12. Un intruso en la oscuridad
Oscar tiraba de la correa. Gaby caminó más deprisa para que no se le enredara en el cuello. Karl mantenía el paso a su altura y daba manotazos contra los mosquitos que bailaban delante de sus gafas.
La noche de mayo estaba cargada. Olía a tormenta.
—En vez de andar a ciegas —voceó Albóndiga— podríamos estar ahora sentados a la mesa con tu madre, Patitas. Me pregunto, de veras, qué hacemos aquí.
—Ya ves que a Oscar le gusta. Calles distintas, olores diferentes. Nunca había estado aquí. Probablemente hay inmensas cantidades de perros y cada piedra huele a ellos.
No se habían alejado mucho y en ese momento pasaban por delante de un zaguán cubierto. El terreno y la casa estaban envueltos en la oscuridad.
Oscar dirigió su órgano olfativo hacia el zaguán y comenzó a gruñir por lo bajo.
Gaby oteó las tinieblas. ¿Una gata? ¿Otro perro? Sopló para apartar su flequillo de poney, por pura costumbre, pues la visión no mejoró.
El atolondrado de Albóndiga no había oído el gruñido de Oscar.
—Perdonad un minuto —dijo mientras se dirigía pesadamente hacia la oscuridad movido por cierta razón que sólo a él le afectaba.
—¡Tío, quédate aquí! —siseó Karl—. Si anduviera por ahí un animal se lo tomaría a mal.
—¿Qué? —preguntó Albóndiga.
A continuación se oyó un rechinar metálico y Willi soltó un chillido. Algún objeto de buen tamaño cayó al suelo con estruendo.
—¡Ay, mi espinilla! —se quejó Albóndiga—. ¿Quién ha dejado su moto en mitad del paso? Vaya, no es más que una motocicleta. Puedo…
No pronunció una palabra más.
Caminando de espaldas salió de la oscuridad. Cojeaba de la pierna izquierda, pero esa no era la razón que le hacía andar como un cangrejo.
—Tíos —susurró—. Ahí hay alguien. Casi me tropiezo con él. Creo que se trata de una sola persona; al menos no es un grupo.
—Bien, ¿y qué? —preguntó Karl—. Estará haciendo algo que tú pensabas hacer. Pregúntale si se le ha roto la motocicleta.
—¡Eh, usted! —gritó Albóndiga—. ¿Se ha dado cuenta de que su moto se ha caído? No lo he hecho a propósito. Y espero que no le haya ocurrido nada.
No hubo respuesta. El gruñido de Oscar resultaba agresivo. Esto quería decir algo pues, por lo general, era manso como un cordero.
—Quizá sea un ladrón —dijo Gaby haciéndose oír—. Voy al coche a buscar la linterna.
Funcionó. Una risotada salió de la oscuridad. Oyeron unos pasos. La chapa gimió cuando el desconocido levantó la motocicleta.
—Pero, Gabriele —se oyó decir—, puedes estar segura de que no soy un ladrón. Me he parado un momento, por el mismo motivo que Willi.
—Esa voz la he oído antes —pensó Gaby, pero no reconoció a Erich Jesper hasta que este se acercó a ellos empujando su motocicleta.
—¡Hola, compas! —dijo ondeando cansinamente la mano libre—. ¿De paseo todavía? Me choca. Para los Colegiales de vuestra edad es ya la hora del cierre. Deberíais acostaros. Si no, mañana tendréis ojeras y pareceréis enfermos.
—No todos podemos ser tan guapos como tú —replicó Gaby—. En cualquier caso, ya se ve que eso a ti no te preocupa en estos momentos.
—A mí sólo me atraen las cosas importantes. Pero la mayoría de las cosas son aburridas.
Como era bastante más alto que ellos, les lanzó desde arriba una carcajada.
—¡Vaya tipo! —observó Gaby—. Escurridizo como una anguila. Siempre amable. Siempre cortés. Sujeta la puerta a los profes, se limpia siempre los zapatos, nunca lleva sucio el cuello de la camisa y viste los jerseys más bonitos. ¿Por qué me cae tan mal? En realidad, no me ha hecho nada.
Gaby sabía que ella le gustaba, incluso mucho. No hacía siquiera un año que le había enviado un saludo amoroso —por persona interpuesta— y le preguntó si no podrían verse. Aun a sabiendas de que salía con Tarzán. En aquella ocasión tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para calmar a su amigo. Si no, le habría dado a Erich Jesper hasta hartarse.
Oscar había dejado de gruñir. Olisqueó los pies de Erich y se le erizó el pelaje.
—Hermoso perro, el perro —dijo Erich—. ¿Es tuyo?
—El perro es mi perro —afirmó Gaby con la cabeza.
—Una cosa me sorprende: ¿dónde está tu chorbo, ese tal Tarzán? ¿Has roto con él?
Albóndiga comenzó a reír. Su risa resonó en el silencio de la calle. Karl se quitó las gafas y limpió los cristales en la manga de su jersey, al tiempo que se frotaba los ojos.
—Mi chorbo, ese tal Tarzán —dijo Gaby—, volverá aquí enseguida. Por desgracia, hoy está de malas pulgas. Nunca lo había visto tan peleón. Como si buscara algún motivo para zurrarle a alguien.
Erich miró calle abajo. Luego carraspeó. Como no veía a Tarzán, no tenía por qué escapar precipitadamente.
—Saluda de mi parte a tu artista del yudo. Me esperan. Buenas noches a todos.
Le vieron arrancar la motocicleta. Había aguantado el golpe. Matraqueando se alejó calle abajo, torció por una Calleja y no lo vieron más.
—Mi queridísimo padre, el fabricante de chocolate —dijo Albóndiga—, tiene relaciones comerciales con la banca Jesper. No será, así cuando yo sea el director de la fábrica y Erich sustituya a su padre. No pienso confiar mi dinero a este zángano de pelo de zanahoria.
—Tampoco yo puedo sufrirlo —asintió Karl—. Es como aire pintado. Se ve, pero no se puede agarrar.
—Todavía piensa —dijo Albóndiga con una risita contenida—, que podría aterrizar contigo, Patitas.
—Antes le entregarás tu dinero.
—Jamás.
—Lo mismo digo.
Y emprendieron la vuelta hacia el coche.
Tras caminar diez pasos, Albóndiga recordó su propósito inicial.
Dio media vuelta y desapareció en el zaguán.
Cuando volvió a salir, Gaby, Karl y Oscar estaban ya en el coche.
Albóndiga miro por casualidad en la otra dirección.
—Caramba —se extrañó—. ¿Aún sigue Jesper por ahí?.
Junto a un seto, todavía a la luz de la siguiente farola, una figura se arrimaba hacia las sombras. En ese momento se retiró a la oscuridad más densa y Albóndiga no supo si había visto bien o si se había equivocado. Por lo demás, no tenía importancia. Eso creía él.
Los amigos esperaron en el coche hasta la vuelta de Tarzán y Glockner.
Cuando regresaron, Tarzán les informó de los pobres resultados que habían obtenido.
—Pero teníais que haber visto al gato Goliat. Un tipo peligroso.
—También me habría gustado ver a la mujer —comentó Gaby—, ya que es tan elegante. Papá, ¿vas ahora a casa o a la estación? Querías ver a ese Schulzl-Müller. Vamos contigo, ¿quieres? Nos pilla de camino; me refiero a la estación.
—Pero Tarzán y Willi tendrán problemas si llegan demasiado tarde al internado.
—Los tendremos de todos modos —dijo Tarzán riéndose—. Sin embargo, el doctor Grausippe no es un monstruo. Se puede hablar con él.
—Os llevaré a continuación —dijo Glockner—. Yo mismo diré unas palabras al doctor Grausippe en favor vuestro.
Glockner condujo hacia la estación y aparcó en la explanada delantera, donde a pesar de lo tardío de la hora, no cesaba el ajetreo.
Al entrar en la sala, un tipo estuvo a punto de chocar contra el comisario; era un hombre con la barba sin afeitar, un moño pelirrojo y chaqueta verde. No prestó atención, pues iba hablando hacia atrás, a un barrigudo con cara de luna llena.
Este último abrió los ojos sobresaltado.
—¡Cuidado! Vas a atropellar al señor inspector. Buenas noches, señor inspector.
Glockner respondió con un movimiento de cabeza. Seguidamente explicó a la banda PAKTO:
—Son Kolbe y Peix, carteristas. Antiguos carteristas, espero. En cualquier caso, no nos han llamado la atención desde hace tiempo. Kolbe, el pelirrojo, lleva el apodo de Jo Ochodedos. Le faltan dos. Su nombre es Joachim. Ferdinand Peix es un aficionado a las corbatas. De ahí le viene el apodo de Nando Corbatas.
Como a la voz de ya, los cuatro amigos se hurgaron los bolsillos entre risas. ¿Les faltaba algo?
—No está mi chocolatina —comprobó Albóndiga—. ¿Me la habrá robado el gordo Nando al pasar?
—Te la has zampado —dijo Karl—. Cinco minutos antes de lanzarte sobre la pasta con queso.
—No es cierto.
—¡Ya lo creo que sí!
—No, fue diez minutos antes.
El grupo marchó a la parte trasera de la estación. Glockner preguntó por el despacho del jefe de estación, que estaba sentado frente a su escritorio, muy preocupado.
Schulzl-Müller era un amable barrigudo, con un mostacho del tamaño de un cepillo de fregar.
Glockner se presentó y explicó el gran acompañamiento de jóvenes por su implicación en el caso, sin entrar en más detalles.
Schulzl-Müller sonrió, acarició a Oscar, admiró su estampa y dijo que también él tenía un cócker, de pelaje marrón, que nunca se dejaba limpiar las orejas.
—Y ahora, hablemos del chantajista. —Glockner sacó su libreta de apuntes— ¿Desfiguraba la voz al hablar?
—No me ha dado esa impresión. Sonaba completamente normal.
—¿Cómo describiría la voz?
—Ronca, bastante cálida. Apostaría por un joven. Hablaba a medias alto alemán. Pero se le notaban rasgos dialectales.
—Eso es importante. ¿De qué dialecto?
—¡Hummm!, ni idea, señor comisario. No estoy muy ducho en el asunto.
—Pero eso se nota. ¿Era de Frisia, de Franconia, sajón, del Mosela, turingio, de Silesia, suabo, bávaro, de Hesse, del Palatinado, renano, de Westfalia, hablaba con acento de Berlín o de Colonia?
Schulzl-Müller se quedó boquiabierto y puso cara de estar completamente abrumado.
—Me resulta imposible clasificarlo. Sólo podría describirlo. Las consonantes y las vocales sonaban diferentes: la ch como sh y la j como h. Pronunciaba «shantahe» en vez de «chantaje». Y «traneh» en vez de trenes. Ha dicho: «Haremoh dehcarrilá loh traneh». Exagero un poco. Pero al principio pensé que tenía la boca llena de mermelada de grosella.
—Huy, huy. Creo —exclamó Tarzán—, que eso me resulta conocido. En mi ciudad, ¿sabe usted?, hay ciertos tipos que sueltan las palabras de esa manera. No es un verdadero dialecto; es algo a medias entre lengua de jerga y broma. Y desde hace años está de moda entre algunos jóvenes. Al menos cinco docenas de estos tipos —gente joven— viven actualmente aquí. De vez en cuando me encuentro con alguno. Pero, por lo que yo sé, no hay entre ellos ningún delincuente.
—Eso ya es algo —dijo Glockner mientras escribía en su agenda.
—El chaval quiere un millón —Schulzl-Müller se cogió la cabeza con ambas manos, como si fuera incapaz de comprenderlo—. Me he puesto en comunicación con los cargos más altos de nuestra administración. Algunos se han enfurruñado por haberles molestado después del trabajo. Así, entre nosotros, señor inspector, le diré, pero que quede en secreto, que si no coge cuanto antes a los autores la compañía les entregará el dinero. Nuestros números rojos no lo iban a ser más. Dado el enorme déficit, eso no tiene importancia. Un millón arriba o abajo no empeora la bancarrota. Los precios de los billetes subirán pronto, a pesar de todo, y la seguridad de los viajeros es lo más importante. Sencillamente, no podemos permitirnos atentados, descarrilamientos y choques.
—Como muy tarde —dijo Glockner—, cogeremos al autor en el momento de la entrega del dinero. Pero siento curiosidad por saber qué se les ocurre al respecto.
—Me lo dirá mañana mismo —musitó Schulzl-Müller con mirada cansina debido al servicio nocturno—. Quiere decírmelo a mí. Debo ser yo quien esté presente. ¿No le parece increíble lo que se nos pide a funcionarios como a mí? El turno de noche me resulta cargante. Y en vez de dejar el trabajo por la tarde, es decir, por la mañana, he de quedarme aquí y aguardar la llamada. Se lo tomo a ese delincuente como una ofensa personal.
—Para este ferroviario bigotudo —observó Tarzán conteniendo una sonrisa irónica—, esto es más importante que el chantaje.
Los visitantes se marcharon dejándolo en su turno de noche.
Una vez que estuvieron sentados en el coche, comentó Gaby:
—Papá, por favor, conecta un momento la radio de la policía. Es tan increíblemente emocionante oír lo que sucede en todos los rincones de nuestra ciudad. ¡Por favor! ¿Lo harás?