11. El pequeño tigre Goliat

Erich Jesper, de 16 años, se echó atrás su pelo trigueño. Estaba empapado en sudor. De puro miedo.

Se había sentado en el llamado salón verde, una de las catorce habitaciones de la espaciosa villa. Sus padres no estaban en casa; habían ido a cenar con unos amigos.

Una de sus jugarretas más inocentes consistía en contestar al teléfono como si fuera otra persona. Era capaz de imitar voces ajenas. Unas veces simulaba ser la cocinera; otras, la asistenta. Le resultaba difícil imitar a su madre. Tenía una voz extraordinaria —de soprano coloratura, bien impostada—, como solía decir su profesor de canto. Cuando Erich respondía por ella al teléfono, el resultado era casi siempre un fracaso. Mucho más auténtico parecía cuando imitaba a su padre. Sus voces se parecían por naturaleza, a pesar de los 39 años que los separaban.

—¡Qué ver… güenza! —dijo en voz alta en medio del silencio—. Esto no estaba previsto.

Hasta entonces la cosa había resultado una estupenda experiencia. Desde su escondite, en lo alto del monte del Diablo, había observado todo. El choque, la excitación de los viajeros, la confusión, el desorden. Nada le habría gustado tanto como mezclarse con la gente para oír sus opiniones. Una chica parecía seriamente herida. A vista de pájaro no pudo reconocer de quién se trataba. En todo caso, se movía, y él le deseaba de todo corazón que no se hubiera accidentado de gravedad. Luego observó, sorprendido, cómo un tipo que le resultaba conocido corría por el campo hacia el pajar.

Finalmente constató quién era, por su fulminante carrera ligera y suelta: aquel Tarzán de octavo B, del mismo colegio al que asistía él, Erich, como externo. Por lo demás, estaba dos clases por delante, es decir en segundo de BUP.

Ese Tarzán y su banda PAKTO… Sería mejor salir pitando.

De aquel tipo se podía esperar que inspeccionara enseguida el lugar con auténtica pasión, con una actividad exasperante.

Erich había recogido su motocicleta y —siempre a resguardo— había pasado al otro lado, por la cima del monte del Diablo, desde donde regresó a la ciudad sin ser visto y dando un rodeo.

¡Y ahora esto!

Seguramente Gertrud Rawitzky no había notado durante la conversación que no hablaba con su padre, sino con Erich, el hijo. Pero su excitación iba creciendo con cada palabra, de modo que finalmente hubo de interrumpir la conversación.

¡No estaba mal! Había ganado tiempo. Y, al menos, había reconocido a la persona que llamaba. ¡Un herborista minusválido, padre de familia! ¡Vamos, anda! Era la fotógrafa, esa Gertrud Rawitzky. ¡Una hiena, eso es lo que era! Pero ¿dónde demonios se había escondido? Él había andado bien atento, como un peligroso criminal, vigilando siempre a su alrededor. ¿Quizá ella se le había acercado reptando sobre el vientre entre los surcos de los campos?

¡Daba igual! Lo había visto…, y fotografiado. Tenía las pruebas y pediría dinero a papá.

Pero no conseguirá nada —murmuró—. Porque esta noche asaltaré tu casa, Gertrud. Y si hace falta, te daré un somnífero. Y luego pondré tu choza patas arriba. Hasta que tenga las fotos. Las fotos y los negativos. Luego, puedes decir lo que quieras, si te atreves. Nadie te creerá.

***

Glockner conducía despacio. La calle Profesor Rutzl era oscura y nadie pasaba por ella. Cruzaron por delante de un bloque de viviendas al que seguían luego casas aisladas con pequeños jardines.

Ante el número 17 brillaba una farola. Algo se había estropeado; la luz parpadeaba.

TALLER DE FOTOGRAFÍA RAWITZKY, anunciaba una placa. La luz se difundía sobre el jardín a través de los visillos de colores de las ventanas del entresuelo. El comisario se detuvo y apagó el motor.

—Vosotros esperad —dijo—. Tú, Tarzán, vienes conmigo de testigo.

Oscar se envalentonó, se alzó sobre las patas traseras contra el salpicadero y gruñó a la farola parpadeante.

—Vamos a sacarlo a pasear —dijo Gaby—. Sólo por la calle. Y siempre al alcance de la vista. Además, somos tres y Oscar nos defiende.

La Rawitzky me maldecirá —lamentó Tarzán—. Pero ya sabe que sospecho. ¿Soy injusto con ella? Quizá nos ayude con sus fotos sin pretenderlo.

Cuando los dos grupos se separaron, Oscar se sintió confuso. Torció la cabeza, gimoteó y no supo a quién debía unirse. Gaby le ayudó tirando suavemente de la correa. Por consiguiente, puso la nariz contra el suelo y olisqueó las piedras del bordillo, seguido de los tres amigos.

Al llegar a la puerta, Glockner presionó el interruptor de la luz y luego el timbre. En la placa había sólo un nombre. Al parecer, Gertrud Rawitzky vivía sola.

—¿Y si no nos deja entrar? —dijo Tarzán—. No podemos hacer nada, ¿verdad?

—Nada. Sólo si vengo provisto de una orden de arresto o de registro puedo obligar a que se me abra. Pero esos documentos los proporciona el juez únicamente en caso de una sospecha seria. Eso impide la arbitrariedad, que no debe darse en un Estado de derecho como el nuestro.

La puerta se abrió dejando sólo una rendija.

La cadena del seguro se tensó.

Gertrud Rawitzky miró al exterior con un ojo. Su pelo moreno le caía sobre el hombro. El vestíbulo estaba iluminado.

—¿Sí? —preguntó.

—¿La señora Rawitzky? —Glockner presentó su chapa por la ranura de la puerta—. Policía criminal. Soy el inspector Glockner. Tengo un par de preguntas que hacerle a causa del reciente accidente ferroviario. Seguramente conoce a Peter Carsten. Habló con él en el pajar.

Silencio.

—¡Por el amor de Dios! —se lamentó la mujer—. Lo que me faltaba. ¡Qué paciencia hay que tener! Este granu… este joven es más terco que una mula. Espere, ya le abro.

Cerró la puerta, desenganchó la cadena y volvió a abrir.

El vestíbulo parecía una galería fotográfica. En cada centímetro de la pared había algo pegado.

Gertrud no llevaba ya su equipo de cazadora de paisajes, como pudo comprobar Tarzán, sino un conjunto amarillo de estar por casa hecho de tela de rizo. Iba descalza y sin medias. Llevaba las uñas de los pies pintadas de un rojo chillón.

Tarzán había esperado una mirada asesina. Pero ella le sonrió como si se rindiera.

—Por favor, no hagan movimientos bruscos —dijo—, y no me griten, porque si no, Goliat perderá los nervios. Mi tigre me protege, ¿saben? Es más peligroso que un perro guardián. Se lanza sobre todo aquel que pretende hacerme algo.

—¿Su tigre? —preguntó Glockner perplejo—. ¿Tiene aquí un tigre?

—Un gato atigrado. Un simple gato. Pero es del tamaño de dos.

—Es una suerte que no hayamos traído con nosotros a Oscar —sonrió Tarzán—. Ya habría comenzado la carnicería. Aunque, en realidad, Oscar se parece más a una liebre miedosa que a un cócker y habría emprendido la huida.

Con ello quedaba roto el hielo. Todos rieron. Gertrud llegó incluso a hipar y su perfume se mezcló con cierto olor a vino.

Atravesando el taller, condujo a los dos visitantes a la vivienda, donde Goliat estaba tumbado en el sofá. Los miró como si fuera el señor de la jungla y enarcó el espinazo. Tenía en sus ojos brillos fosforescentes, su cola lanuda se movía de un lado a otro.

—Bien, no le gritaremos —dijo Glockner—, y nos olvidaremos también de cualquier gesto amenazante y nervioso. El bicho es imponente. ¿Lo sujeta a una cadena cuando recibe clientes?

—La encierro. A no ser que haya salido a haraganear. Al aire libre sólo se lanza contra los perros y contra otros gatos. Vamos, Goliat, échate y atúsate las patas.

Pero Goliat tuvo otra idea. Saltó al suelo y corrió hacia la cocina. Gertrud cerró la puerta tras él.

—Hace un rato me he librado por pelos —dijo—. Este joven y —continuó señalando a Tarzán— estuvo a punto de colocarme las esposas y arrastrarme a comisaría. ¿Sigues aún considerándome sospechosa, Peter?

—No por lo que se refiere al atentado —Tarzán sonrió con ironía—. Pero usted no encaja en el cuadro. Algo no funciona. Aunque sólo sea porque resulta un modelo perfecto de denegación de auxilio. No he tenido la impresión de que tuviera la intención de salir corriendo a prestar su ayuda en el lugar del accidente.

—Las apariencias engañan —Gertrud dirigió la mirada al inspector—. Y, ¿qué desea saber de mí?

Glockner hizo algunas preguntas de rutina. Pero ella se limitó a repetir que no había advertido nada sospechoso.

—La razón principal de que estemos aquí —dijo a continuación— son sus fotografías, señora Rawitzky. Según le explicó a Tarzán, usted fotografió el accidente. Desde el pajar. Supongo que sus tomas no contienen sólo vistas de paisajes. Seguramente se podrá ver en ellas algo de lo que ocurrió. Quizá logremos un milagro. Cosas así se han dado. Quisiera ver las fotos. ¿Están reveladas?

Gertrud miró al comisario y luego a Tarzán.

Su mirada bizqueó ligeramente lanzando casi un guiño.

¿Era por el vino? ¿O había cambiado la distancia focal para ocultar su inseguridad interior?

Tras una breve vacilación, Gertrud asintió.

—Saldrán enseguida. Ya están casi listas. —Consultó su precioso reloj de pulsera—. Mañana temprano quiero llevar las fotos al periódico. En cuanto a los detalles que puedan contener, la verdad es que no los he observado con detenimiento. ¡Un momento! Voy a buscarlas. Por desgracia, no puedo dejarles entrar en mi cuarto oscuro.

Gertrud salió andando con los pies descalzos.

Glockner entrecerró los ojos.

—No puedo sino estar de acuerdo contigo, Tarzán. No acabo de entender a esta mujer. Creo que es bastante astuta. Pero no parece una persona capaz de encargar el descarrilamiento de una locomotora.

Tarzán alargó el cuello.

Sobre la mesita del teléfono aparecían el aparato, un gordo mamotreto que era la guía telefónica y una libreta. En ella, un número garrapateado.