19. En el mismo lugar

¡En efecto! La agitación encendía las mejillas del funcionario de la compañía de ferrocarriles. Llevaba prisa. Se advertía que había dormido poco. Iba ya a pasar de largo a un codo de distancia de los amigos de PAKTO, cuando cayó en la cuenta.

—¡Ah! —exclamó, y viró a la izquierda para dar una palmadita en el hombro a cada uno de ellos—. ¿Dónde habéis dejado a vuestro perro Ottokar?

—Se llama Oscar —dijo Gaby—. No atiende al nombre de Ottokar.

—En realidad, no atiende a nada —dijo Albóndiga—, pero es un perro dichoso.

—Como el mío —Schulzl-Müller irradiaba felicidad—. Sólo se escapa cuando hay que limpiarle las orejas. ¿Queréis que os cuente —dijo bajando la voz—, lo que acaba de ocurrir? Ha llamado el chantajista.

—Como estaba planeado —dijo Tarzán—. ¿Y? —Bien, creo que le he dado una buena. ¡Ese pretencioso, que no llega a chantajista! Quiero decir, que no fue él quien atentó contra nuestro ferrobús. Fue Erich Jesper, descubierto gracias a las pesquisas de tu padre, Gaby. El de la llamada era otra vez aquel cerdo de chaval de la pronunciación tan divertida. L’ enzeñao por dónde van loh tiroh. ¡Ja, ja, ja! Quiero decir que le he puesto al corriente de que habían cogido al verdadero autor. Y que él, el impostor, se quedaría con un palmo de narices. Se acabaron los millones. Mañana, le he explicado, saldrá todo en los periódicos. ¡Huy, cómo se ha puesto!

—Tiene su merecido —opinó Albóndiga—. ¡Dónde iríamos a parar! Erich Jesper ha hecho el trabajo y el chantajista pretende llevarse las ganancias. Eso no está bien.

Karl le atizó un golpe en las costillas:

—¡Willi!

—¡Pues es verdad! Si ese millón le corresponde a alguien, será a Erich Jes… ¡Ah, nooo! En realidad, a nadie.

Schulzl-Müller los miró sorprendido. Pero sólo un instante. Enseguida volvió a sonreír.

—¡Bueno, niños! Debo continuar. Nos veremos.

Y se fue volando.

Albóndiga volvió a la carga.

—O vamos ahora mismo a una heladería, o me entregas mis cinco marcos, Tarzán.

Sus amigos suspiraron a coro.

—Está bien —dijo Gaby—. Vamos allá.

***

Franz Hauke estaba sentado en su cuarto trasero, rojo de rabia.

Su sobrino Otto se mordía tremendamente enfadado el labio inferior. Su corte a lo iroqués parecía erizarse. El estúpido cepillo no necesitaba que le dieran cola para mantenerse en forma.

Angelo Copparo entró en tromba.

Le habían llamado por teléfono.

La figurita de oro le bailaba en el pecho.

Y no se situó en posición de descanso —sobre su pecho velludo— hasta que Angelo se detuvo y sacó la lengua fuera para mostrar que se había dado prisa.

—¿Qué ocurre? —jadeó—. ¡Cielos!, estaba a punto de endosarle a una clienta unos rizos a la moda y de montarle a otra un alerón detrás de la oreja.

—No nos aburras con tu peluquería —graznó Hauke—. ¡Ha salido mal!

—¿Qué?

—¡Qué va a ser! Otto ha hecho la segunda llamada a ese superferroviario. Y se le ha reído a la oreja. La policía ha cogido al autor del atentado. Un adolescente que, por lo visto, no está bien de aquí —dijo Hauke taladrando con su dedo los rizos de su peluca a la altura de la sien.

Un silencio de perplejidad flotó como un aire cargado.

Todos habían estado despilfarrando en sus pensamientos una pasta gansa.

Otto carraspeó.

—En realidad —dijo—, eso no cambia nada. Ya tienen al chalado. Bien, ¿y qué? Los atentados se pueden repetir.

Hauke puso un morrito y silbó.

—¡Eso es! ¡Sí señor! Por el momento pueden estar contentos de que las cosas no hayan ido más lejos.

—Estuve observando el obstáculo de la vía —dijo Otto—. Sé cuántas rocas hay que colocar sobre los raíles.

—Ya les hemos amenazado —asintió Hauke—. Ahora nos mantendremos en nuestra línea y cumpliremos lo prometido. Los ferroviarios y la pasma no van a salir de su asombro.

Angelo se abotonó la camisa. ¿Sentía frío de pronto?

—Y, ¿cómo lo haremos?

Hauke redondeó el labio inferior como una carpa meditabunda.

—Ese chaval chiflado ha echado unas chinitas. Nosotros, verdaderos pedruscos. No será un ferrobús el que se lance contra nuestro obstáculo, sino el «Flecha de Plata».

—¡Bien dicho! —exclamó Angelo—. Así, la compañía se pondrá de rodillas y nos alargará no uno, sino siete kilos.

Hauke hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Schulzl-Müller estuvo ayer noche blando como la mantequilla. Si ahora se ha puesto tan gallito es por la rapidez del resultado de la investigación. Pero ¡que le den morcilla! El chiflado de marras no ha hecho más que abrir el camino. Ahora llegan los profesionales. Y los raíles temblarán.

Angelo ladeó la cabeza, como si tuviera agua en las orejas.

—Pero están sobre aviso.

—¡Nada; tonterías!

—Aunque tomen todas las medidas de seguridad —dijo Otto—, podemos despistarlos, confundirlos, embromarlos, darles para el pelo. ¡Sí señor!

—Y, ¿cómo? —Su tío le miró encantado.

—Colocando el obstáculo exactamente en el mismo lugar. En el túnel del Diablo. Nadie lo creerá posible. No es de sentido común…

—El sentido común es muy poco común —le interrumpió Angelo—. No puedes partir de esa idea. La mayoría de las personas razonan de una manera enfermiza o no razonan.

—Pero en este caso —se obstinó Otto— no habrá poli ni ferroviario capaz de imaginar que unos tramperos tan atrevidos como nosotros se presenten en el mismo lugar de los hechos del día anterior.

Hauke estuvo de acuerdo con él.

—La idea de Otto es de lo más acertada. Lo haremos así. Solo que al revés.

—¿Al revés? —preguntaron los otros dos a dúo.

—Hemos de sorprender al «Flecha de Plata» en su viaje de vuelta, cuando haya dejado nuestra estación central y salga del túnel.

—¡Genial! —le aplaudió Otto—. Y técnicamente aún más factible, pues el trazado hace antes del túnel un pequeño badén. Cuando el «Flecha de Plata» salga zumbando del túnel el maquinista no verá nada; luego, el golpe y… ¡cataplún!, el expreso saltará de los raíles y nosotros tendremos el millón.

Hauke se puso en pie, fue renqueando hacia el armario y cogió la última guía de ferrocarriles que guardaba allí.

Pasó la lengua por un dedo y hojeó hasta encontrar la página correspondiente.

Arrugando el ceño dirigió sus gruesos ojos hacia las pequeñas letras.

—Hoy es… martes. ¡Ajá! Por las vías tenemos algo distinto. Hoy no viaja hacia aquí el «Flecha de Plata» sino el «Arco de Oro», que viene en sentido contrario. Llegada a las… nooo… ya no es posible. Pero si a continuación sale de aquí a patinar el «Flecha de Plata»…, sí… nos viene al pelo. Tendréis que marchar enseguida. Angelo, es mejor que vayáis en tu jeep. Pero, tened cuidado de que nadie os vea.

—¿Nosotros? —preguntó Angelo—. ¿Por qué hablas de nosotros?

—Yo no os acompaño.

—¿Estás cagado?

—No digas tontucias. En primer lugar, no puedo dejar la tienda sola. Eva lleva tu negocio aunque tú no estés. En segundo lugar, no tengo aptitudes para el trabajo físico. Sería un estorbo. La marcha campo a través no me va. Estoy demasiado gordo.

Angelo torció el gesto, pero no puso reparos.

Otto preguntó con interés por el jeep.

Antes de que Angelo pudiera contestar, Hauke comentó con una sonrisa de ironía:

——Tiene un Suzuki, un auténtico coche Campero con techo de plástico, neumáticos anchos, llanta radial y cristales ahumados. Pero, como es un fantasmón, sólo lo utiliza para viajar por los bulevares de la capital. El trasto no ha respirado todavía aire del campo y menos aún ha visto el monte. ¡Ja, ja, ja!

—Bueno, ¿y qué? —repuso Angelo—. Tú tienes en casa cinco palos de golf pero jamás has pisado un campo.

Hauke soltó una carcajada. A continuación sacó una botella de coñac y copas del armario.

—Tomemos un vigorizante. Al fin y al cabo, somos el terror de la compañía nacional de ferrocarriles.