Capítulo 62

EL semblante de Temujin se tornó inescrutable mientras Kurelen le leía la carta de Jamuga. En todas sus palabras, Temujin escuchaba pacífico regocijo y satisfacción.

«Este año sólo puedo enviarte cuarenta hombres, porque el invierno fue muy frío y la última cosecha, escasa. En esta primavera estamos plantando muchas más hectáreas de tierra utilizable y como el río las inundó, fertilizándolas, esperamos cosechar más trigo que nunca. Así pues, lamento no poder enviarte la acostumbrada cantidad de grano. Lo que te envío es todo lo que dispongo, tanto en grano como en hombres, porque nuestro pueblo necesita todas sus manos para preparar una abundante cosecha.»

Temujin contempló los cuarenta jinetes naimanes. Eran fuertes y donosos jóvenes de manos callosas y amables rostros bronceados por el sol. Su equipamiento militar era pobre y descuidado.

Temujin frunció el ceño. Jamuga decía que estos hombres eran solteros. En consecuencia, no traían esposas, ni hijos, ni tiendas. Pero los caballos que montaban, los sementales y las yeguas que traían como tributo, eran gordos, dóciles y de mayor tamaño que el común.

-Éstos no son soldados -dijo desdeñosamente-. Son pastores y labradores. Y añadió con voz apagada-: ¿Cómo pueden hombres que han sembrado granos aprender el arte de la guerra?

-Sin embargo -abrevió Kurelen-, se necesitan sembradores tanto como destructores.

Continuó leyendo la carta y, mientras lo hacía, parecía feliz.

«Te pido que te regocijes conmigo por el nacimiento de mis primeros dos hijos, un varón y una hembra: Yuzjani y Khati. Los ancianos dicen que son el sol y la luna, lo que es una extravagancia. Con todo, perdona la parcialidad de un padre cuando te digo que el varón es tan fuerte como la niña hermosa. No sé a cuál quiero más, pero la niña tiene la belleza de su madre, mi amada Yesi, y muestra ya la habilidad de su sexo. El varón será budista como el abuelo de yesi y la niña será cristiana. Fue un hermoso espectáculo ver a los budistas y los cristianos celebrando sus misas en nombre de mis hijos. Mi esposa y yo sentimos que Dios nos ha dado todas las bendiciones y que no hay nada más que podamos desear.»

Kurelen miró el semblante de Temujin y vio en él menosprecio, envidia y una sombra de inquietud.

-Jamuga nunca deseó el mundo -dijo a su sobrino.

Temujin resopló.

-El que desea poco se contenta con nada -replicó-. ¡Una mujer, hijos, rebaños y grano! ¡Qué alma más insignificante!

Kurelen se encogió de hombros. Con todo, se alarmó, porque vio que alguna ira poseía a Temujin y temió por Jamuga, que había sido bastante ingenuo al mostrarse feliz ante un hombre que nunca sería feliz.

-Tienes razón, Temujin. La insignificante vida de Jamuga no puede interesarte. Tú has nacido para un destino, para la conquista de la tierra y no para su cultivo. -Mientras decía esto, observó la reacción de Temujin.

Por alguna razón, Temujin no pareció aliviado ni aplacado. Se fue mirando ceñudo a derecha e izquierda y hasta sus guerreros y oficiales se inquietaron por su aspecto. Se hizo traer su semental blanco y cabalgó furiosamente hacia las regiones áridas. Trepó a una colina gris salpicada de tamariscos y arbustos espinosos, y descendió al otro lado. Ahí estuvo solo, ante un escarchado mar de bajas colinas grises, sin vida bajo un cielo plateado. El viento aguijoneaba su rostro con polvo y arena. No se oían ruidos, sólo el viento y el impaciente resoplido de su caballo. Contempló sombríamente la distancia sin moverse. Parecía una estatua encapotada, inmóvil y sombría, con pensamientos tan sin vida y oscuros como la región y el cielo.

Había ido allí para ordenar sus inquietas emociones y enojosos pensamientos. Pero, mientras estaba sentado en su caballo, su mente tomó el color de ese mundo muerto, de ese espacio desolado. El viento aullaba pesadamente a su alrededor y de repente le pareció que arrastraba una multitud de voces, ecos de lo que una vez había vivido en el mundo y luego se había ido para siempre.

Kurelen le había contado acerca de las leyendas de esas áridas regiones. Que una vez un poderoso imperio y ciudades poderosas habían existido allí, resplandecientes de vida, color y movimiento, durante cientos de dinastías. Templos, mercados, academias y escuelas. Fuentes y calles atestadas de gente, palacios, casas sin fin, jardines, lagos y terrazas. Murallas y pórticos de bronce, y el trasiego de las caravanas, oficinas y mercaderes de cien ciudades. ¿Dónde se habían ido? Ese mundo se había arrugado como un pergamino pintado y se había desvanecido en el polvo.

Kurelen había dicho que ésta era la fatalidad inevitable de todos los imperios y todas las glorias: polvo, vientos cargados y vaciedades corroídas. Los emblemas del triunfo se habían desmenuzado y volado. Los salones donde los conquistadores habían caminado sólo eran pilas de piedras cubiertas por los años. Los reyes que habían cabalgado por las calles estaban ahora en la tumba de la nada, con sus bocas llenas de tierra. Los que habían amado y los que habían odiado se habían ido por igual, sin dejar huellas detrás de ellos. Multitudes habían llorado o se habían regocijado allí, pero no había quedado nada de ellos, sólo viento y desolación.

Una angustia horrible se apoderó de Temujin. Habló en voz alta, ásperamente.

-¿Qué importa, entonces, lo que hago, lo que codicio y lo que tomo? ¡Puedo ganar el mundo y mañana no quedará nada, sólo desierto, silencio y viento! ¿Qué me guía? ¿Venganza? Pero Kurelen me ha dicho que el hombre que ansía venganza y la toma es el verdadero derrotado. ¿Envidia? Pero envidiar qué: ¡estas arideces y este vacío gris lleno de arena! ¿Poder? ¡Pero el poder se convierte en desolación y nada! La muerte, pues, es el fin de todas las cosas. Sólo interesa el hoy. Y aun el hoy es vano si no hay amor en él.

Escuchó sus propias palabras y se horrorizó.

Una terrible sensación de vacío y desesperanza lo embargó.

La arena seca y el polvo parecían cubrirle el alma. El corazón le dolía y palpitaba. Los ojos se le nublaron.

-¡Azara! -exclamó con angustia-. Si hubieras permanecido conmigo, si hubiéramos estado juntos, cada día habría sido un día de vida y no de muerte. Habría habido profundidad en cada hora y cada noche habría tenido sentido. Pero ahora no hay nada para mí.

Inclinó la cabeza y soltó las riendas. El semental, sintiendo sus sensaciones, comenzó a temblar. El cielo se oscureció y las colinas se desdibujaron en sombras y grises. Todo el desolado paisaje se inundó de una luz descolorida y lúgubre, y el mundo se hizo un sueño paralizado en el caos. Y en medio de este sueño de épocas muertas permanecían suspendidos el caballo y el hombre.

«¿Por qué prosigo? -pensó-. ¿Qué hay en la tierra para mí? ¿Por qué no puedo tener tranquilidad y amor como tienen hombres más insignificantes?»

Levantó la cabeza y miró alrededor. Su corazón latía dolorosamente en esta muerte universal. Pensó en las cosas que había hecho y en las que debía hacer, aunque no sabía por qué. Sintió una repentina y enorme lasitud.

«¿Por qué debo hacer estas cosas? -pensó-. No lo sé. Sólo sé que hay un impulso en mí, tan misterioso como las luces del norte, tan irresistible como un huracán y tan árido como el desierto, tan salvaje como el lobo y tan terrible como la vida y la muerte. Hay en mí un espantoso hombre. Estoy lleno de voces y sensaciones de poder ilimitado.

»Pero después de todo, soy una hoja al viento, una pluma sobre el río. Soy soplado e impelido, y no sé adónde. Sólo sé que debo hacer lo que me corresponde.

»Sólo hay violencia y caos. Soy parte del cataclismo universal. Soy uno con el volcán, el terremoto y la tormenta. Soy parte del furioso destino de la tierra y no tengo más voluntad o deseo que cualquier otra cosa, e igual de impotente.

»Si a mi paso dejo destrozadas y ennegrecidas las murallas de las ciudades, si mi paso es colmado con víctimas, también es cierto que mi espíritu no resulta menos destrozado y ennegrecido. Yo soy la primera víctima.»