6. Una dama sospechosa
Tarzán oyó voces a su espalda.
Naturalmente, todos le miraban. Y aquellos tipos, cuyo cerebro probablemente había sufrido una sacudida con el choque, lo consideraban ahora a él un tanto majareta.
Un camino en malas condiciones dividía los campos. Tarzán avanzó pisando terrones, surcos, matojos y piedras. Parecía una carrera de campo a través. Si hubiera llevado zapatos de suela, lo habría tenido difícil. Pero sólo los calzaba en fechas solemnes, como la confirmación, las fiestas del colegio o las invitaciones de cumpleaños. En este momento llevaba los pies metidos en unas sólidas deportivas con suelas de dibujo antideslizante y una cuña de amortiguación bajo el talón.
Tarzán tenía cuidado de dónde pisaba, pero mantenía la mirada fija en el pajar.
Allí no se observaba movimiento alguno.
¿Se habrían marchado ya los autores del atentado? ¿Se engañaba en sus sospechas?
¿O estaban afilando sus cuchillos para darle una calurosa bienvenida?
A su izquierda y en diagonal, una liebre, dando un salto, escapó de su guarida a galope tendido, como si llevara tras de sí toda una jauría. Con las orejas tiesas, corrió como una flecha hacia la carretera.
—Aunque no pensaba seguirla —rio Tarzán—, las liebres siempre están dispuesta a batir un récord de velocidad.
Ya le faltaban sólo treinta metros para llegar al pajar.
Se dejó ir, llevado por su propio impulso. Los últimos metros los recorrió al paso.
De cerca, el pajar demostró ser una ruina. Faltaban tablas en las paredes. El viento había entrado a saco gen el tejado.
Detrás de una hendidura se movió algo de color. ¡Ajá!
Tarzán controló la respiración; tenía la mente lúcida y estaba preparado para todo. Miró en torno suyo durante unos segundos.
No. Nadie le había seguido.
Dio la vuelta a la esquina y avanzó hasta el otro lado, donde se encontraba la puerta del pajar.
Desde la semipenumbra se le acercó una mujer.
Parecía muy chic y estaba, por así decirlo, en perfectas condiciones, aunque hacía ya tiempo que había llegado a la edad de merecer.
La mujer abrió unos grandes ojos verdes, dando a entender que estaba asustada. Un cinta amarilla le sujetaba a la cabeza su pelo negro azulado.
—¿Cómo? —se decepcionó Tarzán—. ¿Sólo una mujer? ¿Una tía estupenda en el papel de trampera de ferrobuses? ¡Si me lo cuentan, no me lo creo!.
Con una mirada que no prometía nada bueno, la mantuvo a raya.
Al mismo tiempo entró en el pajar, miró alrededor y constató que estaba vacío: no había yerba, ningún apero para cosechar, ninguna otra persona.
—¿Hay… hay… ha muerto alguien en el accidente? —exclamó dirigiéndose a Tarzán.
—No —respondió este con frialdad—. Por lo que hasta ahora puede verse, la desgracia no ha ido tampoco muy lejos en cuanto a heridos graves. ¿Quién es usted? ¿Y qué la ha impulsado a colocar piedras en las vías?
La mujer le miró fijamente como si hubiera hablado en chino.
—¿Qué? ¿Yo? ¿Estás bien de la cabeza?
—¡No se ofenda! Hoy tengo mi día sensible. ¿Quiere decir que no tiene nada que ver con el atentado?
La mujer parpadeó.
—¿Un atentado? Por amor de Dios. Creía que el tren había sufrido un accidente… por… por algún fallo técnico. O algo así.
—¡Se equivoca! Algún psicópata —o quizá varios— ha puesto una trampa de piedras. ¡En el lugar más peligroso! Es decir, a unos pocos metros de la entrada del túnel. El maquinista tenía aún la vista acostumbrada a la claridad del día. De pronto, en la oscuridad, la sorpresa. ¡Catacrac! Nadie es capaz de reaccionar con tanta rapidez. Los dos vagones se han salido de los raíles y han volcado contra la pared del túnel.
La mujer le escuchaba desconcertada y con la boca abierta; quizá un poco demasiado abierta. Tenía algún diente de oro.
—¡Terrible! El ruido se ha oído hasta aquí. El último vagón no había acabado siquiera de ocultarse dentro del túnel. Aún pude verlo.
Tarzán se fijó en sus manos.
Eran pequeñas y estaban cuidadas. Llevaba las uñas bastante largas. La laca de color rojo oscuro estaba intacta. En los dedos lucía tres anillos. En la muñeca izquierda llevaba un reloj y en la derecha una pulsera barata con una Campanilla dorada.
¡No! ¡Imposible! Con esas manos no podría haber movido una piedra. Al menos, no unos pedruscos capaces de hacer volcar un ferrobús. ¡Sobre todo, con aquellas pintas! Si alguna vez esa mujer cogía alguna piedra, se trataría de un brillante.
¡Sin embargo…! Parecía bajo aquella camiseta tan a la moda un tanto nerviosa. Tarzán no dejaba aún de sospechar.
—Mi nombre es Peter Carsten —dijo con cortesía—. ¿Cómo se llama usted?
La mujer entrecerró las pestañas.
—¿Para qué quieres saberlo? Tarzán señaló la gran bolsa para la cámara que se encontraba en el suelo.
—¿Lleva ahí dentro algún aparato fotográfico? ¿O se trata de la cesta de la merienda?
—¿Y a ti qué te importa? —Su voz resultaba hostil.
—Me está sacando de mis casillas, distinguida señora. Pero le diré por qué no puede largarse sin responderme, sobre todo en lo que respecta a sus datos personales. Ha habido un crimen.
Usted se encuentra sospechosamente cerca del lugar de los hechos. Le concedo que no haya hecho rodar la piedras. Pero, aún puede haber más. Quizá el atentado se dispuso para que usted disparara unas fotos sensacionales. Quizá su cómplice, el que ha realizado el trabajo duro, se ha esfumado de aquí. Así que, comencemos desde el principio. ¿Cómo…
—¡Eres un desvergonzado! —gritó ella—. ¡No acepto semejantes sospechas!
Tarzán se inclinó y abrió a toda prisa la bolsa de la cámara.
Tal como esperaba, contenía un magnífico equipo. Una cámara profesional con sus accesorios, entre ellos un objetivo de gran angular y dos teleobjetivos. Con el más largo se podía fotografiar a un hombre en la Luna.
—Me lo imaginaba —murmuró señalando la parte interior de la cubierta.
En el cuero de color claro aparecía escrita con bolígrafo la dirección de su dueña: una costumbre muy extendida para, en caso de pérdida de la bolsa, dar una oportunidad a la honrada persona que la encuentre.
—¿Es usted la señora Gertrud Rawitzky?
—¿De dónde…? Ah, ya. Sí, yo soy.
Tarzán memorizó la dirección. La mujer vivía en la ciudad.
—Ya sabemos algo, señora Rawitzky. Ahora, dígame, ¡qué hace usted aquí!
—Soy fotógrafa. Es mi profesión. Andaba buscando temas para un libro ilustrado.
—¿Ha visto al autor o los autores de la fechoría?
—No. A nadie.
—¿Desde cuándo está aquí?
—Desde hace muy poco rato. Pero no he mirado la hora.
—Usted se encontraba ya en este lugar cuando el ferrobús se acercaba.
—No. En cualquier caso, no me he fijado en él.
Tarzán la miró inquisitivo. ¿Por qué mentía?
—Piense con exactitud lo que dice, señora Rawitzky. Tengo intención de informar a la policía criminal. Explicaré también que vi un reflejo destellante de luz aquí, junto al pajar. Cuando el tren avanzaba hacia el túnel, un rayo de luz cayó sobre una superficie reflectante. Pensé que en este lugar había alguien con unos prismáticos. Ahora estoy convencido de que el rayo de sol cayó sobre el objetivo de su cámara.
—Es posible. He tomado algunas fotografías. En eso estaba ocupada. No he prestado atención a nada más. Esa es la razón de que no viera que el tren se acercaba.
Parecía convincente.
Tarzán asintió con la cabeza, cerró la bolsa del equipo fotográfico y se puso en pie.
—Perdone mi brusquedad. Pero tratándose de un atentado tan perverso, pierde uno los estribos. En circunstancias así soy incapaz de mantenerme frío y veo todo con un enorme enfado. La trampa se ha montado hace menos de media hora. Realmente, ¿no se ha fijado en nadie? ¿En ningún paseante, en nadie haciendo deporte, en ningún campesino, en ningún cazador furtivo, en ningún niño? .
—No he visto un alma —dijo ella sonriendo—. ¿Quieres ser inspector de policía?
—No. Ingeniero. Pero el padre de mi amiga es inspector. De él he aprendido las técnicas del interrogatorio. Todo lo: demás es cuestión de pensar con lógica. Para serle sincero: para mí aún está por demostrar que usted se haya limitado a sacar fotos, ensimismada, sin fijarse en lo que la rodeaba. Pero eso no hasta para mantener una sospecha firme. Esa es la razón de que por el momento haya salido bien librada.
La mujer hinchó los carrillos y, adelantando los labios, expulsó con fuerza el aire.
Aquello significaba: «¡me sacas de mis casillas!». Pero no lo dijo.
—Habría sido muy elegante —opinó Tarzán— que, en vez de esconder la cabeza bajo el ala, se hubiera apresurado a acudir allí para prestar ayuda.
—En este mismo momento pensaba ir. Sólo he-vacilado porque no soporto ver sangre.
—Entonces le deseo que nunca se corte el dedo. ¿Ha sacado alguna fotografía del lugar del accidente?
—Sí, de las personas; cuando salían del túnel.
—Probablemente la policía quiera verlas. ¿Es suyo el coche rojo?
La mujer asintió.
En ese momento Tarzán oyó el ruido de un helicóptero. Las aspas de su rotor hendían tableteando el cielo del atardecer.
Tarzán y la fotógrafa se situaron delante del pajar.
El firmamento era todavía azul. Sólo por el este se levantaba una neblina lechosa.
El helicóptero se balanceó como un insecto gigantesco por encima del monte del Diablo. Las personas que se encontraban junto a la entrada del túnel hicieron señas. Algunos agitaban los pañuelos.
—Bueno —dijo Tarzán—, quizá volvamos a vernos. ¡Adiós!
Tarzán volvió a paso de carrera. El helicóptero aterrizó. Pertenecía al servicio de rescate. A bordo iba un médico de urgencia con todo el instrumental y aparatos para casos de intervención rápida.
El médico y los enfermeros se ocuparon de Bárbara y los demás heridos.
Tarzán supo que un autobús dela compañía estaba de camino para recoger a los viajeros. Por los raíles se acercaba, ade más, un vagón de trabajo de los ferrocarriles con una grúa y el equipo necesario para volver a dejar la vía libre y transitable con la mayor rapidez posible.