Capítulo 58

EN el palacio del khan Toghrul, Jamuga se preguntaba qué pensamientos perseguían a Temujin. ¿Veía a Azara en los pasillos y jardines? ¿Pensaba en ella a la luz de la luna? No lo podía saber. Observaba el semblante de Temujin, pero sólo veía calma indiferente. Una vez señaló la larga vista de los jardines a la luz de la luna y dijo a Jamuga:

-Una noche soñé que había una alta muralla blanca ahí. Alcanzaba el cielo y tenía una puerta de oro. Traté en vano de forzar la puerta.

-Fue una pesadilla -respondió Jamuga, que no conocía el resto del sueño-. Eso significa que hay puertas que los hombres no pueden nunca forzar y murallas que no pueden salvar.

Temujin lo miró meditativo y luego sonrió. Jamuga vio dolor e ironía en esa sonrisa.

-Creo que tienes razón -dijo el joven khan, y se alejó.

Jamuga lo vio ir de un lado al otro del jardín, inquieto, como buscando algo.

Una noche Jamuga se despertó con un extraño ruido, como un suspiro o un gruñido apagado. Pero cuando se sentó para escuchar, no oyó nada. Temujin dormía a su lado, con la pálida sombra de la luna sobre su tranquilo rostro.

Toghrul y Temujin se habían saludado con afecto. Temujin se sorprendió de ver cómo había envejecido el anciano. Se había encogido y su rostro era como una nuez marchita, tallada con un millar de líneas como cabellos. Pero su codicia y su astucia centelleaban en sus inextinguibles ojos, y su voz era tan dulce como siempre.

Ninguno de los dos mencionó a Azara, porque para ambos era un nombre que no debía renacer. Hablaban sólo de la próxima campaña y Toghrul expresó su satisfacción por el buen aspecto de los soldados de Temujin.

-Pronto derrotaremos a esos animales tártaros -dijo.

Sonrió a su hijo adoptivo y se sorprendió de que Temujin no correspondiera a la sonrisa.

-Los tártaros no son animales -dijo éste con tranquilidad-. Sólo son un incordio para los príncipes de Catay. Tú has sido inducido a auxiliar a los príncipes y recibirás tu recompensa. Yo sólo pido los prisioneros, sus esposas, sus hijos, sus caballos, sus rebaños y sus tiendas. -Y no dijo más.

Taliph, amable y amistoso como siempre, quedó perplejo. Pero Toghrul, con sus crueles ojos brillando, no se confundió en lo más mínimo.

Se había preparado una gran fiesta en honor de Ye Lin Chutsai, el príncipe y general chino. Fue una celebración licenciosa y extravagante. Toghrul pensó que sería una fiesta adecuada para huésped tan ilustre y esperó que el general se sintiese a sus anchas. Pero el padre de Ye Lin Chutsai había sido un taoísta y él mismo suscribía la austeridad y sencillez de esta religión, aunque como caballero amaba la culta elegancia elitista. Encontró la fiesta y el palacio del khan bárbaros y repugnantes, pero, como decía con frecuencia, un caballero nunca permite que la religión o el refinamiento estropeen la cortesía, de manera que se declaró abrumado y deleitado por aquella orgía de mujeres y colores, vino y risas, riqueza y vulgaridad.

Estaba sumamente interesado en Temujin, y lo miraba con admiración. Nunca había visto cabello rojo ni ojos verdes antes, y le resultaban fascinantes. Estaba también intrigado por Temujin mismo, por su expresión y sus maneras. Poco después de su encuentro, dijo:

-En Catay tenemos una planta que se llama Won Nin Ching, «siempre-viva», que florece sólo una vez cada diez mil años y señala la llegada de algún gran rey, un gran líder espiritual o una terrible epidemia. El cielo ha enviado una señal en esta planta, creemos. Esta mañana, dos de mis siemprevivas, dos de estas plantas florecieron, y ahora te veo a ti.

Sonreía apaciblemente mientras lo decía, como divertido por sus propias palabras y como si compartiese una amable broma con Temujin, que correspondió a su sonrisa. Pero Toghrul no dijo nada. Miraba un semblante, luego el otro, como una rata que oye y ve todo en un mundo en el que hace dos cosas a la vez: odia y es odiada.

Ye Lin Chutsai era un hombre apuesto, de mediana edad, con una voz profunda y resonante. Su tez era marfil claro y sus ojos traslucían vigor intelectual y físico.

Entre su larga barba se veían unos labios rojos y gruesos, dados a la sonrisa irónica y afable. Sus uñas eran largas, curvas y esmaltadas. En sus dedos centelleaban anillos con pedrería. Usaba sólo túnicas de seda blanca, excepto en la batalla. Erguía la cabeza orgullosamente, pero con sencillez. Era el primer caballero que veía Temujin. Entre los dos hombres, el bárbaro y el noble, nació un cálido sentimiento de confianza y amistad.

Temujin estaba interesado en la historia de la siempreviva. El caballero chino rió levemente.

-Esta mañana mostré esta planta a un viejo primo de mi madre, que se ha entregado a alguna religión o filosofía bárbara. Es un hombre anciano y sabio, a pesar de su separación de la fe de sus padres. Palideció al verla y dijo: «Este florecimiento presagia la llegada del antiguo monstruo desde las oscuridades del pasado a la sanguinaria luz del presente».

Él cree que las calamidades que asolan a los hombres son inmortales, que el monstruo es abatido pero igual se levanta otra vez en las generaciones futuras para acosar, destruir, flagelar y castigar a los hombres por sus crueles actos y olvido de Dios. -Miró a Temujin con ojos alegres y danzarines, riéndose sin malicia-. Entonces, cuando le hablé de tu llegada, lloró y dijo: «¡El monstruo ha venido de nuevo!». Ya ves, Temujin, que mi viejo primo te conocía de antes. -Y soltó una risita.

Temujin lo miró estupefacto, turbado y abrumado por un torbellino de pensamientos.

-Tu primo, el gran señor, me lisonjea -dijo.

Toghrul rió también, pero se mordía el labio, mirando sólo a Temujin.

Ye Lin Chutsai disfrutaba de su broma. No veía nada en este joven mongol, ni en el repugnante olor de sus groseras ropas de lana, ni en su armadura de cuero barnizado. Se recordó que debía repetir la broma a su madre, que había reído poco desde la muerte de su esposo.

Toghrul habló maliciosamente al chino, pero mirando a Temujin:

-Quizá tu primo era crédulo como son muchos ancianos, mi señor. Tal vez Temujin le dijo en alguna ocasión que él deseaba poseer el mundo.

Ye Lin Chutsai rió de nuevo, pero sin malicia. Observaba a Temujin con ojos afables.

-¡No! -exclamó-. ¿Para qué?

Temujin, aguijoneado, dijo:

-¿No deseas tú la gloria y la conquista, mi señor?

Ye Lin Chutsai enarcó las cejas con sorpresa.

-¿Yo? ¡Desde luego que no! ¿Por qué habría de desearlo?

-Tu pueblo es decadente -dijo Temujin.

El chino sonrió.

-¿A qué llamas tú decadencia? ¿A la civilización? ¿Al cultivo de las artes y la música, la vida bondadosa y la paz, la filosofía, los libros y todas las cosas que distinguen a los hombres de las bestias? Me parece que he oído esta manida teoría antes.

-Pero todas estas cosas quitan la fuerza y la virilidad a los hombres -respondió Temujin.

Ye Lin Chutsai lo observó como un maestro observaría a un niño revoltoso pero de buen corazón.

-¿Crees necesario, para ser viril, oler a estiércol y andar merodeando y matando? ¿La habilidad para esgrimir una pluma anula la habilidad para esgrimir una espada? No estoy de acuerdo contigo. -Se estaba divirtiendo en grande.

Jamuga, que había escuchado en silencio a corta distancia, se inclinó hacia delante ansioso. Con cierta oscura satisfacción, vio subir un sonrojo al duro y arrogante rostro de Temujin, que dijo:

-Supongamos que el Gran Emperador Dorado fuera atacado e innumerables sitiadores violentaran las puertas de la Muralla. Supongamos que esos sitiadores no tuvieran nada que perder, sólo sus vidas, y no les importase. ¿Sería capaz tu pueblo de resistir semejante furia si han pasado toda su vida sentados en sus jardines escuchando el tintineo de las campanillas de plata de las mujeres?

Ye Lin Chutsai lo miró pensativamente, sonriendo a medias.

-Eres muy sagaz, mi joven amigo. No te subestimo. Pero ¿no piensas que vale la pena luchar por los jardines, la paz y las campanillas de plata?

-No, porque demasiado pensar hace que los hombres sobrestimen sus vidas e inspira en ellos la creencia de que la vida vale la pena a cualquier precio. Pero mi gente y las gentes de las estepas y las regiones áridas dan poca importancia a la vida. Entre el hombre que ama la vida como esclavo y el que la ama sólo porque puede perderla en una batalla, está claro cuál saldrá victorioso.

Ye Lin Chutsai apretó los labios y reflexionó.

-Veo que quieres decir que sólo el hombre dispuesto a sacrificarlo todo puede ganar al final. Quizá tengas razón. Pero creo que si los imperios de Catay fueran amenazados, encontraríamos suficientes hombres que preferirían morir antes que ser esclavos. Entre nosotros hay muchos que aman nuestra civilización suficientemente para defenderla con su vida.

-¿De veras? -preguntó rápidamente Temujin.

Ye Lin Chutsai sonrió y se encogió de hombros.

-Si yo muriera, la civilización dejaría de existir para mí -respondió, y no pudo evitar reírse.

Pero Temujin, que lo comprendió, no sintió enojo por su risa. Se observaron amistosamente. Toghrul estaba asombrado y mortificado. No podía comprender la razón de la amistad entre este caballero sumamente culto y el grosero e ignorante pequeño khan de las regiones áridas.

Toghrul habló con Ye Lin Chutsai sobre las demandas de Temujin en los botines de la guerra que se aproximaba: los tártaros hechos prisioneros y quienes les pertenecían. Lo comentó con tono indulgente, porque le parecía una exigencia ridícula. Pero Ye Lin Chutsai no pareció tomárselo a la ligera y contempló a Temujin con una especie de leve asombro.

Más tarde vio a Temujin fuera y lo invitó a caminar con él por los jardines. Paseando, contó al joven mongol acerca de la historia y la grandeza de la civilización china. Describió a Temujin aquel vasto imperio gobernado por la tradición, la cultura, la poesía y la música, la filosofía y el estudio. Como en un llano sin fin, el mongol vio ríos de plata y poderosas ciudades donde los hombres discutían sobre Buda y Lao-Tse, y pensó que una estrofa de palabras doradas era de más valor que la posesión de un botín. Oyó voces que no nacían de la furia ni de la venganza, sino de las largas argumentaciones sobre, por ejemplo, el significado de una oscura frase filosófica. Vio templos, escuchó címbalos y las eruditas discusiones de los sacerdotes. Supo que los poetas eran más reverenciados que los príncipes y el orgullo de la familia, más grande que la fortuna.

-Cantos de guerra no se oyen ya entre nosotros -dijo Ye Lin Chutsai, sonriendo-. Nosotros consideramos que el soldado vale menos que un animal y escuchamos sus hazañas con disgusto. Cuando nos enzarzamos en una guerra, y esto es muy raro, lo hacemos con prontitud y disgusto. Preferimos la contemplación de la naturaleza y la hermosura de nuestra tierra. Porque en esas cosas no hay locura. La locura vive sólo en la mente de los hombres enfermos. Amamos los epigramas, porque son nuestra venganza sobre las muchas cosas insoportables de la vida. Somos a la vez desesperados, tristemente tranquilos y las más alegres gentes del mundo. Sabemos que el hombre es por naturaleza cruel, y porque somos caballeros, cubrimos esa crueldad con flores, prefiriendo los perfumes a la hediondez.

-Sin embargo -dijo Temujin con cinismo-, destacáis por la astucia de vuestros negociantes y las grandes riquezas de vuestros mercados.

Ye Lin Chutsai rió, admitiendo:

-Así es. Más allá de la música de nuestras casas de té, nuestros comerciantes hacen retintinear sus riquezas. Pero esos comerciantes no son caballeros. Yo estoy hablando sólo de mi propia clase.

Entonces, con toda franqueza, como un filósofo cínicamente tolerante de todas las crueldades y fealdades, contó a Temujin sobre la corrupción de los funcionarios del gobierno, sobre el odio entre las clases detrás de la Gran Muralla, sobre los impuestos opresivos y las asperezas entre los budistas y los confucianos, sobre la vileza de los hombres en las calles, la desilusión y desaliento de los hombres de pensamiento, los nobles borrachos y los príncipes holgazanes y estúpidos, los burócratas y los demócratas en su incesante lucha de palabras, sobre la miseria y desesperación de los pobres.

-Pero ninguno de ésos son caballeros -añadió con una ligera mueca, como si sus propias palabras lo amargaran.

-Entre semejante odio y confusión, no puede haber unidad ante la guerra y la agresión -dijo Temujin, pensando en voz alta.

-Pero la naturaleza de los chinos es alegre, festiva y apasionada. Y sobre todas las cosas, odia la esclavitud.

-Se han alejado de su naturaleza -dijo Temujin-, y por eso están maduros para la destrucción.

El príncipe encontraba interesante a Temujin. Deseaba escuchar algo acerca de su propia vida y su pueblo, y escuchaba con atención, aunque sentía un estremecimiento interior.

-¿Qué hacéis en vuestro tiempo libre, cuando no criáis, carneáis, ni disputáis?

-Dormimos -dijo Temujin, y rió.

El otro chino sacudió la cabeza y sólo sonrió.

Temujin estaba sorprendido de la astucia y destreza de los soldados chinos que peleaban hombro con hombro con sus propios guerreros y los de Toghrul. No tenían aversión para matar, pero lo hacían como si fuera una desagradable necesidad que no les proporcionaba regocijo. Además, se defendían cuidadosamente y retrocedían antes que pelear para morir. Eran sus propios hombres y los keraítas los que luchaban con gritos exultantes de placer y los que morían alegremente. Temujin registró en su mente lo que aprendía y nunca lo olvidaría. Aprendió que la gallardía y la inteligencia podían defenderse pobremente frente a la ferocidad y la temeridad. Un caballero no era rival para una máquina de pelear. Tenía demasidada imaginación. Cuando era rodeado, temía más que a la muerte al afilado mordisco del acero en sus órganos vitales, y se indisponía a la vista de su propia sangre.

Los tártaros, feroces y salvajes, peleaban con el natural espanto de las simples bestias. Pero pronto se sobreponían por el número. Aun cuando estaban muriendo, se levantaban sobre una rodilla y golpeaban. Temujin podía comprender esto y lo honraba.

Los tártaros fueron obligados a retroceder y huir en desorden. Dejaron atrás sus tiendas, sus mujeres y sus niños. Todo esto lo confiscó Temujin. Mientras tanto, los hombres eran perseguidos y capturados. Esa noche, en medio del enorme desorden, habló a los tártaros invitándolos a unirse a él.

Éstos lo reconocieron como uno de ellos. Los tártaros odiaban a los chinos y los keraítas; creían haber sido traicionados por éstos. Pero miraron a Temujin y simpatizaron con él. Arrodillándose, le ofrecieron su lealtad.

Toghrul, excitado, se jactaba ante Ye Lin Chutsai de sus victorias. Le fue concedido el título de Wang, como se le había prometido, y gran parte del botín. Temujin quería sólo los hombres, sus familias, sus rebaños y sus tiendas. Tranquilamente, seleccionó dos de las más hermosas muchachas tártaras y las hizo sus esposas. Los tártaros sentían ahora que Temujin era su aliado y que odiaba a sus enemigos tanto como ellos.

-Paciencia -les decía en privado-. Paciencia. Seremos vengados.

Ye Lin Chutsai lamentaba que Temujin tuviese que partir ya.

-Descuida -le dijo Temujin con una extraña sonrisa-. Nos encontraremos otra vez.

Ye Lin Chutsai insistió en darle un collar de perlas y ópalos para Botei, así como cajas de té y especias, y muchos metros de seda. Se despidieron con expresiones de mutuo afecto y muchas promesas.

Temujin inició el largo viaje de regreso. Le seguía la vasta multitud de sus nuevos vasallos. Los tártaros cabalgaban al lado de sus propios guerreros, compartiendo con ellos sus mantas y comida.

Jamuga no simpatizaba con los tártaros. Desconfiaba de ellos. Por las noches había conversado con varios oficiales chinos y tenía la sensación de que ahí estaba su verdadero pueblo. Mientras cabalgaba de regreso con Temujin, iba a la zaga, pues tenía la sensación de que su hermano juramentado era ahora un completo extraño y que todo afecto había muerto entre ellos.

«Me iré -pensaba desdichado-. Con seguridad el pueblo de mi madre me recibirá. No hay lugar para mí con Temujin.»