Capítulo 48
TODAS las mañanas Jamuga escudriñaba el rosado horizonte y al anochecer, el horizonte púrpura, esperando desesperadamente el regreso de Temujin. Su alarma y turbación aumentaban a medida que los días pasaban. Cada noche se volvía a decir que Temujin era sagaz. Todas las mañanas su vieja y condescendiente subestimación de su khan volvía y le convencía de que el fin yacía agazapado en alguna parte detrás de esos horizontes que él escudriñaba tan desesperadamente.
Él no era feliz en su actual situación, porque no era tonto. Veía que su posición de khan no sólo era temporaria, sino despreciable. El verdadero gobierno de la tribu estaba en manos del reservado y hermoso Subodai. Es verdad que Subodai lo consultaba con el mayor respeto y con frecuencia, pero eran sólo palabras. Se sentía irremediablemente arrastrado, como de costumbre, por las decisiones tomadas por otro. Para un hombre de su fría y oculta vanidad, esto era doloroso. La pálida línea entre sus cejas se profundizó. Se hizo mezquino e irritable en pequeños asuntos, a fin de exhibir ante otros que él era el verdadero khan, no Subodai. Cometía pequeños abusos que, sin embargo, no le proporcionaban placer. Sentía un oculto desdén debajo del respeto que se le dispensaba, un disimulado sarcasmo ante su pálida arrogancia. Si Temujin hubiera descubierto esto, habría luchado salvajemente en contra suyo por recuperar un genuino respeto y temor. Pero Jamuga era a la vez demasiado orgulloso, demasiado tímido y demasiado egoísta para forzar una lucha abierta de la que dudaba salir victorioso.
Era demasiado melindroso para ser cruel. No poseía ningún calor ni bondad profunda, y por eso no se granjeaba afectos ni mucho menos respeto. Entre sus compañeros se mostraba aturdido, alarmado, inquieto o nervioso. Si hubiera poseído fiereza y poder, su distanciamiento hubiera inspirado temor reverente y aun adoración. Pero, indeciso, frío, lleno de sombría arrogancia, orgulloso y vano, carecía de fuerza y exigencia, y en consecuencia era mirado con menosprecio. A medida que pasaban los días, el severo pero benévolo Subodai descubrió todo lo que podía hacer gracias a su fuerza de voluntad y sus amonestaciones discretas, compeliendo al pueblo a tener en cuenta a Jamuga, y a, por lo menos, permitirle creer que él los gobernaba. El sensible Jamuga pronto lo descubrió y un sutil odio nació en él contra Subodai, que gobernaba donde lo deseara sin esfuerzo aparente. Por la noche lloraba amargas lágrimas y no podía dormir.
Una vez cometió un grave error. Este error fue la semilla que proporcionó el terrible fruto para él en los años venideros.
Jamuga se había dicho a sí mismo que durante su ejercicio como khan rectificaría muchas «injusticias» entre el pueblo, a fin de tener un punto para argumentar contra Temujin cuando regresara y demostrar a su hermano juramentado algunos de los errores de su gobierno.
Cada nokud tenía derecho de vida y muerte sobre los miembros de la tribu asignados a su jurisdicción. Los nokud tomaban toda clase de decisiones, juzgaban toda disputa y castigaban a los culpables. Si un hombre era condenado a morir, nadie podía apelar el fallo del nokud.
Sucedió que un atardecer Jamuga caminaba a través de las tiendas en dirección a su acostumbrado punto de observación desde donde escudriñaba el horizonte crepuscular en busca de Temujin. Estaba lejos de su propia tienda. Esta parte del campamento estaba bajo la jurisdicción de un severo hombre de edad mediana llamado Agoti, a quien Jamuga apenas conocía, pero que no le era simpático por su inexorable estolidez. Absorto en sus propios funestos pensamientos, al principio no oyó los lamentos de las mujeres y niños procedentes de una tienda grande. Cuando finalmente los oyó, fue a investigar. Encontró en la tienda a unas veinte mujeres jóvenes, dos mayores, dos ancianas arrugadas y por lo menos doce niños. Todos estaban amontonados entre el humo y el olor de almizcle, agazapados en cuclillas con las cabezas cubiertas con sus atavíos. Todos lloraban y se lamentaban al unísono, meciéndose con desconsuelo.
La fina y suave voz de Jamuga no pudo penetrar al principio la pared del duelo, pero por fin un muchacho lo notó llamando la atención de su madre hacia el khan. Al verlo, ésta profirió un grito, arrojándose al suelo y ocultando el rostro. Se arrastró a sus pies, besándolos, empapándolos en lágrimas y pidiendo misericordia. En pocos segundos las otras mujeres siguieron su ejemplo con sus lamentos y exclamaciones, con sus quebradas voces implorantes. Un pequeño grupo se reunió fuera lanzando exclamaciones y conjeturando qué ocurría.
Por último, Jamuga entendió que el amo de la tienda, Chutagi, había sido condenado a muerte. Nadie parecía saber por qué, pero sería ahorcado a medianoche por orden de Agoti. Sólo Jamuga, el gran khan, podía salvarlo. Se arrodillaban en su derredor o yacían postradas llorando. La difusa luz caía sobre sus macilentos rostros húmedos y desordenado cabello. Las más ancianas eran la madre de Chutagi y su abuela. Las demás eran sus esposas, hijas e hijos.
Jamuga las contempló y apretó los labios. Recordó a Agoti con odio y enojo. Prometió que consultaría con Agoti para ver en qué consistía el crimen de Chutagi y lo que se podía hacer.
Volvió a su tienda, ardiendo con una extraña y feroz emoción. El corazón le latía dolorosamente. No sabía por qué se sentía así. Sabía que las leyes de la tribu eran inmutables y que Chutagi, aparentemente, había violado una de ellas gravemente. No sabía por qué deseaba intervenir. No trató de analizar lo que sentía ni lo que podría hacer. Pero visualizó el rostro de Temujin y toda su contrariedad se encendió. Comenzó a temblar violentamente. Pero, con todo, no sentía piedad por el hombre que tenía que morir, ni siquiera por sus mujeres.
Se detuvo ante la puerta de su tienda. Luego, obedeciendo un extraño impulso, fue hasta la de Temujin y ordenó a un sirviente que le trajera a Agoti enseguida. Entró en la tienda de Temujin sentándose sobre el suave y vacío canapé. Miró alrededor respirando con agitación. Tenía las palmas húmedas. Se le estremecían los músculos y tenía la boca seca. Empezó a comprender algo de su emoción. Era la ira lo que se había apoderado de él, una ira oscura como jamás había sentido antes. Detrás de él colgaba el estandarte de las nueve colas de búfalo y debajo de él, una de las espadas de Temujin. La tomó colocándola sobre sus rodilllas. Luego esperó.
Muchos lo habían visto entrar y esperaban fuera, cuchicheando excitados. Pronto se les reunieron otros. En pocos minutos casi quinientos hombres se habían reunido alrededor de la tienda de Temujin. ¡Jamuga Sechen había entrado en la tienda de su señor y estaba sentado en su canapé con la espada de Temujin!
Cuando Agoti llegó a la tienda, una multitud le pisaba los talones. Algo de mal agüero ocurría, todos lo sabían. Pero Agoti caminaba impasible mirando al frente con indiferencia y hasta menosprecio. Ocasionalmente escupía y miraba con fijeza a los hombres, que se apartaban desviando la mirada.
Cuando llegó a la tienda de Temujin, exclamó en voz alta: «¡Bah!», y sonrió. Entró en la tienda, hizo una profunda e irónica reverencia ante Jamuga Sechen y esperó en silencio.
El rostro pálido de Jamuga estaba sudoroso y sus claros ojos azules brillaban de emoción, pero habló con tranquilidad:
-Agoti, se me ha informado que has condenado a muerte a Chutagi. ¿Por qué no fui informado de ello? -Tranquila como era su voz, alcanzó a los más próximos a la tienda, que rápidamente lo transmitieron a los demás.
Agoti clavó la mirada en él. Su rostro se congestionó. No pudo ocultar el desdén y la arrogancia en el tono de su voz cuando respondió:
-Señor, soy un nokud. No necesito informar a nadie, ni siquiera al señor Temujin, acerca de la aplicación de la ley entre los que están bajo mi mando. Así lo ha decretado él.
La extraña emoción sofocante que afligía a Jamuga se elevó al paroxismo. Todo se tornó negro ante sus ojos por un momento. El odio le oprimía la garganta.
Cuando habló, su voz sonó débil y sofocada.
-Has olvidado que yo soy el khan hasta que regrese nuestro señor. Te digo a ti ahora, y lo diré a los otros, que yo daré la última palabra hasta ese momento. Si en el futuro tomas tan importantes decisiones sin mi permiso, sufrirás el mismo castigo.
Los curiosos de fuera sintieron muda diversión. En cuanto a Agoti, miró a Jamuga como quien mira a un loco. Pero no era tonto y recuperó la compostura rápidamente. Dijo con voz de tranquila dignidad:
-¿Debo entender que tú, Jamuga Sechen, abrogas las leyes formuladas por el gran señor Temujin?
Un momento de reflexión podía haber salvado a Jamuga de cometer su mayor tontería, pero no reflexionó. El corazón le latía con mortal ansiedad. Por primera vez en su vida, deseó matar. Sus dedos se crisparon en la empuñadura de la espada hasta tornarse blancos. Hasta el estólido Agoti se espantó de su expresión y retrocedió un paso, nervioso.
Entonces Jamuga dijo:
-Así debes comprenderlo. -Esto fue repetido fuera e impresionó a los oyentes, hasta dejarlos excitados y gozosos porque todos lo despreciaban.
Agoti sonrió irónicamente y para disimular, saludó de nuevo.
Jamuga continuó con su voz sofocada:
-La voz de ayer no es la de hoy o la de mañana. ¿Qué ha hecho este hombre?
Agoti habló con respeto burlón:
-Señor, ha cometido traición.
-¡Traición! -Una sombra inescrutable pasó por el rostro de Jamuga.
-Sí, señor. Se le ha escuchado decir muchas veces estos últimos días que nuestro gran khan nos ha abandonado por una razón trivial, demorando nuestra partida para los pastoreos de invierno y dejándonos desamparados ante un ataque. -Agoti habló lentamente, como saboreando cada palabra. Fijó sus ojos en los de Jamuga-. Dijo también que el pueblo debería elegir un nuevo khan capaz de sacarnos enseguida de este lugar peligroso.
Jamuga escuchaba. Humedeció sus secos labios sin desviar su mirada de Agoti. Sus ojos eran los de un ciego. Luego, lentamente, inclinó la cabeza y pareció sumirse en profundos pensamientos.
Cuando habló, su voz sonó como la de un hombre que habla en sueños:
-¿Es traición, entonces, negar a un hombre libre la valiente y franca expresión de sus opiniones? -Y se respondió-: ¡No, no es un traidor! Este hombre no es un esclavo. No ha sido comprado y encadenado. Es injusto que no pueda hablar como se lo dicta su conciencia. Déjalo en libertad enseguida.
Los sardónicos y gruesos labios de Agoti palidecieron. Aspiró un agudo y fuerte resuello y lo contuvo. Observaba a Jamuga incrédulo. Era incapaz de hablar y la transpiración brotó de su piel cuando intentó hacerlo. Fuera, todos murmuraban.
Viendo a Agoti delante de él con las ventanas de la nariz distendidas, Jamuga se encolerizó salvajemente. Su voz sonó aguda e histérica como la de una mujer cuando exclamó:
-¿Eres imbécil? ¿Eres sordo? ¡Me has oído! ¡Libera a Chutagi inmediatamente o sufrirás terribles consecuencias!
Agoti estaba sobrecogido. Confundido, no podía siquiera moverse. «No he oído bien», parecía estarse diciendo una y otra vez, sin dar crédito a sus propios oídos.
Jamuga lo miraba fijamente. Gotas de frío sudor perlaban su pálido rostro. Su mirada cayó sobre un látigo para búfalos que estaba próximo a su mano. Lo tomó. Lo hizo chasquear en el aire y cruzó el rostro de Agoti. El látigo silbó como una serpiente y cuando cayó, un ribete escarlata se levantó donde había golpeado.
-¡Ahora vete! -dijo Jamuga ásperamente, jadeando-. Y envíame a Chutagi.
Agoti no había retrocedido ni cayó hacia atrás cuando el látigo lo golpeó. Lo recibió de lleno, firme. De pie ante Jamuga, su estatura pareció aumentar. Investido de grave dignidad, miró al otro con orgullo y coraje.
-Tú eres el khan -dijo tranquilamente, pero ya no era un nokud, sino un hombre cuyos ojos centelleaban sanguinariamente. Inclinó la cabeza saludando, giró sobre los talones y dejó la tienda.
Solo en la tienda, la jadeante respiración de Jamuga llenaba el nefasto silencio. Sus ojos como saetas cayeron sobre el látigo que sostenía en la mano. Profirió una débil exclamación y lo arrojó a un lado con fastidio. Pero un instante más tarde apretó los labios y los puños. Su respiración se aplacó. El latido de sus sienes disminuyó. No oía ya a la gente de fuera y presumió que se habían ido. Ignoraba que estaban completamente atónitos por lo que habían oído.
La entrada de la tienda se abrió y Agoti entró acompañado por Chutagi, que se movía como un hombre en un sueño imposible. Miró a Jamuga como hipnotizado. Pestañeaba sin cesar, humedeciendo sus labios con la punta de la lengua. Era un hombre alto, bronceado y delgado, con fuertes piernas algo combadas. Tenía una expresión osada y algo insolente. Sus ojos irradiaban una mirada belicosa. Jamuga lo estudió en silencio. He ahí un hombre de coraje y fuerza, que decía su verdad abiertamente y no podía ser atemorizado ni aun por Temujin, ante quien la gente temblaba.
«Aquí hay uno, por lo menos, que no adora a Temujin», pensó Jamuga, y sintió un extraño estremecimiento de satisfacción.
Con brusco ademán dijo a Agoti:
-Vete.
Agoti vaciló. El látigo había golpeado su labio inferior, que estaba hinchado y sangraba. Saludó y desapareció.
Jamuga y Chutagi se observaron en silencio. Chutagi no tenía temor. Erguía los hombros con arrogancia. Entonces Jamuga tomó conciencia de la realidad. No había ahí un rebelde inteligente, hablando con dignidad y comprensión. Era sólo un granuja, perennemente descontento, que sólo buscaba agitar y molestar. Jamuga lo intuyó confusamente puesto que Chutagi no mostraba aspecto de gratitud, respeto o reverencia. Observaba a Jamuga con la osadía de un bribón y, viéndolo, el enojo de Jamuga brotó de nuevo. Había esperado que Chutagi se arrodillara ante él reconociendo ambas cosas a la vez, su poder y su merced.
Jamuga dijo lacónicamente.
-Se me ha dicho que te has expresado con falta de respeto hacia nuestro khan Temujin. Deploro tu tontería y carencia de discreción. En este momento no podemos dividir a nuestra gente. Sin embargo tú has hablado osadamente, como un hombre libre. La osadía no es razón para dar muerte. Vete. Eres libre, pero cuida tu tonta lengua en el futuro.
Chutagi lo miró con mayor descanso, pero enseguida pareció confundido.
-¿Estoy libre, mi señor? ¿Libre para irme, después de mi traición?
La furia de Jamuga brotó como la acometida de la hoja de una espada, una vez más.
-¡Idiota! ¿Has oído algo de lo que te he dicho?
Chutagi guardó silencio. No se mostraba ya socarrón ni desafiante. Parecía pensar. Sus facciones se contrajeron y Jamuga, sin poder creerlo, vio que estaba a punto de echarse a llorar.
-Pero, señor, yo incité a la gente a la rebelión. Soy culpable de traición y desobediencia. Debo morir. He violado la primera ley de mi pueblo. Merezco castigo.
Jamuga lo miró como a un loco. Se sofocó. No se atrevió a hablar, por miedo de estallar en salvajes vituperios y golpear al otro hombre. Levantó los brazos y exclamó:
-¡Desaparece de mi vista, so imbécil!
Un completo aturdimiento se apoderó de Chutagi, como el de alguien que ve la tierra abrirse ante él, que ve cambiar el aspecto del mundo en una pesadilla aterradora en la que todas las cosas seguras y establecidas se han desvanecido. Dando traspiés hacia atrás y pestañeando, salió. Casi cayó al suelo al salir de la tienda.
Jamuga masculló:
-¡Oh, estos brutos! ¡Estos brutos!
Hundió el rostro en las manos. Se sintió mortalmente enfermo y tuvo náuseas.
La gente que escuchaba fuera se miraba entre sí. El rostro de cada hombre era una réplica del desconcierto, el temor y el ceño de Chutagi ante la contemplación de un mundo que no era ya firme, seguro y ordenado. Entonces, uno por uno, regresaron a sus tiendas.
Pronto todo el campamento estuvo silencioso, como de duelo. Los fuegos se dejaron apagar. Las mujeres se reunían cuchicheando. Muchas llevaban a sus niños con ellas como para protegerlos.
Jamuga, reponiéndose algo, se dijo: «La culpa es de Temujin. Él ha quitado la virilidad a su pueblo y ha hecho de ellos tontos y bestias».