alianza que le daba todo a Toghrul y, con frecuencia, nada a los otros.
Una vez, con gran cinismo, dijo a su hijo:
-Sé un hombre de gran virtud, honor y coraje, un héroe ante quien todos los obstáculos desaparezcan. Sé noble, justo y valiente. Y todo esto no valdrá nada para ganar la lealtad y el amor de los otros. Pero pronuncia palabras de miel, no discutas con nadie y trata de estar de acuerdo con todos, sonríe dulce y tiernamente, sé generoso de promesas que no sea necesario cumplir y posa tu mirada con afecto sobre todo hombre, aunque lo detestes. Y yo te digo que la gente, que sólo tiene el alma de los perros, caerá rendida a tus pies y morirá alegremente por ti. Una lengua pía no cuesta nada, pero trae tesoros a su dueño.
Su hijo le preguntó si los grandes conquistadores poseían lenguas pías y sonrisas dulces. Y el khan Toghrul, torciendo el gesto, sacudió la cabeza y respondió:
-Hay otra forma de lograr lealtades, la forma más áspera, el terror. Pero es demasiado agotador. Yo prefiero la primera. Es más fácil y proporciona seguridad. Los hombres que eligen el camino del terror no aparecen sino una vez cada centuria. Son dioses terribles que no necesitan dulzura.
En ese momento, él moraba temporalmente a orillas de Tula, cerca de los densos bosques de pinos azules. Nómada en su alma, no soportaba ya estar confinado en sus ricas ciudades y, aunque anciano, sentía aún ansiedad por los espacios, las estepas y los desiertos. Pero siempre llevaba con él sus tiendas más lujosas, sus hombres más fuertes y las mujeres más hermosas, para hacer confortable su estancia bajo las estrellas que lo vieron nacer.
Era ya muy nombrado en las leyendas de los europeos, que lo llamaban Preste Juan. Estos cristianos lo visitaban con frecuencia en sus ciudades y gozaban de su hospitalidad. En estas ocasiones se colgaban cruces de plata en todas las cámaras y prevalecía una gran piedad cristiana. Daba muchos obsequios a los visitantes y les mostraba sus lujos. Ellos nunca sospecharon el menosprecio que este anciano astuto y traidor sentía por ellos, esos bárbaros que venían de las tierras del oeste. Algunas veces, si estos comerciantes llegaban bien surtidos esperando ensanchar las rutas de las caravanas, desde las riquezas del este hasta la austeridad del oeste, una orden susurrada por Preste Juan llegaba a sus hombres en las ciudades keraítas. Y acontecía en esas ocasiones que los comerciantes nunca volvían a sus tierras. Sus esqueletos blanqueaban en los desiertos y sus tesoros acababan en los cofres del Preste Juan.
Temujin conocía al khan Toghrul sólo por los relatos de su padre. Yesugei, como todos los pequeños jefes de las estepas, adoraba a Toghrul y hablaba de él con reverencia y estima. Pero Temujin había aprendido ya a recelar de lo que no veía con sus propios ojos. Se dirigió al encuentro del hermano juramentado de su padre con los ojos abiertos y la mente agudamente perspicaz. Escuchaba los relatos de sus paladines en silencio. Jamuga fue movido a uno de sus raros y tenues entusiasmos. Recordaba que Toghrul tenía reputación de príncipe justo y bondadoso, dedicado a sus seguidores y cuidadoso de su bienestar. Además, no era libertino, se decía, sino que prefería la paz y la comodidad. Tenía fama de erudito. Una de sus esposas era una mujer persa, la hija de un gran noble, muy versada en música, literatura y pintura. Era la mujer más amada entre todas las esposas. Se decía que él había aprendido mucho de ella. Jamuga se prometía interesantes conversaciones y fiestas de belleza y filosofía. ¡Qué espléndido sería estar en presencia de hombres cultos y civilizados!
Chepe Noyon declaró que se agobiaría en las ciudades, pero aun así estaba excitado. A Kasar sólo le interesaba que Temujin consiguiese la ayuda del Preste Juan. En cuanto a Subodai, como de costumbre, no decía nada y nadie sabía lo que pensaba.
Lentamente, mientras todos cabalgaban aprisa hacia el río Tula, Temujin tuvo una misteriosa visión y, aunque nunca había visto a Toghrul, lo conoció.
A lo largo de toda su vida había tenido estas profundas premoniciones y a veces tenía que hablar de ellas, haciendo surgir así la leyenda entre su pueblo de que él se comunicaba con los espíritus. Inicialmente pretendía obtener el auxilio del anciano, pero ahora cambió de parecer. Forzaría sutilmente al khan Toghrul a cumplir la antigua promesa.
En las últimas semanas se había desembarazado de la superstición. Pero aun joven como era, conocía el valor de la misma para controlar al pueblo. Con todo, estaba aún muy cerca de la tierra en que había nacido para no sentir la influencia de los portentos a pesar de su inteligencia.
Tres días y tres noches habían pasado del largo viaje. A la hora del crepúsculo vespertino del tercer día, la más espantosa de las tormentas estalló sobre el quebrado y caótico desierto. Temujin no se amedrentó, pero los otros, aun el frío Jamuga, estaban asustados. Encontraron un lugar donde guarecerse al pie de un rojizo y desmoronado terraplén y esperaron, observando con ojos agrandados por el temor.
Una oscuridad de noche sobrenatural y prematura cayó sobre la tierra, de modo que parecían estar al borde de un tenebroso mar. Pero el cielo infinito se retorcía con funestas nubes rotas continuamente por relámpagos que provocaban ensordecedores truenos que sacudían la tierra. Esta iluminación alumbraba el desierto, disolviendo las sombras y revelando las volcánicas colinas y el esquelético terraplén en completa y horrible claridad. A veces todo resplandecía con una rosada incandescencia, de tal modo que la más pequeña piedra era visible y las colinas y terraplenes parecían formados de llamas petrificadas. Era un paisaje lunar, con cráteres, caótico y convulso, iluminado por el fuego de una explosión del sol.
No llovía y un espantoso viento parecía a punto de hacer pedazos el terraplén bajo el cual Temujin y sus amigos se protegían. Por momentos creían que la tierra se disolvería en una pila de fuego bajo esta sobrenatural arremetida. El ventarrón venía cargado de polvo, arena y diminutos guijarros que rasguñaban sus rostros y manos y sofocaban su respiración. Por último, incapaces de soportar el espectáculo, el ruido y el viento, volvieron sus rostros hacia la roca y cerraron los ojos.
Pero Temujin no estaba amedrentado. Miraba todo aunque estaba ciego y sordo. La conflagración del cielo lo fascinaba, pero no lo atemorizaba. Cubría su boca con una parte de su abrigo y entornaba los ojos contra la batida del viento. Entonces se elevó en su corazón una furia gemela para responder a la insensata furia del cielo y la tierra. Era una furia alborozada, invencible y casi loca.
Se dijo: «Es un portento. Yo también lo soy y siempre lo seré».
Cuando la tormenta pasó, furiosa y centelleante, sobre los distantes terraplenes, los otros rieron débilmente, aliviados y felicitándose de seguir vivos. Se levantaron para calmar a sus temblorosos caballos, que habían atado bajo la protección de un saliente rocoso. Temujin miraba a sus compañeros con silencioso menosprecio. Le parecían extraños y pequeños a su lado. En cuanto a él, había perdido lo último de su juventud.
No sentía ya aprensión por su visita al khan Toghrul. Miraba el futuro con calma y fatalidad.
En un fresco y lúcido amanecer, arribaron al enorme campamento del anciano.
El campamento, compuesto de numerosas moradas, con una gran tienda aquí y allá, de telas de oro o de plata, elaboradas, decoradas y aladas, se hallaba en un valle verde, al lado del purpurino Tula, de aguas tornasoladas con levantisco mercurio. Detrás del campamento se levantaban las montañas, asomando sombreadas desde el más delicado y cristalino azul hasta el más brumoso violeta, y luego hasta el más profundo amatista con incandescentes capas frente al diáfano cielo. Bosques de pino azul cubrían solemnes sus cumbres, llenando el aire puro de fuerte y acre esencia. Era un silencioso y majestuoso paraje éste en que el khan tenía temporalmente su corte, lejos de sus calurosas y apiñadas ciudades. La brisa de la mañana estaba llena de los mugidos de las reses y los lejanos llamados de los pastores, conduciendo sus manadas para pastar.
A medida que Temujin cabalgaba campo adelante con sus compañeros, un resonante sonido desgarró el tranquilo amanecer, las anunciadoras notas de una corneta de monte. Instantáneamente, gran número de guerreros se reunieron en el campo, montados en los más finos sementales. La corneta había sido una advertencia. Para Temujin, cabalgando tranquilamente adelante, le parecía la corneta que anunciaba el advenimiento de un conquistador. No aminoró su paso. Se aproximó resueltamente, cabalgando a la cabeza de sus amigos. Un sacerdote, cubierto con una túnica de lana marrón, apareció entre los guerreros y avanzó hacia los visitantes. Temujin siguió y luego hizo un alto. El sacerdote levantó su mano derecha haciendo el signo de la cruz.
-La paz sea contigo -dijo, mirándolo suspicazmente.
El saludo fue extraño para Temujin, pero levantó su mano en un digno saludo.
-La paz sea contigo -respondió-. Deseo hablar con mi padre adoptivo, el khan Toghrul. Dile que Temujin, hijo de Yesugei, pide una audiencia.
El sacerdote y los guerreros lo miraron con recelo. Se consultaron entre sí. Entonces los guerreros, galopando, rodearon a Temujin y sus compañeros, y el jefe anunció que debían ser llevados ante el khan Toghrul enseguida. No recelaban, pero, desdeñosos, reconocieron en Temujin a otro de los pequeños nobles de las estepas y el desierto, golpeados por la pobreza.
-Mi pueblo -dijo Temujin- ha sido vencido y dispersado. Se le ha atemorizado y cubierto de vergüenza y humillación. Es pobre y desventurado. Soy el khan de un puñado de niños atemorizados, de ancianos y hombres cuyas entrañas se han vuelto agua de temor. ¡Pero yo los vengaré! Yo los guiaré desde las estepas hasta las amplias praderas y podrán montar sus tiendas en paz, junto a las aguas surgentes.
Así hablaba a su pueblo antes de partir con Chepe Noyon, Jamuga Sechen, Subodai y Kasar para visitar al hermano juramentado de su padre. El poderoso pero astuto y cobarde khan Toghrul, el cristiano nestoriano, el turco keraíta.
Designó a su tío Kurelen para sustituirlo en su ausencia y dio el cuidado de las mujeres y niños a su madre, Houlun. A la derecha de Kurelen colocó astutamente al chamán y a su izquierda, a su medio hermano Belgutei. Su esposa, dijo, era una reina y sus mandatos debían ser obedecidos.
Contempló a su pueblo, andrajoso y golpeado por la pobreza. Vio sus pobres tiendas, sus miserables manadas de caballos, reses y cabras, ovejas y camellos. Por un momento se llenó de consternación. Pero ellos no adivinaban nada de todo eso en su severo e implacable semblante y crueles ojos. Su mano sujetaba con firmeza la lanza. Se erguía sobre su caballo como un emperador con sus paladines alrededor. Sobre la parte posterior de la silla de montar estaba su gran tesoro, una pesada túnica de pieles de marta oscura, el obsequio para el khan Toghrul.
Pensó: «¿Qué puedo hacer yo por estos infelices? De esta triste pobreza, ¿cómo puedo surgir yo como un dirigente poderoso? Estaba resuelto a hacerme un emperador. ¿Qué se necesita para eso? ¿Son suficientes mis brazos, mi coraje, mi odio, mi codicia y mi voracidad? ¿Es su miserable corazón bastante fuerte para seguirme? ¿Puedo hacer conquistadores de nómadas hambrientos, analfabetos y amedrentados?».
Mirándolo con ojos que se habían tornado tan inocentemente azules como los de un niño, dijo a Jamuga:
-Mi pueblo debe tener espacio y praderas, tierras de caza y paz.
A Chepe Noyon le dijo:
-Ningún hombre está vivo si no es un aventurero.
A Kasar:
-Amo a mi pueblo. Mi pueblo me ama. Son hombres sencillos, y los hombres sencillos son siempre sabios y buenos. Trato sólo de servir a mi pueblo.
A Subodai le dijo:
-Debo hacer fuerte a mi pueblo, porque sólo los fuertes pueden sobrevivir. Pero lo haré generoso, lleno de virtudes.
Y a Kurelen:
-Nosotros debemos sobrevivir.
Pero a sí mismo se dijo: «Sólo yo importo».
Él lo era todo para todos los hombres. Él era la imagen que cada hombre veía en su propio reflejo, pero glorificado, invencible y poderoso. Engañó hasta a Jamuga, que estaba deseoso de creer. Pero no engañó a Kurelen ni a Kokchu; aquél esperaba las mejores intenciones, éste sólo esperaba el poder por reflejo.
Se armó, ceñudo e inconmovible, seguido por sus paladines. Kurelen ofreció algunos de sus tesoros como obsequios para el khan Toghrul, pero Temujin dijo:
-No. Un hombre que lleva demasiados obsequios inspira sospechas de no ser fuerte.
No permitiría a nadie adivinar cuánto le preocupaba la lealtad de su pueblo. Sabía que su gente estaba horrorizada por el asesinato de Bektor, rudos y simples como eran. Si Bektor le hubiese desafiado y se hubieran enfrentado en una lucha abierta y honorable, aunque terminara en muerte, no habría horror ni odio. Pero aquel ataque contra un muchacho indefenso a quien no se le había dado la oportunidad de defenderse, sino que había sido brutalmente abatido sin desafío previo por su propio hermano, aterraba a la gente.
Pero Temujin se dijo que no había tenido tiempo. Además tenía ya la intuición de que el horror abre el camino al poder y que el terror es un secuaz servil. Si él hubiera desafiado a Bektor, eso le hubiera llevado tiempo. Y tampoco estaba seguro de que hubiera ganado el combate, porque no era tan fuerte como Bektor. Más tarde lograría la reputación de ser increíblemente audaz, pero en realidad nunca lo había sido. Los conquistadores, decía, deben parecer temerarios, pero su ruina comienza cuando siguen estúpidamente su propio consejo. El osado impresiona a las masas. Para un jefe es suficiente con que esté dotado con talentos histriónicos y gestos dramáticos.
El poderoso khan Toghrul, de quien se decía que poseía cuarenta tiendas hechas de tela de oro, ocupaba las tierras del río próximas a la Gran Muralla de Catay. Los keraítas tenían muchas ciudades propias encerradas entre muros. Las casas eran de barro y arcilla, pero sólidas. Originarios en su mayor parte de la raza turca, eran excelentes y prósperos comerciantes y sus hombres más ricos vivían lujosamente en las ciudades. El khan Toghrul, viejo ahora, era un hombre de agradable trato. De semblante suave y sonriente, su voz era dulce y conquistadora. Y era muy dado a la piedad, pero su piedad era versátil. Cuando le agradaba, amaba el Islam y hacía honores a Mahoma. Otras veces, cuando era necesario, le embargaba una cristiana dulzura. Su pueblo había sido convertido en parte por San Andrés y Santo Tomás al cristianismo, y cada vez más, a medida que envejecía y lo encontraba conveniente, Toghrul se inclinaba hacia esta religión. Era un gran bribón, un mentiroso y un hipócrita lleno de astucia, traición y egoísmo. No se detenía nunca ante el asesinato, pero era capaz en todo momento de apostillar una frase cristiana a una hazaña monstruosa.
Pero era tan atrayente por sus extraordinarias y encantadoras maneras que se había asegurado la alianza y juramentada hermandad de una veintena de pobres y pequeños jefes como Yesugei. Con frecuencia rompía sus más solemnes promesas. Pero los simples y crédulos jefes nunca hacían observaciones contra él porque sus excusas eran tan lastimeras, sus explicaciones tan convincentes, que le creían todo lo que decía. Le miraban a sus ojos inocentes, hundidos en el viejo rostro grave, escuchaban su voz suave, y eran ganados de nuevo para una alianza que le daba todo a Toghrul y, con frecuencia, nada a los otros.
Una vez, con gran cinismo, dijo a su hijo:
-Sé un hombre de gran virtud, honor y coraje, un héroe ante quien todos los obstáculos desaparezcan. Sé noble, justo y valiente. Y todo esto no valdrá nada para ganar la lealtad y el amor de los otros. Pero pronuncia palabras de miel, no discutas con nadie y trata de estar de acuerdo con todos, sonríe dulce y tiernamente, sé generoso de promesas que no sea necesario cumplir y posa tu mirada con afecto sobre todo hombre, aunque lo detestes. Y yo te digo que la gente, que sólo tiene el alma de los perros, caerá rendida a tus pies y morirá alegremente por ti. Una lengua pía no cuesta nada, pero trae tesoros a su dueño.
Su hijo le preguntó si los grandes conquistadores poseían lenguas pías y sonrisas dulces. Y el khan Toghrul, torciendo el gesto, sacudió la cabeza y respondió:
-Hay otra forma de lograr lealtades, la forma más áspera, el terror. Pero es demasiado agotador. Yo prefiero la primera. Es más fácil y proporciona seguridad. Los hombres que eligen el camino del terror no aparecen sino una vez cada centuria. Son dioses terribles que no necesitan dulzura.
En ese momento, él moraba temporalmente a orillas de Tula, cerca de los densos bosques de pinos azules. Nómada en su alma, no soportaba ya estar confinado en sus ricas ciudades y, aunque anciano, sentía aún ansiedad por los espacios, las estepas y los desiertos. Pero siempre llevaba con él sus tiendas más lujosas, sus hombres más fuertes y las mujeres más hermosas, para hacer confortable su estancia bajo las estrellas que lo vieron nacer.
Era ya muy nombrado en las leyendas de los europeos, que lo llamaban Preste Juan. Estos cristianos lo visitaban con frecuencia en sus ciudades y gozaban de su hospitalidad. En estas ocasiones se colgaban cruces de plata en todas las cámaras y prevalecía una gran piedad cristiana. Daba muchos obsequios a los visitantes y les mostraba sus lujos. Ellos nunca sospecharon el menosprecio que este anciano astuto y traidor sentía por ellos, esos bárbaros que venían de las tierras del oeste. Algunas veces, si estos comerciantes llegaban bien surtidos esperando ensanchar las rutas de las caravanas, desde las riquezas del este hasta la austeridad del oeste, una orden susurrada por Preste Juan llegaba a sus hombres en las ciudades keraítas. Y acontecía en esas ocasiones que los comerciantes nunca volvían a sus tierras. Sus esqueletos blanqueaban en los desiertos y sus tesoros acababan en los cofres del Preste Juan.
Temujin conocía al khan Toghrul sólo por los relatos de su padre. Yesugei, como todos los pequeños jefes de las estepas, adoraba a Toghrul y hablaba de él con reverencia y estima. Pero Temujin había aprendido ya a recelar de lo que no veía con sus propios ojos. Se dirigió al encuentro del hermano juramentado de su padre con los ojos abiertos y la mente agudamente perspicaz. Escuchaba los relatos de sus paladines en silencio. Jamuga fue movido a uno de sus raros y tenues entusiasmos. Recordaba que Toghrul tenía reputación de príncipe justo y bondadoso, dedicado a sus seguidores y cuidadoso de su bienestar. Además, no era libertino, se decía, sino que prefería la paz y la comodidad. Tenía fama de erudito. Una de sus esposas era una mujer persa, la hija de un gran noble, muy versada en música, literatura y pintura. Era la mujer más amada entre todas las esposas. Se decía que él había aprendido mucho de ella. Jamuga se prometía interesantes conversaciones y fiestas de belleza y filosofía. ¡Qué espléndido sería estar en presencia de hombres cultos y civilizados!
Chepe Noyon declaró que se agobiaría en las ciudades, pero aun así estaba excitado. A Kasar sólo le interesaba que Temujin consiguiese la ayuda del Preste Juan. En cuanto a Subodai, como de costumbre, no decía nada y nadie sabía lo que pensaba.
Lentamente, mientras todos cabalgaban aprisa hacia el río Tula, Temujin tuvo una misteriosa visión y, aunque nunca había visto a Toghrul, lo conoció.
A lo largo de toda su vida había tenido estas profundas premoniciones y a veces tenía que hablar de ellas, haciendo surgir así la leyenda entre su pueblo de que él se comunicaba con los espíritus. Inicialmente pretendía obtener el auxilio del anciano, pero ahora cambió de parecer. Forzaría sutilmente al khan Toghrul a cumplir la antigua promesa.
En las últimas semanas se había desembarazado de la superstición. Pero aun joven como era, conocía el valor de la misma para controlar al pueblo. Con todo, estaba aún muy cerca de la tierra en que había nacido para no sentir la influencia de los portentos a pesar de su inteligencia.
Tres días y tres noches habían pasado del largo viaje. A la hora del crepúsculo vespertino del tercer día, la más espantosa de las tormentas estalló sobre el quebrado y caótico desierto. Temujin no se amedrentó, pero los otros, aun el frío Jamuga, estaban asustados. Encontraron un lugar donde guarecerse al pie de un rojizo y desmoronado terraplén y esperaron, observando con ojos agrandados por el temor.
Una oscuridad de noche sobrenatural y prematura cayó sobre la tierra, de modo que parecían estar al borde de un tenebroso mar. Pero el cielo infinito se retorcía con funestas nubes rotas continuamente por relámpagos que provocaban ensordecedores truenos que sacudían la tierra. Esta iluminación alumbraba el desierto, disolviendo las sombras y revelando las volcánicas colinas y el esquelético terraplén en completa y horrible claridad. A veces todo resplandecía con una rosada incandescencia, de tal modo que la más pequeña piedra era visible y las colinas y terraplenes parecían formados de llamas petrificadas. Era un paisaje lunar, con cráteres, caótico y convulso, iluminado por el fuego de una explosión del sol.
No llovía y un espantoso viento parecía a punto de hacer pedazos el terraplén bajo el cual Temujin y sus amigos se protegían. Por momentos creían que la tierra se disolvería en una pila de fuego bajo esta sobrenatural arremetida. El ventarrón venía cargado de polvo, arena y diminutos guijarros que rasguñaban sus rostros y manos y sofocaban su respiración. Por último, incapaces de soportar el espectáculo, el ruido y el viento, volvieron sus rostros hacia la roca y cerraron los ojos.
Pero Temujin no estaba amedrentado. Miraba todo aunque estaba ciego y sordo. La conflagración del cielo lo fascinaba, pero no lo atemorizaba. Cubría su boca con una parte de su abrigo y entornaba los ojos contra la batida del viento. Entonces se elevó en su corazón una furia gemela para responder a la insensata furia del cielo y la tierra. Era una furia alborozada, invencible y casi loca.
Se dijo: «Es un portento. Yo también lo soy y siempre lo seré».
Cuando la tormenta pasó, furiosa y centelleante, sobre los distantes terraplenes, los otros rieron débilmente, aliviados y felicitándose de seguir vivos. Se levantaron para calmar a sus temblorosos caballos, que habían atado bajo la protección de un saliente rocoso. Temujin miraba a sus compañeros con silencioso menosprecio. Le parecían extraños y pequeños a su lado. En cuanto a él, había perdido lo último de su juventud.
No sentía ya aprensión por su visita al khan Toghrul. Miraba el futuro con calma y fatalidad.
En un fresco y lúcido amanecer, arribaron al enorme campamento del anciano.
El campamento, compuesto de numerosas moradas, con una gran tienda aquí y allá, de telas de oro o de plata, elaboradas, decoradas y aladas, se hallaba en un valle verde, al lado del purpurino Tula, de aguas tornasoladas con levantisco mercurio. Detrás del campamento se levantaban las montañas, asomando sombreadas desde el más delicado y cristalino azul hasta el más brumoso violeta, y luego hasta el más profundo amatista con incandescentes capas frente al diáfano cielo. Bosques de pino azul cubrían solemnes sus cumbres, llenando el aire puro de fuerte y acre esencia. Era un silencioso y majestuoso paraje éste en que el khan tenía temporalmente su corte, lejos de sus calurosas y apiñadas ciudades. La brisa de la mañana estaba llena de los mugidos de las reses y los lejanos llamados de los pastores, conduciendo sus manadas para pastar.
A medida que Temujin cabalgaba campo adelante con sus compañeros, un resonante sonido desgarró el tranquilo amanecer, las anunciadoras notas de una corneta de monte. Instantáneamente, gran número de guerreros se reunieron en el campo, montados en los más finos sementales. La corneta había sido una advertencia. Para Temujin, cabalgando tranquilamente adelante, le parecía la corneta que anunciaba el advenimiento de un conquistador. No aminoró su paso. Se aproximó resueltamente, cabalgando a la cabeza de sus amigos. Un sacerdote, cubierto con una túnica de lana marrón, apareció entre los guerreros y avanzó hacia los visitantes. Temujin siguió y luego hizo un alto. El sacerdote levantó su mano derecha haciendo el signo de la cruz.
-La paz sea contigo -dijo, mirándolo suspicazmente.
El saludo fue extraño para Temujin, pero levantó su mano en un digno saludo.
-La paz sea contigo -respondió-. Deseo hablar con mi padre adoptivo, el khan Toghrul. Dile que Temujin, hijo de Yesugei, pide una audiencia.
El sacerdote y los guerreros lo miraron con recelo. Se consultaron entre sí. Entonces los guerreros, galopando, rodearon a Temujin y sus compañeros, y el jefe anunció que debían ser llevados ante el khan Toghrul enseguida. No recelaban, pero, desdeñosos, reconocieron en Temujin a otro de los pequeños nobles de las estepas y el desierto, golpeados por la pobreza.