Capítulo 30
POR la mañana Temujin comunicó a sus amigos que debían recorrer el desierto y las montañas para buscar a Belgutei y los seis guerreros que habían escapado a los merkitas. Él y Jamuga irían juntos a través de los peligrosos territorios por donde vagaban los taigutos. Subodai y Kasar irían hacia el norte y oeste, respectivamente. Pero antes salieron de caza para dejar alimento a las mujeres y niños. Cuando esto fue suministrado para varios días, partieron a la búsqueda de sus guerreros.
Temujin y Jamuga cabalgaron un largo trecho, lado a lado, deteniéndose sólo para reponerse, y peinaron cada metro de la amenazadora región. Pero sólo el silencio de los campos áridos los saludaba, a despecho de sus retumbantes gritos cuando entraban a un lugar de cuevas, hoyos, rocas y valles hundidos. Solamente el sol cegador y el viento arenoso les salían al encuentro en todas partes, exceptuando los ásperos graznidos de los pocos pájaros del desierto y las huidas de las asustadas lagartijas sobre la tierra dura. Evitaban los oasis y arroyos durante el día, recelando de los taigutos, y buscaban agua sólo en la noche y en silencio. Al tercer día, Jamuga fue dominado por un difuso temor porque le pareció que no era Temujin quien cabalgaba tan silenciosa e inexorablemente a su lado, sino una implacable furia que parecía inagotable. Temujin hablaba cada vez menos y marchaba rápidamente. Jamuga estaba seguro de que él, él mismo, se caería agotado de su caballo. Su perfil frente al quemante Cielo Azul, era el perfil de un ave de presa, agudo, bronceado y montaraz, al que jamás se le haría retroceder, sino que continuaría hasta cobrar su venganza. Cada día parecía más delgado, más oscuro de tez y más ceñudo. Ambos jóvenes no conversaban ya entre ellos, economizando sus fuerzas para sus periódicos gritos y llamadas. Y a medida que penetraban más y más en la región de los taigutos, usaban más los ojos que las voces, buscando señales en la tierra cascajosa. Una vez, durante un crepúsculo violeta, advirtieron los fuegos anaranjados de un campamento taiguto y lo rodearon en un círculo, como sombras.
Jamuga dijo:
-No es posible, Temujin, que se hayan adentrado tanto en esta peligrosa región. Volvamos.
Temujin no respondió de inmediato. Por fin, dijo:
-Es verdad. Esta noche, si no los hemos encontrado, volveremos. No obstante, tengo el presentimiento de que no están lejos de nosotros.
Habían llegado a una vasta estepa y, deteniéndose en un alto pastizal, Temujin miró alrededor.
-Éstos son los apacentaderos de mi pueblo -dijo-. Conquistaré estos lugares para ellos.
-Una vez fueron nuestros -observó Jamuga tristemente-. Los taigutos no necesitaban estos apacentaderos. ¿Por qué toman los hombres más de lo que necesitan? Sin duda hay bastante espacio en el mundo para todos los hombres.
Lentamente, Temujin se volvió hacia Jamuga y el oscuro menosprecio de su semblante sacudió a su amigo como un golpe. Pero Temujin no habló. Sólo se irguió más en su caballo y salió a galope tendido. «Ya no lo comprendo», pensó Jamuga con melancolía. «Pero ¿lo comprendí verdaderamente alguna vez?»
Con todo, cuando alcanzó a Temujin, nada podía ser más afable que la sonrisa del joven khan. Cabalgaban lado a lado en cordial silencio. Temujin se inclinaba hacia su amigo descansando una mano en su hombro. Para Jamuga, esto era paz y felicidad, y pensó que estaría contento de marchar así hasta la eternidad: con la mano de Temujin en su hombro y el sol en sus rostros. «Ciertamente -pensó con una especie de pasión- nada puede haber más dulce que la amistad, la confianza y la estimación. Los hombres que las poseen no son hombres que marchan en la oscuridad armados sólo con el odio, no hombres peligrosos a quienes otros hombres deben matar para salvar al mundo.»
Esa noche acamparon en un elevado bosque de pinos, durmiendo bajo una frazada. Por lo menos Temujin durmió, pero Jamuga no. Dormir nunca le resultaba fácil, porque sus pensamientos eran siempre demasiado tristes y melancólicos. Pero pudo maravillarse ante la firme voluntad de Temujin, que podía dormitar en el mismo umbral de los enemigos, y que no se permitía nunca el miserable lujo de la ansiedad y la desesperación. Acostado de espaldas, tenía su tosco rostro vuelto hacia la luna, y Jamuga recordaba el colosal y funesto perfil que Kurelen le había señalado, diciéndole que era el perfil de Temujin. Era verdad. El suyo era el rostro de un gigante durmiendo, ominoso y lleno de poder y predestinación. Y de nuevo el corazón de Jamuga se hundió en un foso de tristeza y se dio cuenta de que había estado cabalgando en una ilusión y que no conocía a Temujin en absoluto.
Se recostó sobre el codo, mirando a su hermano juramentado. Y mientras lo hacía, su mente se hizo confusa, pareciéndole que toda la brillantez de la luna se había concentrado en el rostro dormido de Temujin y que más allá de eso no había nada, sólo una nebulosa quimera. Estaba fascinado y aterrorizado. Sacudió la cabeza como para desembarazarla de su creciente confusión. La luna refulgía con su argentada luz, dando un aspecto de salvaje ferocidad a Temujin, un aspecto inquietante. Un mechón de su cabello rojo caía suavemente sobre su ceja, pero no alteraba su expresión. Podía haber sido una mariposa revoloteando sobre una piedra.
A la mañana siguiente Jamuga dijo:
-Debemos volver. No los encontraremos en esta región.
Temujin estuvo de acuerdo, pero había una curiosa luz en sus ojos y Jamuga pudo ver que estaba pensando en otra cosa. Sus ojos tenían la serenidad de un lago gris sobre el que sus pensamientos estaban en suspenso como nubes, pero no podían ser discernidos. Por último dijo:
-Hay maravillosos apacentaderos desconocidos por nosotros y yo los obtendré para mi pueblo.
Se detuvieron en una vasta planicie de sereno esplendor. No podían ver otra cosa que la inmensa llanura, como un mar suavemente agitado por el viento. Hacia el norte había un solitario pico blanco, resplandeciente como cristal. El aire era tan puro y claro como una montaña de agua. Y el viento, cargado con las frescas esencias de la tierra y el pasto.
Como Jamuga no contestara, Temujin se volvió hacia él con una sonrisa:
-Tú piensas que soy un jactancioso. No crees en mí.
Jamuga lo observó un momento. Luego dijo amargamente:
-Yo creo en ti.
Entonces, absorto en sus tristes y perturbados pensamientos, se puso a la cabeza, seguido por la risa sutil e indulgente de Temujin.
A mediodía Temujin dijo:
-Tienes razón. Debemos volver ahora.
Hicieron girar sus caballos y cabalgaron alejándose del gran pico blanco, que no parecía haberse aproximado a ellos. Dejaron la estepa y avanzaron por una extensa planicie. Entonces se detuvieron de pronto. Avanzando hacia ellos venía un grupo de jinetes: los taigutos.
Jamuga profirió una ahogada exclamación:
-¡Los taigutos! ¡Nos han visto! ¡Huyamos!
Los jinetes eran dirigidos por Targoutai, el viejo enemigo de Temujin, que instantáneamente reconoció al joven por su cabello rojo encendido y su manera erguida de sentarse sobre su caballo. Targoutai soltó un áspero y triunfante grito y, seguido por sus hombres, galopó hacia Temujin blandiendo su lanza.
-Vamos -dijo Temujin en voz baja.
Giraron sus caballos y huyeron a todo galope. Oyeron gritos y vieron flechas pasar a su lado. Los taigutos iban ganando terreno, porque sus caballos estaban frescos y los de Temujin y Jamuga, ya cansados. Temujin detuvo su caballo y miró a Jamuga.
-Sigue, Jamuga, yo trataré de detenerlos un momento para darte tiempo.
Jamuga lo miró a los ojos y replicó con resolución:
-No. Me quedaré contigo y, si mueres, moriré a tu lado.
-¡Tonto! -exclamó Temujin, pero le sonrió.
Dio un tirón a las riendas y su caballo se irguió sobre las patas traseras. Temujin balanceó la lanza en su mano y Jamuga aseguró una flecha en su arco. Esperaron listos e inmóviles.
Los taigutos, sorprendidos, disminuyeron su velocidad. Pero Targoutai, que sólo deseaba matar a Temujin, creyó que sus hombres le seguían. Temujin entornó los ojos, levantó su lanza, midiendo la distancia que se acortaba entre él y su viejo enemigo. Targoutai llegó como una sombra vengativa, corriendo sobre el pasto verde. Temujin levantó su lanza, apuntó y la lanzó con toda su fuerza juvenil. Un segundo más tarde se clavaba en la pierna de Targoutai. Otro segundo y la flecha de Jamuga se clavó en el pescuezo del caballo de Targoutai, que se revolvió con un quejido de agonía. Targoutai, con un encogimiento de dolor, cayó hacia atrás y dio brusca y pesadamente con su cuerpo en tierra. El caballo perdió el equilibrio y cayó también, golpeando a su amo. Los restantes jinetes tropezaron con el jefe caído y su caballo, siendo lanzados de cabeza. El aire se llenó con los gritos de los hombres y los caballos.
-¡Vamos! -dijo Temujin, y de nuevo huyeron.
El temor de la muerte los aguijoneaba y fustigaban sus caballos con saña. Galoparon a furiosa velocidad, inclinándose hacia delante, apoyados en los estribos sin preocuparse acerca de la dirección que llevaban, sólo esperando correr más que sus enemigos. Los caballos, enloquecidos, olvidaron el cansancio y no cejaron en su galope.
Temujin miró por encima del hombro y lo que vio lo hizo reír de regocijo: los taigutos se habían quedado muy rezagados. Sólo tres los seguían ahora y, sin mucho entusiasmo, blandían sus látigos fríamente persiguiendo a los dos jóvenes con roncas amenazas. Unos minutos después, los habían perdido.
Él y Jamuga corrían ahora por el valle hacia el incandescente pico blanco, la montaña de Burkan.
Temujin fijaba los ojos en el pico. Ahí habría relativa seguridad por algún tiempo. Los caballos jadeaban cubiertos de sudor. Pero todavía los espoleaban, rogando que llegase rápido el crepúsculo de las estepas.
Llegó. Una cortina púrpura cayó sobre la tierra. El pico blanco adquirió un resplandeciente rosa frente al cielo amatista. El viento se levantó profundo y atronador, como la voz de un tremendo tambor. Sobre la montaña apareció el rostro trémulo de la luna.
Ellos estaban solos en la tierra. Los caballos jadeaban pesadamente. Para descansarlos un poco, los jóvenes desmontaron, llevándolos de las riendas.
La tierra no era ya herbosa, sino quebrada por piedras y rocas. Luego se inclinaba y se elevaba en empinados fosos. Al resguardo de un saliente de tierra y piedra, los dos jóvenes se detuvieron para pasar la noche, sin atreverse a hacer un fuego aunque el aire se había puesto muy frío, casi helado. Se envolvieron en sus capas acurrucándose juntos bajo las mantas. Instantáneamente se durmieron por agotamiento, incluso Jamuga, cuya mente era siempre un campo de batalla para pensamientos angustiosos. Sobre ellos se elevaba la montaña de Burkan, como una gigantesca protección negra frente al lechoso cielo.
Llegó el alba, todo perla, azul y oro. Temujin dijo:
-La montaña ha salvado mi vida. Hasta el fin de mis días haré sacrificio aquí y mandaré a mis hijos hacer lo mismo en mi nombre.
Cruzó los brazos y se inclinó profundamente, tres veces, ante la montaña, a la que la mañana había transformado en una llama blanca. Luego saludó al sol e imploró al eterno Cielo Azul que lo protegiese por siempre jamás.
Algo más tarde, habiendo bebido agua de una fría corriente de la montaña e ingerido un puñado de mijo seco, iniciaron cautelosamente el viaje de regreso, evitando tanto como fuera posible cualquier extensión de tierra durante el día y cabalgando a través de ellas sólo por la noche.
Tardaron varios días en llegar de nuevo al pequeño río Tungel y al campamento mongol. Allí, para su gran alegría, descubrieron que Belgutei y los otros habían sido encontrados y estaban de regreso ya.
Kurelen se había recuperado y escuchó con ansiosa atención el relato de Temujin, de su huida de los taigutos. Esa noche, el chamán, después de una breve insinuación de Temujin, ofreció sacrificio al Cielo Azul por haber permitido que el joven khan se salvase.
Dos noches después arribó Chepe Noyon, seguido por un formidable destacamento de guerreros keraítas enviados para auxiliar a Temujin por el khan Toghrul.