24. Acto final en la estación central
La noche caía sobre la gran ciudad. El mar de luces parecía infinito.
En la estación central, los policías habían realizado su última ronda y ahora se retiraban —tal como se les había indicado.
El comisario Glockner parecía un viejo hippie. Llevaba un traje vaquero desgarrado, con muchos remiendos, y encima una peluca de pelo largo y algunos collares de perlas por el cuello. Ocultaba su cara tras una barba y unas cejas postizas.
Holgazaneó por la consigna, se apoyó en una pared y, de vez en cuando, echaba un trago de una botella de vino tinto. Daba la impresión de estar bastante borracho, aunque la botella sólo contenía zumo de grosella.
La banda PAKTO paseaba por la sala.
Los cuatro amigos se detuvieron ante el viejo hippie.
—Fijaos en ese espantapájaros —dijo Gaby—. Un sujeto así es un desdoro para la estación.
—¡Exacto! —asintió Tarzán—. ¡Eh, abuelo! ¿Por qué no vas a esconderte en el agujero de tu bodega?
—¡Callaos! —chistó Albóndiga rojo como un tomate—. Me voy a morir de risa.
El viejo hippie Glockner echó un trago de la botella.
—¡Marchaos de aquí! —siseó—. De lo contrario me ocuparé de que el próximo fin de semana os castiguen sin salir. Por obstrucción a la justicia.
No había cerca nadie que pudiera oírles. Gaby se había cerciorado de ello.
—El peluquero de la estación —dijo por lo bajo—, es uno de los chantajistas. Un individuo moreno peinado con brillantina. Se ha encontrado su adorno del pecho, una figurita de oro, junto a la barricada de piedras del túnel. Llamó el señor Clothwig. Conocemos la figurita; se la hemos visto a ese tipo colgando del pecho. Hoy, después del mediodía.
Glockner hizo un movimiento de sorpresa.
La botella de zumo estuvo a punto de caérsele.
—Bien —replicó en voz baja—. Pero ahora, andando.
Karl redondeó la situación abriendo su monedero.
Sacó un marco y, con las puntas de los dedos ——y de manera que se viera bien desde todos los rincones de la estación—, alargó a Glockner la moneda.
—Pero después me la tiene que devolver —susurró Karl.
Se alejaron y fueron caminando despacio hacia la heladería.
Todos pidieron un zumo de vaca.
Al lado de Tarzán había un señor mayor con aspecto de campesino. Parecía que acabara de vender ocho terneros a un carnicero. Quizá también algún cerdo. Tenía aire de felicidad, era barbudo y llevaba gafas, vestía traje regional y unas botas sucias.
Disfrutaba de su pipa y le sopló a Tarzán una nube de humo a la cara.
A punto estuvo de provocar una queja.
Pero el campesino se adelantó.
—¿Por qué no estáis en la cama? —preguntó con la voz del comisario Krause.
A Tarzán le faltó un pelo para atragantarse con la leche.
—¿Usted? ¡Rayos y truenos! ¡Vaya noche de sorpresas!
—¿Qué os parece? —Krause hablaba en voz baja—. ¿Veis al hombre de la limpieza, a los dos trotamundos, al funcionario de la inspección y a la abuela que hay allí, junto a sus maletas?
Todos son gente nuestra.
—Entonces nada puede salir mal —musitó Tarzán—. Vamos a dar una vuelta. Hasta luego.
Las once de la noche.
El minutero avanzó hacia las doce.
La panda PAKTO se encontraba junto al quiosco de periódicos. Su interés se dirigía a las revistas y libros de bolsillo en inglés.
Schulzl-Müller salió de su despacho.
Parecía cansado. Su actitud manifestaba que psíquicamente se movía al borde del abismo.
Cargaba con una maleta de tamaño mediano que contenía 712.000 marcos.
El banco con el que operaba la compañía no había reunido más a causa de un malentendido.
Schulzl-Müller esperaba que los chantajistas se contentaran con ello.
Por precaución había dejado en la maleta una nota explicando el recorte de la cantidad.
En caso necesario —decía la nota— se entregaría posteriormente la cantidad final.
Con los hombros caídos, caminó hacia los armarios dela consigna.
Del bolsillo de su chaqueta extrajo una llave.
Abrió la casilla 234 y metió dentro la maleta.
Llevaba ya preparadas las monedas para la cerradura.
Sus manos temblaban ligeramente.
Miró alrededor, como si esperase que dispararan sobre él. Finalmente cerró el armario.
Sacó el sobre acolchado del bolsillo interior e introdujo en él la llave.
Con pasos cansinos avanzó hasta la taquilla del cine y cumplió con el resto de las instrucciones recibidas. Un minuto después se hallaba de nuevo en su despacho. Puso la cabeza sobre la mesa.
—No —pensó—. Seguro que no puedo dormir. Ahora, con tanta excitación… Pero sí que podré descansar.
Todavía tuvo tiempo de pensar en quitarse la chaqueta. Pero ya no lo logró y comenzó a roncar.
En el vestíbulo de la estación, Tarzán entrecerró los ojos.
Había descubierto a un tipo que se aproximaba lentamente a los armarios.
—Fijaos en aquel individuo —susurró Tarzán—. Es Jo Ochodedos, el carterista.
A lo largo del día, Kolbe había robado varias maletas. Siempre disfrazado. Ahora, para el último golpe, renunció al disfraz. Hacía un calor pesado y se sentía agotado.
Acababa de observar cómo una maleta con cierre de combinación aterrizaba en la casilla número 234.
Fue a por ella. Esperaba que el botín mereciera la pena. Todo lo demás había sido decepcionante y, en cualquier caso, no guardaba proporción con el esfuerzo que se habían tomado: la preparación de las copias de las llaves y aquel afanoso ir y venir.
La mayoría de los funcionarios de policía se encontraba ahora en las proximidades del cine, para no perder de vista la papelera. Allí seguía el sobre acolchado con la llave.
Sólo Glockner, Krause y la banda PAKTO concentraban toda su atención en el armario 234.
—¡Chicos! —chilló Gaby—. Creo que Jo Ochodedos va hacia la casilla.
—¡Venid! —musitó Tarzán—. Vamos al pasillo detrás de la fila de armarios. Allí estaremos cerca.
Se pusieron en marcha.
En el pasillo, entre las dos hileras de cajones, había una mujer. Iba vestida con sencillez, pero llevaba un imponente copete rojo que parecía postizo. En la nariz descansaban unas gafas de cristales azules.
Apoyó su largo paraguas en el casillero. Bajo el brazo sostenía un gran bolso de lino. Quería abrir el armario número 589, pero se detuvo al aproximarse la banda.
—¿No se abre la cerradura? —preguntó Tarzán.
Quería ayudarla. En definitiva, necesitaban una razón para quedarse por allí.
—¡No! —respondió la mujer con sequedad.
Tarzán se encogió de hombros.
Continuaron paseándose con la intención de llegar hasta la siguiente esquina, para espiar desde allí el pasillo contiguo. ¿Qué se traía entre manos Jo Ochodedos?
Debió de ser algo instintivo que Tarzán se volviera a mirar atrás.
La mujer había abierto la casilla, introdujo en su interior el bolso de lino y comenzó a hurgar con el paraguas.
Tarzán oyó un ruido metálico. ¿Qué era aquello? Se volvió.
Exactamente en ese mismo instante Jo Ochodedos abrió por el otro lado con su llave copiada la casilla 243.
Eva König había derribado los tabiques traseros aflojados por Hauke.
La maleta con el dinero llenaba sólo la mitad de la casilla 243. Había un espacio vacío.
Eva y Kolbe se miraron a través de los dos armarios.
El susto fue de muerte.
La mujer se echó hacia atrás chillando.
Por el otro lado, Kolbe giró sobre sí mismo y chocó contra su cómplice, Peix.
Nando Corbatas le había seguido con la idea de ayudarle en el transporte, si fuera necesario.
—¿Qué ocurre, Jo?
—En… en el armario hay… una mujer.
Nada más oír el grito, Tarzán salió disparado.
Eva König lo vio y comenzó a correr. Tarzán echó una sola mirada a la casilla abierta 589 y comprendió. En dos pasos alcanzó a Eva König.
Quiso retenerla, pero ella seguía con el paraguas, le golpeó salvajemente y comenzó a chillar. Al momento fue sujetada por la espalda y… desarmada.
Krause la mantuvo sujeta para que no siguiera agitándose. Con tanto trajín, la mujer perdió la peluca.
—Ninguno de los dos armarios tiene tabique posterior —exclamó Tarzán—. Esta mujer quería pescar la maleta por el de atrás.
Seguido de sus amigos corrió hacia allí.
Alrededor de ellos se armó un tremendo alboroto. Un número indefinido de individuos, de quienes no se habría sospechado que fueran policías de la brigada criminal, se lanzó desde todas partes y ayudó a Krause a dominar a la mujer, que ahora arañaba y mordía.
Kolbe y Peix estaban temblando ante el viejo hippie Glockner.
Los había detenido ante la casilla 243, arma en mano.
Pero ahora guardó su pistola.
Nando Corbatas y Jo Ochodedos no opusieron resistencia. Ni siquiera sabían en qué lío se habían metido.
Todo lo demás sucedió con rapidez. La mujer se obstinó en mantener silencio. Pero Schulzl-Müller la identificó como la copropietaria del salón de peluquería, compañera de un tal Angelo Copparo, a quien la banda PAKTO conocía de vista e identificó como el tipo de la figurita de oro en el pecho.
En su piso se encontraban —además de él— Hauke y Otto. Esperaban allí a Eva König y casi se caen de espaldas cuando, de repente, apareció la policía criminal en el umbral de la puerta.
Los cuatro fueron detenidos e interrogados por separado. Otto fue el primero en confesar. Con ello quedaba sellado el destino de todos.
Más tarde, ante el tribunal, Hauke recibió la condena más alta. Pero también sus cómplices hubieron de pasar bastante tiempo entre rejas.
También Erich Jesper tuvo que comparecer ante el juez. Pero como era menor de edad, nada trascendió a la opinión pública. Se le quiso dar una oportunidad. Y, de hecho, parecía que iba a reformarse.
Bárbara Schnabel le perdonó. Otra Vez volvía a estar completamente sana.
Kolbe y Peix tuvieron que volver a la cárcel. Gertrud Rawitzky tuvo suerte. El juez le concedió la libertad bajo fianza.
Unas semanas después, Gaby regaló a su amigo una fotografía suya en color especialmente hermosa.
Tarzán estaba entusiasmado.
—¿Y quién me la ha hecho? —sonrió Gaby—. Dale la vuelta.
Sorprendido, Tarzán leyó lo que aparecía en el revés: TALLER DE FOTOGRAFÍA GERTRUD RAWITZKY.
—A ti, a Karl y a Willi —dijo Gaby—, debo comunicaros que tenéis que pasar por su casa. Os quiere fotografiar. Gratis, por supuesto.
—Sólo me atreveré a ir —dijo entre risas Tarzán—, si antes encierra a Goliat.
FIN.