La barrera crecía de tamaño.
Otto se afanaba. Pronto estuvo bañado en sudor.
Angelo parecía ir a derrumbarse en cualquier momento. No podía recordar haber trabajado nunca tan duramente.
Cuando hubieron concluido, coronó el montón alzando hasta el pecho un gran bloque y cargando con él siete u ocho pasos hasta llegar al obstáculo.
Trepó por la barricada y dejó caer la piedra.
No se dio cuenta de que cuando, zumbado pero contento, se detuvo de pie junto a las vías, su figurita de oro cayó al suelo y fue a parar entre las traviesas.
—Hemos hecho un buen trabajo —dijo Otto a modo de elogio.
—Me duelen todos los huesos. Y también el pecho. Como si me hubiera roto las costillas.
—¡Lo que es capaz uno a hacer por un millón!
Seguidamente se arrastraron hasta el coche.
En nueve minutos pasaría el «Flecha de Plata» —si era puntual.
Angelo se dio prisa en el regreso.
No querían estar en las proximidades cuando se produjera el choque.
Hasta que no llegaron a la ciudad, no se percató Angelo de que había perdido su adorno.