Capítulo 78
FUE en el año del Leopardo cuando Temujin derrotó al khan Toghrul y lo mató. Así, pensaba él, vengaba a Azara y Jamuga.
Pero la guerra aún no estaba ganada.
Ahora se dedicaba con implacable ferocidad a subyugar al resto de los keraítas. Sin darles tregua, los perseguía hasta sus mismas fortificaciones, la ciudad en el desierto Karakorum o las Arenas Negras. Los keraítas eran guerreros decididos y menospreciaban a los nómadas «mendigos», pero toda su decisión y menosprecio no podían resistir los asaltos relámpago, la casi sobrenatural e infatigable persecución del enemigo. Y ahora sucedía que sólo era necesario el rumor de que el mongol pelirrojo se aproximaba con sus terribles jinetes para que el pánico cundiese entre los orgullosos keraítas, porque se decía que los espíritus lo acompañaban y nadie podía oponérsele, que sus guerreros mutilados se levantaban otra vez sin heridas. Más que sus hordas e implacables combatientes, la superstición y el terror derrotaban a sus enemigos. Entre los keraítas musulmanes se decía que Alá había soltado un azote que no podía ser mantenido a raya, que no podía ser derrotado.
Los imanes exclamaban en las mezquitas:
-¡Hemos pecado y olvidado a Dios y su profeta! ¡Por eso nos castiga enviándonos un terror invencible para destruirnos, y nadie puede resistirlo!
Los sacerdotes cristianos exclamaban:
-¡Ésta es la profecía de Satán desencadenando el fin del mundo! Frente al látigo del Señor, todos los hombres son impotentes.
Las terribles hordas cabalgaban como relámpagos, precedidas por un ejército fantasma armado sobrenaturalmente. Se decía que Temujin estaba en todas partes. Golpeaba a los merkitas, los keraítas, los uigures y los maimanes en cien diferentes lugares al mismo tiempo y a cientos de millas de distancia. Se susurraba que cabalgaba en un remolino. El pánico y desmoralización se habían adueñado de todo el Gobi. Su propio nombre sonaba terrible y místico.
-Los hombres pueden luchar contra un enemigo humano -decían los aterrorizados-, pero ¿cómo pueden oponerse a la voluntad de Dios?
Una tras otra las tribus caían y se entregaban, esperando ser aniquiladas. Pero Temujin exhibía de nuevo su gran inteligencia. A cada tribu que se entregaba le decía:
-Vosotros sois héroes porque habéis luchado como demonios, como hombres leales. Os necesito. Venid a mí, entrad en mi nación y servidme. Una vez los mongoles qiyat fuimos una tribu. Ahora somos una nación y vosotros podéis ser parte de ella, participando de nuestra gloria y de nuestros triunfos, marchando invencibles con nosotros al amparo de Dios.
Deslumbrados por su poder, su fuerza, su generosidad y su propia apariencia, ninguna tribu rehusaba unirse a él. Y se unían sinceramente, cautivados por el misterioso hechizo, deseando morir fijando sus ojos en él, como los hombres fijan los ojos en un altar. Los asesinos de las estepas parecían realmente imbuidos con la iluminación del cielo. Otras tribus se entregaban sin luchar apenas y se agrupaban alrededor del estandarte de las nueve colas de búfalo.
En esos días de triunfos arrolladores, Temujin no dejaba de demostrar su inteligencia, porque colocaba en cada pueblo conquistado un gobernante elegido entre ellos mismos, en quien tenían confianza y en quien él podía confiar. De este modo, reconciliados y estabilizados, él podía dejar cada tribu conquistada y lanzarse a nuevas batallas y nuevas conquistas. Con cada nueva victoria su fuerza se acrecentaba. No descansaba nunca. Decía a sus paladines:
-El éxito de una acción descansa en completarla y consolidarla. Nunca dejéis una posición hasta estar seguros de que es vuestra para siempre.
Las ciudades caían a menudo sin siquiera resistirse. Cuando esto sucedía, sus guerreros podían tomar su botín, pero no se les permitía molestar a sus habitantes ni despojarlos completamente. Sobre todo lo demás, Temujin necesitaba aliados. Por su generosidad, convertía a sus enemigos aterrorizados en fieles amigos.
En el término de tres años, sus hordas conquistaron los valles y ciudades turcas del oeste, y las ciudades, praderas, tierras y ríos de los taigutos, los naimanes, los uigures y los merkitas. En el retorcido flanco de la Gran Muralla de Catay, sus jinetes marchaban a lo largo de las bajas montañas blanquecinas del norte, cabalgando como arietes vivientes a través de las viejas ciudades de Khoten y Bishbalik, galopando como remolinos, sojuzgando, clavando su estandarte en los palacios de los sultanes y los príncipes y dejando sus banderas en las mezquitas, los templos y las iglesias.
Se contaban diversas leyendas sobre sus ojos verdes y cabello rojo, sobre su resplandeciente sonrisa y generosidad, sobre su coraje e invencibilidad. Astuto como siempre, sus vasallos eran los gobernantes, los sacerdotes y sus amigos, y dejaba el resto para ellos.
Sabía que en los hombres había fuerza, superstición y terror. Trataba de ganar alianzas con promesas que siempre mantenía. Si sus aliados fallaban, no tenía piedad: todos los hombres eran asesinados, las mujeres esclavizadas, los niños adoptados por mujeres mongoles y las praderas y ciudades cedidas a amos extraños.
Misteriosamente, siempre parecía saber qué correspondía hacer y nunca cometía un error. De este modo, las leyendas sobre su poder sobrenatural se dimensionaron aún más, y con frecuencia sólo tenía que cabalgar hacia una ciudad para tener a sus gobernantes saliendo a su encuentro con promesas de lealtad y alianza.
No eran ya meras hordas agregadas a su imperio. Hombes ricos, mercaderes y negociantes, nobles y príncipes se sometían, y hasta filósofos y maestros de las academias se acercaban a él con idolatría. La inteligencia parecía protegerse frente a su poder. Aquellos que habían enseñado la dignidad de los hombres y el conocimiento de las épocas eran con frecuencia los primeros en declarar: «La mano de Dios y la gloria de Temujin». Ahora a su séquito añadía hombres instruidos, estudiosos y sabios, astrólogos, hombres de ciencia y médicos que viajaban con él en literas y lo asesoraban en cuestiones diversas. Entre sus favoritos había un médico que era su servidor personal. Chepe Noyon y Subodai se mofaban de él, mencionando la extraña semejanza de este médico con el fallecido Kurelen.
Los antiguos feudos del Gobi estaban imbricados en las hordas de Temujin. La vieja independencia había desaparecido, la vieja libertad de los nómadas ya no existía. Los pueblos del Gobi eran ejércitos organizados en un sistema feudal donde había una sola ley: la voluntad de Temujin.
Los sabios chinos habían dicho que la libertad era lo más querido y lo más cercano al corazón de todos los hombres. Se demostró que esto era una amarga falsedad, porque Temujin sabía que, por encima de la libertad, los hombres amaban el látigo. Por encima del libre albedrío adoraban a la espada. Por encima de un jefe electo preferían un tirano que les evitase tener que pensar o ser consultados. Sabía que los hombres se regocijaban voluptuosamente en completa sumisión, como las mujeres se regocijaban secretamente en la violación. En el sometimiento, los hombres experimentaban una sensual incontinencia. Y mientras conquistaba y veía el envilecimiento y la adoración del pueblo, su odio y menosprecio por toda la humanidad se acrecentaba.
Se decía a sí mismo: «Éstas son bestias sin alma. Si no fuera así, preferirían morir y luchar hasta el fin antes que la servidumbre». Pero este concepto se lo guardaba para sí. Prefería decir a los conquistados que eran héroes, que él los subyugaba sólo para acrecentar su propia fuerza y situarlos como reyes sobre la tierra. Cada vez más despreciaba a los sacerdotes, que persuadían al pueblo de que perdiese su libertad e independencia. Budistas y cristianos, chamanes y musulmanes, confucianos y taoístas, él podía encargarles que le entregasen al pueblo atado de manos e impotente. Y así, hasta el fin de su vida creyó que los sacerdotes eran los enemigos de los hombres, y se guardaba de ellos tanto como de las serpientes.
Ahora era el amo del Gobi. Pero aún no estaba satisfecho. Convocó a un kurultai, un consejo de khanes, sabiendo que había llegado la hora que podía darle el más codiciado trofeo.