Será un golpe para el viejo, pensó. Y, naturalmente, pedirá explicaciones a su hijito. Este tendrá que confesar el atentado pues, si no, correrá un riesgo excesivo. Si lo niega, el viejo no pagará y yo enviaré las fotos a la policía. Eso es lo que su retoño habrá de decirse. Pero ¡vaya!, ¿cómo mantendré el anonimato? Erich sabe que yo estaba allí. Dispuesta a sacar fotografías. Por tanto, podrá imaginar quién lo tiene cogido. Y, ¿después? ¿Y si el viejo me manda unos matones? ¡Nooo, nunca! Él, no. El director de un banco, como él, es la respetabilidad en persona.
El vino le abrió el apetito. En la cocina se tomó un bocado.
Luego contempló las fotografías.
¡Excelentes!
Se podía reconocer claramente a Erich. Y se veía con exactitud qué hacía. Erich echando a rodar las piedras. Erich en la vía. Erich empujando trozos de roca hacia el túnel. Erich saliendo del túnel, sudoroso. Erich con el siguiente pedrusco. Erich tirando jadeante de su motocicleta cuesta arriba. Erich escondiéndose.
Y, luego, ¡el resultado de sus esfuerzos! ¡Las imágenes del accidente ferroviario!
Un auténtico reportaje fotográfico.
Gertrud acarició la idea de preparar un pequeño álbum de fotos. Quizá dentro de veinte años Erich se divirtiera con él y lo mostrara en las fiestas, como la gamberrada más loca de su juventud.
Gertrud dejó las fotos a un lado.
No veía a Goliat. Luego lo oyó en la cocina. Estaba lamiendo ruidosamente, nata dulce de su plato. Su comida favorita era la leche condensada y la nata.
—Al principio no lo haré así —planeó—. No diré nada de las fotografías; Me presentará tan sólo como testigo ocular. Quizá, sí hablo oscureciendo la voz, el viejo me tome por un hombre. Estaba recogiendo hierbas, allá en la montaña, y observé todo por casualidad. Como estoy en paro y tengo cuatro hijos y una mujer enferma, no me queda otro remedio que cambiar mi información por dinero. Eso lo entenderá, él que tiene un banco privado. Quizá añada, incluso, algo de su parte.
—Goliat —preguntó con voz ronca—, ¿te parece que hablo como un hombre? ¿O como una mujer apasionada?
El gato estaba otra vez tumbado en el sofá, contemplando a su ama con sus ojos amarillos. Sus orejas puntiagudas se movían en todas direcciones.
Gertrud se sentó junto al teléfono, hojeó la guía, encontró el número particular y metió un dedo entre las páginas.
Tras haber marcado, puso la mano sobre el teléfono, haciendo embudo. De esa manera esperaba desfigurar la voz.
—Jesper —respondió el banquero.
Los latidos de su corazón martilleaban con fuerza. Para ganar tiempo, dijo:
—Por favor, ¿el señor Robert Jesper?
—Al habla.
—Espero que pueda soportar un buen susto —dijo ella deformando la voz con la mano—. Lo que tengo que comunicarle es, sin duda, desagradable. Se refiere a su hijo.
—¿Quién habla?
—Nunca lo sabrá. Además, para nuestro asunto carece de interés. ¿Ha tenido noticias del atentado? En el túnel del Diablo ha descarrilado hace algunas horas una locomotora. La causa han sido unas rocas amontonadas en los raíles. ¡Adivine quién es el responsable! ¡Su propio hijo! ¡Cierto! ¡Su Erich! Y ahora, ¿qué me dice?
Jesper no decía nada.
El silencio persistía al otro lado del teléfono.
¿Se habría derrumbado? ¿Estaba tomando un calmante?
—¿Oiga? —preguntó—. ¿Sigue usted ahí?
—No le creo —su voz sonaba alterada.
—Es cierto. Pregúntelo a su hijo. Lo he reconocido claramente, aunque al principio estaba lejos. Me encontraba recogiendo hierbas en lo alto del monte del Diablo y he visto sus manejos con los prismáticos. Naturalmente, quise impedir el atentado. ¡Un crimen semejante! Pero soy minusválido y sólo puedo andar despacio. Enseguida apareció la locomotora y ocurrió la desgracia.
—¡Totalmente imposible! —carraspeó Jesper—. Mi Erich no hace cosas así.
Gertrud escuchó su voz. Ahora sí que sonaba cambiada. Pero, como tenía la cabeza nublada, no comprendió nada.
—Se lo puedo demostrar —dijo—. Por casualidad llevaba mi máquina de fotos y lo he…
Se detuvo. ¡Por el amor de Dios! Eso precisamente es lo que no quería decir. Pero ahora ya lo había dicho.
—… fotografiado —completó Jesper la frase—. ¿Y bien? ¿Quiere usted venderme la foto? ¿Junto con el negativo? ¿Se trata, entonces, de un chantaje?
—Compréndame. Estoy en paro. Tengo una familia. Antes de gastar un penique le doy mil vueltas. Si llegamos a un acuerdo en este negocio, todos saldremos bien servidos. Se mantendrá el buen nombre de la casa Jesper. Usted no saldrá en los titulares de los periódicos. Su hijo evitará el peso de la justicia, que no mejoraría su conducta. Y yo, con su dinero, podría… ejem…
Se detuvo de nuevo. ¡Cuidado, Gertrud! Estaba a punto de decir «… comprarme un caro abrigo de piel de lince. A precio de verano, es decir, con 5000 marcos de descuento».
—¿Cuántas fotos ha sacado? —preguntó Jesper.
—Muchas. Hasta… ejem… terminar la película entera.
—¡Cielos! —se asustó—. Ahora he hablado sin desfigurar la voz. ¿Es que no sirvo para chantajear?.
—Esta bien, si… Viene alguien —apremió él—. Una visita. Ahora no puedo seguir hablando. Vuelva a llamar mañana. A las doce del mediodía. Y ni una palabra a la policía, llegaremos a un acuerdo y todos saldremos ganando.
Colgó. Gertrud se quedó mirando al auricular en la mano y no supo si había ganado el premio gordo o había hecho una gran tontería.