Capítulo 74
MOVIDO por la compasión, Subodai decidió no permitir que Jamuga lo acompañara al campamento naimán. Sabía que la visión de lo que iba a suceder sería demasiado para este desventurado hombre.
Así, dejó a Jamuga con un pequeño grupo de guerreros para esperar su regreso.
Jamuga ya no sollozaba. Oyó las últimas palabras compasivas de Subodai sin dar señales de haber escuchado. Parecía muerto ya. Una calma sombría cayó sobre él. Subodai pensó que su alma había muerto definitivamente. Sus ojos estaban vidriosos y respiraba lenta e irregularmente. Permanecía sentado en medio del grupo de guerreros con la mirada fija en el suelo y las manos colgando inertes sobre las rodillas.
Subodai dio órdenes de que Jamuga tuviera todo el confort que deseara. Pero sabía, mientras cabalgaba con pesar en su corazón, que Jamuga ya no comería ni descansaría.
Los guerreros que lo custodiaban estaban enfadados y se quejaban mirándolo con resentimiento, ya que por su culpa se perdían su deporte preferido. Temían que sólo recibirían los restos del botín y las mujeres más feas. No obstante, el aspecto de Jamuga los inquietó. Era como si velaran un cadáver y creían que su espíritu se había ido y un espíritu maligno había tomado su lugar. En consecuencia, lo miraban con temor supersticioso.
El día pasó. Los inquietos guerreros ofrecieron a Jamuga comida y vino, pero él los miraba sin verlos. Hora tras hora, seguía sentado inmóvil con los ojos vidriosos y fijos, el labio inferior caído y una leve respiración.
Los guerreros jugaban a juegos de azar alrededor de él, riéndose y cantando rudamente, pero él no los oía. Al final, amedrentados, guardaron silencio.
Llegó la noche. Los guerreros dormían. Uno se mantenía despierto para vigilar a Jamuga, que continuaba inmóvil, sentado como un hombre que hubiera muerto en esa postura. No se acostó, no pronunció una palabra ni dejó escapar un suspiro. El amanecer arrojó su brillante luz sobre el frío y sumido semblante.
Los guerreros se maravillaron de que siguiese vivo. Algunos de ellos sintieron una extraña piedad. Nunca habían visto semejante desesperación muda. Habían creído que empezaría a lamentarse o a llorar, pero no fue así.
De nuevo llegó la noche y Jamuga seguía como una estatuta. Nadie podía adivinar si estaba despierto, dormido o inconsciente, o si pensaba en alguna cosa. Cuando de nuevo llegó el alba, los que lo habían compadecido sintieron un estremecimiento al verlo aún con vida.
Empezaron a anhelar el regreso de su jefe y sus camaradas. Uno o dos se ubicaron en un montículo para escudriñar hacia el este. En su excitación y expectativa, olvidaron a Jamuga. Se quejaban otra vez por haber sido dejados atrás y perderse lo mejor del botín. Discutían acerca de la belleza de las mujeres naimán y hacían bromas vulgares y obscenas. Uno se quejaba de que sus tres esposas parecían tres mulas, y tenía la esperanza de encontrar una o dos hermosas muchachas naimán.
-Estoy seguro de que obtendrás otra mula -bromeaba uno de sus compañeros.
Para aliviar su tedio, luchaban o practicaban con sus espadas. Una nota de malestar verdadero se oía en sus voces. Su inquietud se acrecentó y perdieron su temor a Jamuga. En voz alta se burlaban de él.
-Si su esposa es hermosa, dormirá con el khan y olvidará a este enclenque paliducho -dijo uno-. El khan le dará verdaderos hijos en vez de cabras.
Pero ni aun así Jamuga daba señales de oír algo. Hora a hora, sus facciones se contraían y tomaba cada vez más el aspecto de un cadáver.
Al tercer día, a la hora del crepúsculo, un vigía gritó eufórico. Los guerreros regresaban. El vigía anunció que detrás de ellos rodaba un vasto número de carros y que había gran número de caballos y rebaños. Sus compañeros gritaron golpeando los pies con frenesí.
No oyeron el débil gemido de Jamuga. No lo vieron ponerse en pie y con piernas vacilantes apoyarse contra la roca que los protegía del viento. Su lívido y macilento rostro estaba convulso, los labios agrietados se movían. Emitía sonidos entrecortados y sus enflaquecidos dedos se asían a la erosionada piedra.
Subodai cabalgaba a la cabeza de los guerreros victoriosos, los carros, los rebaños y los caballos. Y mientras marchaba, parecía sumido en una funesta meditación. En los carros se oía un constante lamento acompañado de llantos.
Levantó la mirada al aproximarse y vio a Jamuga. Se mordió el labio. Espoleó el caballo y al llegar saltó a tierra. Los guerreros se precipitaron al encuentro de los que retornaban. En la confusión, Subodai se aproximó a Jamuga. Dedicó una compasiva mirada a su amigo y lo estrechó entre sus brazos.
Jamuga dejó escapar un estremecido suspiro. Aferrándose a su amigo desesperadamente, exclamó con voz quebrada:
-¿Y mi esposa? ¿Y mis hijos?
Subodai cerró los ojos. No podía soportar la expresión de ese semblante.
-Consuélate -dijo benévolo-. No están aquí.
Jamuga se desplomó sobre él, sacudido por los sollozos. De su pecho brotó un largo gemido como si el corazón se le estuviera partiendo. Subodai lo sostuvo en sus brazos y su rostro se oscureció ceñudo, con profundo malestar.
-Estás enfermo -dijo compasivo-. Ven, debes acostarte en una tienda.
Jamuga sacudió la cabeza, y Subodai tuvo que sostenerlo en vilo.
-Después cabalgarás a mi lado.
Quería que Jamuga cabalgara a la cabeza de la caravana a fin de que oyera lo menos posible los constantes lamentos que venían de los carros. Jamuga lo comprendió y de nuevo sacudió la cabeza.
-Marcharé atrás -murmuró débilmente-. Soy culpable de esto. Debo llenar mis oídos con los llantos de aquellos a quienes tan terriblemente he agraviado.
Subodai temía que Jamuga muriera antes de entregarlo a Temujin. Lo obligó a beber un poco de vino y Jamuga tragó automáticamente, pero oyendo los tristes lamentos.
Un poco arrastrando y otro poco cargando al quebrantado hombre, Subodai se acercó a un caballo y lo ayudó a subir. Jamuga se sentó inclinado hacia delante, en muda angustia. Subodai saltó a su semental y cogió las riendas del caballo de Jamuga. Debía salvarle la vida a cualquier precio.
-Tu pueblo luchó bravamente -dijo-. Tan bien pelearon que yo perdí un buen número de mis mejores hombres.
Jamuga lo miró.
-Eso no es una alegría para mí -dijo débilmente.
La caravana comenzó a moverse. Jamuga, acurrucado en su montura, nada oía, sino los lamentos de las mujeres y los niños, rodando detrás de él en los carros.
Y Subodai, cabalgando a su lado, sosteniendo las riendas de su caballo, miraba al frente, amargado y sombrío.
«Vivo sólo para obedecer. Sólo para obedecer», se repetía para sí en hipnótica letanía, como si tratase de ahogar el clamor de sus pensamientos.