18. Indemnización
Después de la excitante tarde que se prolongó hasta bien entrada la noche, nuestros amigos de PAKTO echaron en falta al día siguiente un par de horas de sueño.
Tarzán fue el único a quien no le importó. Los demás recuperaron el déficit echando un sueñecillo durante la clase. Hasta los ojos de azucena de Gaby estuvieron nublados por un extraño velo mientras aparentemente escuchaba con atención las explicaciones de los profes.
En la última hora no hubo clase. La banda PAKTO se apretujó en una cabina telefónica del edificio central, el llamado cuarto de las escobas, y llamó al hospital donde se encontraba Bárbara Schnabel.
La enfermera de guardia no quería ni debía dar información alguna. Pero Bárbara tenía un teléfono junto a la cama.
—… me encuentro otra vez muy bien. El viernes me darán el alta —dijo al tiempo que les manifestaba su enorme alegría por la llamada.
Gaby, portavoz de PAKTO en esta ocasión, le comentó:
—Más vale que estás en cama. Si no, te caerías de espaldas al enterarte de lo ocurrido. El autor del atentado al ferrobús el que tendió la cuerda en la carretera, a quien debes la conmoción cerebral, son la misma persona. De momento, el trampero en cuestión parece una zanahoria rallada. Está lleno de rasguños de oreja a oreja. Lo conoces. Es Erich Jesper.
—¿Qué? —exclamó Bárbara—. Está aquí. Ha ingresado como paciente. Hace un rato ha venido a visitarme. Al principio pensé: vaya, una momia. Le han vendado toda la cara. Pero me dijo quién era por debajo de las gasas. ¡Imagínate! Me ha traído una caja de bombones gigantesca. Y me ha preguntado tartamudeando qué tal me encontraba. Me ha comentado que eso se lo había hecho un gato. ¡Pero ni palabra de que el autor de las fechorías hubiese sido él mismo!
—No se ha atrevido. De todos modos parece sentir que hayas sufrido tanto.
—En cuanto vuelva a estar sana de verdad le perdonaré. Pero sólo entonces. Hasta ese momento no pienso hacerlo.
Gaby le deseó buena suerte en nombre de PAKTO; los cuatro no podían resistir más en el estrecho cuarto de las escobas.
—Bien —dijo Tarzán—, Willi y yo nos libraremos con la velocidad de un rayo dela maldita obligación de la comida en común y saldremos en dirección a la ciudad, hacia la estación central, donde, como sabéis, estoy citado con Christine Pfab, mi simpática amistad del tren que hubo de comprar dos veces el billete y ahora no se atreve a presentarse sola ante el tío de Otto Nitschl, un tal Franz Hauke. Nos encontraremos con vosotros —se refería a Gaby y Karl— al entrar en el vestíbulo de la estación. ¿Vale?
Albóndiga no consideraba en absoluto que la comida fuera una maldita obligación, sino el momento culminante de la jornada. Allí podía sentarse delante de unas bandejas repletas.
Tarzán le hizo darse prisa.
Y ya hacia las 13.35 habían echado la cadena a sus caballos de acero ante la estación, atándolos al poste de una farola.
Gaby y Karl esperaban junto al puesto de flores.
Karl estudiaba los horarios de los trenes y empujaba continuamente sus gafas metálicas.
La amiga de Tarzán admiraba las rosas de largo tallo que en ese mismo momento regaba la florista con agua fresca.
Tarzán pasó el brazo por el hombro de Gaby.
—Preciosas rosas. ¿Te gustan?
—¡No sabes cuánto! La rosa es la reina de las flores.
—Y tú eres la mía. Por eso voy a regalarte una.
Tarzán sacó su monedero.
Gaby se sonrojó, pero no llegó a alcanzar el rojo de la reina de las flores que le ofreció Tarzán.
La florista sonrió satisfecha. Karl y Albóndiga se miraron con picardía. Gaby le dio las gracias con un beso. Luego se pinchó con una espina y de su pulgar brotó una gotita de sangre. Tarzán le ofreció un pañuelo de papel y la florista envolvió la rosa en tres hojas de periódico.
—Hola, Peter —exclamó en ese momento Christine Pfab.
Parecía estar de un humor excelente. Al perecer, esta vez se había entendido bien con su cuñado. Tarzán le presentó a sus amigos.
—No sé —dijo Christine—, si debo intentar algo. Por otra parte, 298 marcos es mucho dinero y luego quiero pasar por la peluquería; he pedido hora allí, en la de la estación. Me parece que es cara.
Tarzán no permitió que se impusiera su indecisión.
—Tiene usted razón, señora Pfab. El tío de Nitschl debe aflojar la bolsa. Renunciar significaría hacerse cómplice de una granujada.
Los cinco marcharon hacia el estanco.
PROPIETARIO FRANZ HAUKE, aparecía escrito en una pequeña placa sobre a la puerta.
Tarzán observó por el cristal. Un señor mayor acababa de aprovisionarse de puros y salía de la tienda.
Un hombre gordo le dijo sonriendo una frase amable.
—Ese parece ser Hauke —dijo Tarzán—. Venga, vamos allá.
Tarzán fue el primero en entrar en la tienda. Los demás le siguieron. El gordo seguía con su sonrisa forzada. Tarzán no necesitó reflexionar para catalogarlo. A primera vista, el tipo le resultó insufrible.
—¿El señor Hauke? —preguntó Tarzán.
—Yo mismo.
—Seguramente sabrá por su sobrino Otto Nitschl lo ocurrido ayer. No me refiero al atentado contra el ferrobús, sino al incorrecto comportamiento de su sobrino Otto con la propiedad ajena. La señora aquí presente es Christine Pfab, la verdadera dueña del billete.
Hauke miraba con ojos de rana. Sobre su cara jamona se extendió un aire de no comprender nada.
—¿Qué ocurre? No entiendo una palabra.
En ese momento Otto, el indio urbano, salió de la habitación trasera, cuya puerta estaba abierta.
Con una sonrisa atravesada intentó disimular su embarazo.
—¡Vaya, el granuja! —exclamó—. ¿No voy a perderte de vista? No te lo he contado aún, tío Franz. No era en absoluto importante. Ocurrió lo siguiente: cuando llegué ayer a la estación desde casa tropecé con un billete válido. Era exactamente el que necesitaba. Con este destino. Naturalmente, lo utilicé. Al fin y al cabo, no es culpa mía que otro lo tire. Pero luego, ya en el viaje, resultó que esta mujer lo había perdido. Y este cursi armó un gran cacao y hasta me llevó ante… la policía.
Hauke miró fijamente a su sobrino.
—¿Y lo cuentas ahora? —preguntó en voz baja.
—Pensé que no tenía importancia.
Hauke se palpó sus rizos rubios. Sus dedos se movían con cuidado, como si pudiera estropear algo del peinado.
Apartó de Otto su mirada de tiburón y se convirtió en un dardo, cayendo sobre Tarzán.
—Bien, ahora ya lo sé. ¿Qué más?
Christine recordó que se trataba de su propio interés.
—Me vi obligada a comprar otro billete —dijo—, porque su sobrino no lo devolvió como un objeto encontrado, sino que lo utilizó. Dijo que tenía poco dinero. Pero le habría bastado. Por eso no puedo mostrarme compasiva.
—Guárdese su compasión donde le quepa —gruñó Otto.
—Te la estás ganando —anunció Tarzán.
—¿De qué se trata ahora? —exclamó Hauke—. ¿Puedo resarcirla con media libra de rapé, distinguida señora?
—Con rapé no. Quisiera que usted o su sobrino me devolvieran el dinero. Exactamente 298 marcos. Tengo derecho a ello.
Hauke contempló a Otto. Este hizo una mueca de cordero degollado.
—Otto —dijo Hauke—, cuanto más pienso en ti, más decepcionado me siento. ¿No te he predicado siempre que tienes que respetar las propiedades ajenas? Al hablar de ello no me refería sólo al dinero y otros bienes, sino también a los billetes de tren. Te has comportado imperdonablemente con esta dama. Naturalmente, le debemos una compensación. ¿Cuánto puedes aportar?
—Nada —replicó Otto—. Estoy sin blanca. Hace un momento he querido dar un marco a un mendigo y me he visto obligado a sacárselo al jefe de la estación.
—Estos quieren tomarnos el pelo —supuso Tarzán, poniendo cara amenazante.
Pero Hauke se pasó ambas manos por sus hermosos rizos y a continuación se inclinó sobre la caja.
Después depositó en la bandeja de las vueltas tres billetes de cien. Su mirada se clavó en Christine.
—Dos marcos de vuelta. ¿Tiene cambio?
Christine lo tenía.
—Bien, y ahora ¡fuera de mi tienda! —ordenó Hauke.
—¿Pensaba —preguntó Tarzán— que nos íbamos a quedar a disfrutar de su compañía? ¿Padece delirios de grandeza? Además, se le está soltando la peluca detrás de la oreja izquierda. Le brilla la calva por la hendidura. Buenos días a todos.
Un silencio hostil les acompañó a la salida.
Christine no lo advirtió. Tenía su dinero. Agradecida, le dio la mano a Tarzán como si quisiera arrancarle el brazo. Él se defendió.
—Hauke ha sido comprensivo. Eso ha salvado la situación. Si no, tendría usted que haber amenazado con mandarle un abogado.
—¡Aun así! Sola no lo habría logrado. Tú y vosotros —dijo volviéndose a Gaby, Karl y Albóndiga— lo habéis amedrentado. Aunque no fuera más que por el número. Por eso voy a invitaros. Pero no podré acompañaros porque debo ir a la peluquería.
Sacó un billete de 20 marcos y se lo entregó a Tarzán obligándole a aceptarlo. Este se resistió durante un rato, pero al final lo cogió.
—Con mis cinco marcos —dijo Albóndiga—, me compraré cigarrillos. Cigarrillos de chocolate, naturalmente.
—¿Amedrentado? —reflexionó Tarzán—. ¡Jamás! Hauke no estaba amedrentado. Es frío como un témpano y ha hecho sus cuentas. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? En sus ojos saltones se leía como con letras de molde: mejor soltar unos cuantos de los grandes que… Sí, ¿en vez de qué? ¿En vez de arriesgarse a tener problemas? ¿O quería presentarse ante su sobrino Otto como un modelo de comportamiento?.
—¿Me acompañáis a la peluquería? ——peguntó Christine.
Gaby sonrió.
—Me gustaría muchísimo acompañarla. Tendría que recortarme el flequillo. Pero casi siempre lo hago yo misma.
—Con las tijeras de cortar papel —concluyó Albóndiga.
—Tus mechones de la frente son preciosos —confirmó Christine—. Me gustaría podérmelos cortar así.
Los amigos la acompañaron al SALÓN ANGELO - ESTILISTA: allí era donde había pedido hora.
En la entrada había un tipo que observaba las idas y venidas del vestíbulo de la estación y llevaba sueltos hasta el estómago los botones de la camisa amarillo limón. Sobre su pecho moreno de rayos UVA llevaba una cadena de oro. De ella colgaba una muñequita, o al menos un pequeña figurilla evidentemente femenina, también de oro.
—¡Presumido! —pensó Tarzán—. Seguro que sólo se ducha una vez al mes. Pero con su loción de afeitar podría atraer a un enjambre de abejas.
El tipo recibió a Christine como si la hubiera confundido con la reina de Inglaterra y lanzó a Gaby una mirada ardiente. A los chicos les dio con la puerta en las narices. Pero Christine saludó todavía rápidamente con la mano a través del cristal.
—Es simpática —dijo Gaby mientras continuaban el paseo.
—Y no sólo por la invitación —comentó Albóndiga—. He pensado que no va a ser un puro de chocolate. Mejor un helado de chocolate. ¿A dónde vamos ahora?
En ese momento llegaron a la consigna.
Los armarios estaban colocados en fila, espalda con espalda, es decir, que las traseras de los cajones se tocaban: la puerta de un armario daba a un lado y la de otro, al otro lado. Las casillas estaban apiladas en tres pisos.
Karl captó la mirada de Tarzán.
—¿Qué ocurre?
—Lo mejor será que vayamos a una heladería —opinó Albóndiga.
No veía las consignas. Ante sus espirituales ojos aparecía sólo una copa de helado de chocolate. Tarzán observaba algo muy distinto: dos individuos.
—¿Cómo los había llamado el comisario? —se preguntó—. Jo Ochodedos y Nando Corbatas. ¡Gracioso! ¿Qué estarán haciendo aquí?.
Tarzán llamó la atención de Karl sobre ellos. Pero este ya se había fijado.
Jo Ochodedos, el pelirrojo, se situó delante de un armario, miró brevemente a la derecha y luego a la izquierda, introdujo la llave en la cerradura y abrió la caja. Pero no sacó nada, sino que caminó lentamente hacia su compañero, con el que se perdió de vista por la izquierda.
—Ha probado la cerradura —pensó Karl en voz alta—. ¿Qué estaba haciendo, si no?
—En cualquier caso no ha sacado nada —dijo Tarzán—. Ni siquiera ha mirado dentro. ¡Qué raro!
—¿No eran esos los dos tipos que nos indicó mi papá? —preguntó Gaby—. ¿Los carteristas?
—Por eso somos tan suspicaces —asintió Tarzán—. Cuando dos individuos con antecedentes penales hurgan de esa manera, uno comienza a sospechar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Albóndiga—. ¿Vamos a una heladería? Si no, exijo que se me entreguen mis cinco marcos.
—Allá va Schulzl-Müller —dijo Gaby—. Chicos, está excitadísimo.