8

Después de tres horas de insinuaciones logré alcanzar un punto en el que dejé de ruborizarme. Hasta fui capaz de proporcionar una réplica picante. Eso no me convenció de que pudiera acercarme a Benjamin y empezar a coquetear con él. Solo me convenció de que estaba tan cómoda con Nate que, una por una, mis inseguridades estaban saltando de un trampolín desde la montaña de la Baja Autoestima mientras estaba cerca de él. Aun así, me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo, no solo porque Nate había empezado a socavar el peso de mis inseguridades físicas, sino porque sentía que estaba agarrando la vida por las pelotas y haciendo algo con una parte de mi vida con la que era infeliz.

El viernes, Nate estuvo ocupado todo el día, porque tenía tres sesiones de fotos programadas para el diario, una de las cuales era una ceremonia de premios que lo tuvo trabajando hasta la medianoche. En cuanto a mí, tenía mi cena semanal habitual con papá, Jo, Cam y Cole.

Esto significaba que no habría lecciones.

El sábado también estaba descartado, pues Nate, Cam y Cole tenían clase de judo por la tarde y acostumbraban a salir juntos después. No obstante, todavía conseguí ver a Nate.

Jo llamó para preguntarme si quería salir esa noche, y cuando llegué allí me encontré a los chicos, incluido Peetie. La prometida de Peetie, Lyn, no estaba con ellos y tampoco esperaba que lo estuviera. Las pocas veces que nos habíamos visto me había caído bien, pero nunca se desviaba de su camino para salir con los amigos de Peetie. Ella tenía su propio grupo, y a ambos les parecía bien eso.

Nate y Cole estaban jugando a un juego de guerra sobre el que Nate tenía que escribir una reseña. Entretanto, Peetie y yo esperábamos pacientes nuestro turno. Cam se había sentado en la esquina de su escritorio, repasando alguna cuestión de trabajo, y Jo estaba tumbada medio dormida en la alfombra delante de la chimenea.

Me acomodé al lado de Nate e intenté no sentirme rara en su compañía en una situación normal con nuestros amigos, después de haber pasado toda la noche del jueves flirteando con él. A pesar de que eran lecciones amistosas, todavía había algo impúdico en el hecho de que ninguno de nuestros amigos tuviera ni idea de que Nate me había dicho que pensaba en joderme, o que habíamos pasado cuatro horas coqueteando muy animados hasta que empecé a notar un cosquilleo entre las piernas.

—Estoy repensando mi plan de convertirme en tatuador —anunció Cole, cuyo pulgar se movió con celeridad sobre el mando cuando un objetivo enemigo apareció en la pantalla.

Jo se revolvió y parpadeó adormilada para mirar a su hermano.

—¿Por qué? Llevas meses dando la vara con eso.

Cole puso el juego en pausa y miró a su hermana con una expresión un tanto testaruda.

—Yo no doy la vara.

Cam gruñó desde la esquina de la sala y murmuró sin levantar la mirada de sus dibujos.

—Te ha pillado, nena.

—Vale. —Jo bostezó y se incorporó con lentitud—. Has hablado de ello. Para ti eso es dar la vara.

Cole se encogió de hombros.

—Ahora quiero el trabajo de Nate.

—Quédate con los tatuajes, tío —repuso Nate—. Primero, esto es una cosa a tiempo parcial. No paga las facturas. Y segundo, he visto el tatuaje que dibujaste para Cam. Deberías seguir con eso.

—¿Sí? —Cole estaba tratando de no parecer demasiado complacido—. Podría dibujar otro para ti.

—¿Otro? —En ese momento, Jo no parecía en absoluto adormilada al apartarse el pelo de la cara.

Sus ojos brillaban de curiosidad. Sabía a ciencia cierta que Nate le resultaba un poco misterioso porque había tratado de sacarme información sobre él antes. Pero, por más que confiaba en ella, la historia de Nate era suya y yo no era nadie para contarla, con lo cual Jo desconocía la mayor parte.

—¿Tienes un tatuaje, Nate?

Parecía que esa parte también yo la desconocía.

No tenía ni idea de que Nate tuviera un tatuaje.

El ambiente se puso extrañamente tenso ante la pregunta de Jo, y la respuesta de Nate fue seca y abrupta.

—Sí.

—¿Qué es?

—Nada. —Se encogió de hombros y reinició el juego.

—Bueno, tiene que ser algo.

—Te he dicho que no es nada.

—¿Cuándo te lo hiciste?

—Jo…

—¿Dónde…?

—Joder, te he dicho que no es nada, ¿vale? —Nate la cortó con brusquedad y yo lo miré sorprendida.

No era su estilo estar de mal humor o ser cortante con la gente. Eso significaba una cosa. El tatuaje tenía algo que ver con «ella».

Sin embargo, Jo no sabía lo suficiente sobre «ella» para pillarlo, de manera que se sintió un poco herida.

—Nena, ¿quieres que te ayude a preparar unos aperitivos? —preguntó Cam en voz baja mientras se levantaba de su escritorio.

Ella lo miró y se produjo entre ellos una conversación silenciosa.

—Claro. —Jo cogió la mano que le tendió su novio y él la ayudó a incorporarse.

Incluso después de que se fueran se mantuvo en la sala un ambiente de denso malestar.

Cole se aclaró la garganta y empezó a jugar otra vez.

—Creo que el tiempo de reacción de este juego es un poco lento, por cierto —dijo tratando de cambiar de tema.

Nate asintió agradecido.

—Creo que tienes razón, hombrecito.

Empezaron a discutir del juego con Peetie. Yo no dejé de observar a Nate y esperar a que la tensión de sus hombros desapareciera. No lo hizo. Me dolía el pecho por él. Necesitaba que supiera que, si lo estaba pasando mal, yo estaba allí para él, igual que él estaba presente para mí. Me acerqué más a Nate cuando Peetie disintió de Cole sobre los gráficos.

—¿Tatuaje? —pregunté con suavidad en su oído, sin estar segura de si iba a morderme la cabeza como a Jo.

Nate se volvió hacia mí, con una expresión suave en la mirada en tanto negaba con la cabeza.

—Después, nena —murmuró—. No tendría que haber hablado así a Jo.

—Ella está bien —lo tranquilicé.

Le di un apretón afectuoso en la rodilla y me levanté con la intención de ir a ayudar a Jo. Cuando estaba saliendo de la sala, Cam volvía, y con cara de enfado.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Cam hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Jo se siente mal por haberle presionado.

—Él se siente mal por haber saltado, así que no lo machaques —murmuré.

Cam miró a su amigo y luego susurró.

—Te olvidas de que yo lo sé, Liv. No iba a machacarlo. Pero me pregunto si alguien no debería hacerlo.

Sin estar segura de qué responder a eso, le ofrecí una sonrisa triste y pasé a su lado. Encontré a Jo en la cocina, vertiendo bolsas de patatas fritas en boles. Localicé paquetes de cacahuetes y boles vacíos y empecé a ayudar.

—Bueno, ¿cómo va tu semana? —le pregunté en voz baja—. ¿Papá te ha explotado mucho?

Jo me sonrió por encima del hombro.

—Hay mucho trabajo, pero eso es bueno.

—¿Y los nuevos empleados?

—Bien. Creo que Cam estaba un poco preocupado por eso, por cómo me tratarían los chicos, pero Mick ha hecho una buena selección. Son literalmente dos tíos Mick más, así que ahora tengo que tratar con tres de ellos.

Sonreí.

—Me dio esa impresión cuando hablé con papá.

—¿Y tú? —Su entrecejo se arrugó al mirarme—. ¿Estás bien? Pareces… No lo sé… Anoche en el restaurante estuviste muy callada. ¿Es por Mick y Dee? ¿Estás bien con ellos? No hemos hablado de eso y definitivamente parece que van en serio.

La noche anterior había estado callada, pero era sobre todo porque había estado reproduciendo todas las cosas muy elogiosas y en cierto modo arriesgadas que Nate me había dicho durante nuestras lecciones.

—La verdad es que ha sido una semana agotadora. Creo que Dee es genial. No hay problemas por ese lado.

—Todavía tienes derecho a sentirte extraña con eso, lo sabes, ¿no?

Negué con la cabeza, pero sentí esa presión en el pecho cuando repuse:

—Papá adoraba a mamá y le sostuvo la mano hasta el final. Ella pasó enferma buena parte de su matrimonio. Demasiado enferma. Tan enferma que eran más compañeros que amantes, pero papá no se quejó. No creo que le importara siquiera, porque la quería mucho. —Sonreí a través de mi visión repentinamente borrosa—. Ahora se merece felicidad. Dee es genial y lo hace feliz. Me parece bien.

No me sorprendió ver lágrimas brillando en los ojos de Jo. Tenía tendencia a llorar cuando lo hacían sus amigos, porque se implicaba lo suficiente para sentir lo que ellos sentían.

—Siempre puedes hablar conmigo, Liv, si lo estás pasando mal con algo.

Por supuesto, sabía que era cierto y sabía que Jo estaría allí por mí en cualquier momento que la necesitara, aunque solo fuera para escuchar. Sabía que podía hablar con ella si lo estaba pasando mal respecto a mi madre, pero la última vez que pasé una mala temporada por ese motivo —que fue en Acción de Gracias del año anterior—, Nate resultó ser el único que estaba presente para ayudarme a superarlo.

En cuanto a los problemas que estaba teniendo en ese momento…

No podía hablar con Jo de ellos.

Empezar de nuevo en Escocia, empezar de nuevo con Jo, fue empezar de cero en más de un sentido. No tenía un grupo de amigas íntimas en Estados Unidos, pero las pocas amigas que dejé atrás me conocían lo bastante bien para saber de mi historia con los hombres o la inexistencia de historia. Nunca lo dijeron de modo directo, pero siempre me hablaban de los hombres con esa insinuación de pena, en ocasiones incluso de superioridad, que me hacía sentir todavía peor conmigo misma.

Pero Jo… Jo no sabía nada de eso.

Cuando nos conocimos, estaba pasando una mala temporada con su madre y su padre. Creo que durante mucho tiempo ella pensó que el abuso que había sufrido en sus manos era de alguna manera culpa suya. Conocerla en un momento tan emotivo para ella aceleró nuestra amistad. Me convertí en su confidente, y de alguna manera encontré las palabras adecuadas para que Jo se sintiera mejor consigo misma. Por eso y por mi en ocasiones chulesco sentido del humor, Jo me veía como una mujer segura de mí misma, fuerte, confiada y atrevida. Lo sabía porque ella me lo decía todo el tiempo. Me decía que me admiraba. Con Jo, me gustaba a mí misma mucho más de lo que solía. Ella era el único espejo en el que me gustaba mirarme.

No estaba preparada para desprenderme de esos momentos en que me sentía conmigo misma del modo que debería. Contar la verdad sobre todas las inseguridades con las que Nate me estaba ayudando pondría fin a eso. Quería continuar evolucionando hacia la persona que quería ser, y entonces me abriría a Jo. No confiarme a ella no reflejaba lo buena amiga que era. Porque era la mejor.

—Sé que siempre puedo acudir a ti. —Le tomé la mano y se la apreté con afecto—. Eres la mejor hermana no hermana que he tenido nunca.

Sus ojos verdes se abrieron con sorprendido placer ante mi anuncio y sus labios se separaron como si estuviera a punto de decir algo cuando de repente oímos un fuerte ruido sordo procedente del piso de arriba. La sonrisa desapareció al instante del rostro de Jo en cuanto miró al techo.

—Será mejor que vaya a verla —murmuró con un profundo suspiro.

El año anterior, Jo había dejado el apartamento del piso de arriba que compartía con su madre, Fiona, y Cole. Después de descubrir que su madre alcohólica pegaba a Cole, Jo intentó mantener a su hermano lo más lejos posible de ella. Pasaban mucho tiempo abajo, en el apartamento de Cam. Al final, Cam pidió a Jo y Cole que se mudaran con él, no solo porque los quería allí, sino también porque Cole necesitaba alejarse de esa situación cuanto antes.

—¿Quieres que te acompañe? —me ofrecí, pues sabía que tratar con Fiona en ocasiones era desagradable para mi amiga.

Ella negó con la cabeza y me brindó una sonrisa de disculpa.

—Ya sabes cómo se siente contigo.

Por supuesto que lo sabía. Cuando conocí a Fiona, ella había sido desagradable conmigo, porque siempre había sentido algo por mi padre y estaba celosa de mi madre y resentida conmigo. Me había dicho que me parecía a mi madre, como si eso fuera algo malo. En realidad era una de las cosas más bonitas que podía haberme dicho.

—Vete. —Le hice un gesto para que se marchara—. Me ocuparé de los aperitivos.

Jo suspiró de nuevo y salió de la cocina. Yo la seguí llevando un plato de pequeños sándwiches que ella había preparado.

—Voy a ver si mamá está bien —dijo en voz alta a los chicos al pasar por la sala.

Cam casi chocó conmigo. Me dejó pasar y llamó a Jo.

—Voy contigo.

Al entrar en la sala, mi atención se dirigió de inmediato hacia Cole. Como esperaba, sus rasgos atractivos e infantiles estaban tensos mientras miraba fijo hacia el techo. Odiaba ver esa expresión en su rostro. Me preocupaba su significado, lo que estaba ocurriendo en su interior.

Cole nunca hablaba de ello, pero yo no podía imaginar que fuera más fácil para él crecer con una madre como Fiona de lo que lo había sido para Jo. Tampoco resultaba fácil crecer sin un padre y luego descubrir que tu padre era un capullo violento. En todos los sentidos, la madre de Cole había sido Jo y no Fiona. Aun así, el abuso de Fiona tenía que haber dejado marca, y solo la idea de esa marca en Cole me revolvía el estómago. Era el mejor chico del mundo. No podía entender que alguien pudiera hacerle daño.

Cole percibió mi atención y me miró. Yo le sonreí con dulzura.

Él me devolvió una pequeña sonrisa, pero esta no llegó a sus ojos.

—¿Un sándwich? —pregunté mientras me acercaba a él con el plato.

Antes de que pudiera decir nada, me senté a su lado y puse el plato bajo su nariz.

Cole aceptó un sándwich con lentitud.

Yo permanecí en silencio.

Él me observó, como si estuviera esperando que yo dijera algo.

Yo me limité a ofrecerle una sonrisa amorosa y fresca. Cole me miró como si fuera una nueva especie. Entonces negó con la cabeza y se echó a reír. Todo su cuerpo se relajó y dio un mordisco al sándwich.

Levanté mis ojos sonrientes. Conectaron con los de Nate y la sonrisa casi titubeó ante su expresión. El aspecto de su rostro era tan tierno que sentí que me dejaba sin aire. Noté ese dolor ya familiar y placentero cuando me guiñó un ojo.

Creía que nadie podía guiñar un ojo sin parecer estúpido o cursi.

Me equivocaba.

Nate sí podía.

Nate guiñaba el ojo y se te caían las bragas.

«Oh, vamos, mejor que tengas cuidado, Caramelito».

* * *

—No hace falta que me acompañes a casa, Nate —dije cuando llegamos a Leith Walk.

Después de que Jo se hubiera ocupado de lo que estuviera ocurriendo con su madre, ella y Cam habían regresado al piso y habíamos quitado el videojuego para ver una comedia. Nate disipó las dudas al inclinarse a dar un beso en la frente a Jo cuando se levantó para ir al lavabo y la tensión entre ellos cedió. Sin embargo, el tatuaje seguía en mi mente, porque…, bueno, soy así de cotilla. Sobre todo estaba preocupada por la reacción que había provocado en Nate. Pasé la película sin molestarlo al respecto, pero cuando Peetie se fue lo tomamos como nuestra señal y anunciamos que también teníamos que irnos.

Nate vivía en Marchmont, una zona con mucha población estudiantil situada más allá de The Meadows, un gran parque público que hay detrás de la Universidad de Edimburgo. Estaba al suroeste del apartamento de Jo y Cam, en London Road, mientras que yo vivía justo al oeste. Había unos buenos cuarenta y cinco minutos a pie desde mi apartamento al de Nate.

—Ya es más de medianoche —repuso con suavidad—. No voy a dejar que vayas a casa sola.

—Soy una chica robusta. Puedo cuidar de mí misma.

—Eso podría ser cierto si alguna vez decides venir a judo conmigo.

—Me gusta verlo —dije mientras arrugaba la nariz ante la idea—, pero no me apetece practicarlo.

—Espero que esa no sea tu actitud hacia el sexo. —Me sonrió con descaro—. Aunque, bueno, el voyeurismo pone.

Le di un pellizco en el brazo.

—Eres muy inmaduro.

—No es culpa mía que no pienses lo que estás diciendo antes de decirlo —repuso encogiéndose de hombros de manera incorregible.

—Colega, no había nada sexual en lo que he dicho. Tienes una forma de hacer que todo suene sucio.

Me sonrió.

—¿Tú, una mujer crecida de veintiséis años, dices «colega» y me llamas inmaduro?

—Eso no tiene nada que ver —repuse con altivez, sin hacer caso de su risa. Y como no hice caso de su risa, de manera estúpida decidí arruinar su buen humor. Me aclaré la garganta y le di un empujoncito con el hombro—. Bueno, eh…, el tatuaje.

Nate se quedó callado cuando cruzamos la calle ancha a Union Street. Cuando doblamos por Forth Street todavía no había dicho nada. No iba a insistir. No era cosa mía. Pero estaba preocupada por su reacción a ese tatuaje y lo que podía significar.

—Es una pequeña «A» estilizada —dijo de pronto—. La tengo tatuada en la parte superior de las costillas, sobre el corazón.

—«A» —susurré, y lo comprendí al instante—. ¿Por Alana?

Nate asintió con sus ojos clavados en mí como si estuviera esperando mi reacción.

—¿Cuándo te lo hiciste?

—Justo después de que murió. —Esos ojos oscuros y profundos estudiaron mi rostro con más intensidad—. ¿Alguna vez pensaste en hacerte un tatuaje por tu madre?

La presión familiar en mi pecho acompañó mi respuesta.

—No lo necesito.

—Yo me alegro de tenerlo. —La voz de Nate sonó baja, casi un cuchicheo—. Hay veces que paso un día entero sin pensar en ella. Entonces veo el tatuaje en el espejo. Así la recuerdo.

Quería decirle que estaba bien que viviera su vida, que tuviera días en los que no sintiera el peso de su pérdida, pero me habría sentido como una hipócrita si lo hubiera hecho. Cuando pasaba un día entero sin pensar en mamá, la culpa se volvía casi agobiante. Nate lo sabía. Sabía eso y yo conocía su historia. Recordé todo lo que me había contado después de que me encontrara en mi apartamento el noviembre anterior, yo no sería la que le dijera que era hora de pasar página…

* * *

Último Día de Acción de Gracias, Edimburgo

El pavo estaba en el horno y también las patatas asadas. Las patatas para el puré estaban hirviendo y las cebollas cortadas, preparadas para machacarlas con las patatas, como hacía mamá. La salsa de arándanos estaba hecha. Las verduras estaban cocinándose al vapor.

Como no pude encontrar ninguna tienda en Edimburgo que vendiera tarta de calabaza, tuve que hacerla de cero. Me sequé el sudor de la frente porque el calor de la cocina había llevado mi pequeño apartamento al punto de ebullición. Las ventanas estaban abiertas, pero aun así había tenido que quedarme en camiseta en ese día de otoño escocés.

Después de pasar una mañana emotiva con mi padre, le había dicho que necesitaba un poco de tiempo para estar sola. Sabía que él no quería dejarme, pero yo era una mujer adulta y me dio mi espacio. Estaba usando mi espacio para hacer lo que habría estado haciendo mamá si la vida fuera justa.

Al terminar con la tarta, abrí el horno para ver si podía hacer un hueco para ella. Salió humo.

—¿Qué demonios? —grité mientras apartaba el humo para descubrir que el pavo estaba quemado.

¿Por qué estaba quemado? ¿No lo había puesto en el momento adecuado? Levanté la mirada al reloj y sentí que me invadía una oleada de mareo. Las siete en punto. ¿Cómo podían ser las siete en punto? Eso no podía ser cierto.

Sentí lágrimas pinchándome en los ojos al contemplar el ave masacrada.

Lo había echado a perder.

—Lo he echado a perder, joder —grité. Cogí una manopla de horno y tiré del pavo.

Cuando sentí el calor abrasador de la bandeja bajo mi mano, grité ultrajada y solté la pesada carga en el fregadero.

Sonó el timbre. Me detuve y cogí aire.

¿Y si era papá?

Me apresuré al interfono.

—¿Quién es? —pregunté con vacilación.

—Nate. Déjame subir.

—Eh, no es buen momento.

—Acabo de oírte gritar por la ventana abierta. Si no me dejas subir, tiraré la puerta abajo.

Me pasé una mano por el pelo y me estremecí ante la humedad en la línea de nacimiento del cabello. Estaba toda sudada.

Lo dejé pasar y abrí la puerta del apartamento con enfado beligerante; luego entré en la cocina para ver mis patatas asadas.

—Quemadas también —gimoteé, con los ojos llenos de más lágrimas.

—¿Liv?

Me volví para ver a Nate, y lo que él vio en mis ojos lo detuvo en seco.

Liv, ¿estás bien? —preguntó con suavidad, y dio un paso lento hacia mí.

—Lo he quemado —grité señalando con un brazo al pavo—. La he cagado. Qué sentido tiene que haga la puta tarta si el puto pavo está quemado. He perdido el tiempo picando cebollas para el puré, pero no tiene sentido porque las patatas asadas están quemadas. No puedes tener solo una clase de patatas en Acción de Gracias, Nate.

—Nena, ven aquí.

Se acercó a mí como si yo fuera un animal herido. Yo estaba tan confundida por su conducta que dejé que me sujetara el brazo con una mano fuerte y me atrajera a la sala de estar. Comprendí que me estaba sacando de la cocina y salió de mí una rabia mal dirigida.

¡No! —grité, tratando de apartarme de él.

—Joder, Liv, cálmate —ordenó con los dientes apretados, mientras me agarraba del otro brazo para sujetarme mejor—. Cálmate y cuéntame qué está pasando.

—¡No! —Tironeé, tratando de apartarlo de mí, de desequilibrarlo—. ¡Sal! ¡Tengo que arreglarlo! ¡Tengo que arreglarlo!

—Liv —susurró, esta vez con la voz cargada de temor.

Me zarandeó con fuerza, con tanta fuerza que paré, con los ojos como platos, cuando sus manos se suavizaron y me sujetaron la cara. Miré en sus ojos oscuros y lo que vi en ellos me aterrorizó.

Estaba actuando como una loca.

Mi rostro se arrugó cuando el dolor familiar me atravesó el pecho. Mi cuerpo se estremeció con fuerza, mientras sollozaba.

—Ella no está aquí para arreglarlo. —Caí contra Nate, tratando de recuperar el aliento.

Sus brazos se deslizaron en torno a mí mientras yo lloraba, y en ese momento sentí que sus brazos eran lo único que impedía que se me salieran las entrañas.

—Le costaba mucho —susurré, respirando profundamente, tratando de encontrar la calma a través de las lágrimas—, pero siempre lo conseguía. Cada Día de Acción de Gracias.

Me relajé mientras él murmuraba palabras de sosiego, con mi cabeza moviéndose con el suave sube y baja de su respiración. Dejé que ese ritmo se apoderara de mí, y poco a poco mi propia respiración recuperó la normalidad.

Cuando cobré conciencia por fin del lugar en el que me encontraba, descubrí que estaba en el sofá con Nate. Él se había acomodado allí y me había llevado con él, de manera que estaba pegada a su costado, con la cabeza todavía apoyada en su pecho y mi mano derecha sujeta en su izquierda.

—Lo siento —gruñí.

Tenía los ojos hinchados y las mejillas me ardían por la vergüenza de haberme venido abajo. La verdad fuera dicha, había estado derrumbándome durante las últimas semanas a medida que se acercaba el Día de Acción de Gracias. Gran parte de la tensión con la que cargaba se había ido acumulando al tratar de ocultar mi derrumbe ante mi padre.

—No lo sientas —me tranquilizó Nate—. ¿Por qué hoy, Liv?

—Es Acción de Gracias en mi país —le conté en un susurro, temiendo en cierto modo que, si hablaba con más fuerza, me pondría otra vez histérica—. Por más enferma que estuviera mamá, siempre conseguía superarlo en Acción de Gracias, tratando de que todo fuera normal cuando no lo era. —Mi boca tembló cuando nuevas lágrimas se derramaron por mis mejillas—. Ella era mi mejor amiga. Mi alma gemela.

—Nena —oí la empatía dolorosa en su voz y me calmé con ella.

—Murió hace hoy cinco años, en Acción de Gracias. Es el primer año desde su muerte que no he visitado su tumba. —Lloré con más fuerza—. No quiero que piense que la he olvidado.

Me sostuvo con más fuerza mientras yo continuaba llorando, empapando la tela ya húmeda de su camisa.

—Liv… —Nate me abrazó—. Nena, ella no pensaría eso ni por un segundo.

—Estuve con ella hasta el final, Nate. —Me limpié la nariz con la mano—. Me salté la infancia, dejé la escuela, lo hice todo por ayudarla a luchar. Y no ganamos. Su vida… se fue. Mis años de adolescencia… se fueron. Debería haber significado algo. Debería significar algo.

—Significa algo. Te enseñó a luchar por más desesperadas que parezcan las cosas. Es una lección que no mucha gente puede impartir a sus hijos, pero ella lo hizo. Te enseñó a ser valiente, Liv, y te enseñó que la vida es frágil. La gente dice eso todo el tiempo, pero nunca lo entiende de verdad hasta que en un momento está riendo con alguien al que ama y al siguiente está llorando sobre su tumba. Lo entiendo. Lo entiendo porque Alana me lo enseñó. Pienso en ella cada día, y ella sabe que pienso en ella cada día. No tengo que visitar su tumba para que ella lo sepa.

Confundida y preocupada, con mi corazón saltando más fuerte que antes, me sequé las mejillas y levanté la cabeza del pecho de Nate para mirarlo a los ojos.

—¿Alana?

Un dolor que nunca antes había visto en sus ojos, hablando de una pérdida tan profunda que sentía que se filtraba de él a mí, los oscureció a un negro puro. ¿Cómo había logrado ocultarlo todos esos meses que lo había conocido?

—¿Cam te contó que somos de Longniddry?

Asentí.

—Es solo un pueblecito a las afueras de Edimburgo. Un pueblo bonito de la costa. Cam, Peetie, Alana y yo crecimos juntos. Éramos todos los mejores amigos hasta que cumplimos trece y un chico que no me gustaba pidió a Alana que saliera con él. Me cabreé mucho con ella y nos enzarzamos en una discusión. —Sonrió con suavidad al recordarlo—. Odiaba discutir con ella. Ella era la chica más amable. Si peleabas con ella, se ponía a llorar y eso te hacía sentir como una mierda. Así que nos peleamos y ella lloró y yo la besé para decirle que lo sentía. —Se encogió de hombros, luego rio con sarcasmo—. Eso fue todo. Estábamos juntos. Novios de infancia.

Tragué el enorme bulto en mi garganta, mi dolor interior expandiéndose por Nate.

—La amabas.

Unas lágrimas brillaron en sus ojos y me dejaron con un nudo en la garganta.

—Sí. Era mi mejor amiga.

—¿Qué pasó?

Nate se quedó un momento en silencio y entonces sus ojos captaron los míos, y nuestra conexión se intensificó cuando contestó:

—Cáncer. Linfoma. Estaba a punto de cumplir diecisiete. —Apartó la mirada y su brazo se tensó otra vez en torno a mí—. Me quedé con ella en todas las fases. Cada brizna de esperanza, cada tratamiento fracasado. Y realmente creía que lo superaríamos. Que si continuaba respirando por ella, Alana lo conseguiría.

Noté el nudo en su garganta y me tensé contra él.

—Era especial, Liv —continuó—. Pura. Al final, la única cosa que me hizo superarlo fue la creencia de que era demasiado buena para este mundo. Cuando ella murió, dos días después de cumplir dieciocho años, fue lo único que me hizo superarlo. Simplemente, era demasiado buena para este mundo.

—Oh, Dios, Nate. —Dejé caer la frente en su pecho y apreté su brazo con mi mano—. Lo siento.

—Yo también lo siento, nena.

Nos quedamos un rato allí en silencio hasta que finalmente reuní el valor para decir algo que en realidad no quería decir.

—Me voy a levantar. Dejaré que te vayas.

Sentí sus labios en mi pelo y entonces dijo en voz baja:

—Si te parece bien, puedo quedarme aquí esta noche.

Me relajé al instante.

—Me parece bien.

* * *

Habíamos pasado el piso de papá en Heriot Row y girado por Howe Street. Estábamos a menos de un minuto de mi apartamento y todo el paseo a casa se había llenado de silencio cómodo nacido de la conexión más profunda que habíamos establecido el último Día de Acción de Gracias. Aun así, había un peso en el silencio de Nate que me inquietó.

Cuando paramos ante la puerta del edificio, habló al fin:

—Tengo un par de entregas esta semana, así que es posible que no pueda pasarme hasta después de la clase de judo del miércoles por la noche.

Me sacudí la extraña sensación que experimentaba y que se parecía mucho a la decepción, y dije:

—No hay problema. —Le ofrecí una sonrisa chulesca que en verdad no sentía—. Practicaré mi coqueteo con el espejo.

Me gratificó la risa baja que él emitió, con un brillo cálido que se extendió sobre mi pecho mientras parte de la oscuridad desaparecía de su mirada.

Me plantó un beso en la mejilla.

—Te veo pronto, nena. Dulces sueños.

—Buenas noches. —Entré en el edificio y le sonreí una última vez por encima del hombro antes de cerrar la puerta y subir por la escalera de cemento. Aunque comprendía exactamente de dónde venía, una pesadez creció en mis tripas al ponerme el pijama. Sabía que esa noche Nate no iba a necesitar mirarse el tatuaje en el espejo como recordatorio para pensar en Alana.

No. Ella estaba en el interior de Nate esa noche; había una expresión obsesionada en sus ojos que yo nunca había visto antes. Algo lo inquietaba, y yo temía que, si insistía demasiado, me convertiría en lo mismo que cualquier otra mujer de su vida y me dejaría del todo fuera.