10. ¿El premio gordo o una gran tontería?

Tarzán acababa de concluir su relato. Había hablado de Otto; Nitschl y del billete hurtado. De Christine Pfab, con quien pensaba ir al día siguiente al estanco del tío de Otto, el tal Franz Hauke. Del accidente ferroviario, esto con todo detalle. Y del encuentro con la fotógrafa en el pajar. Fue sensacional.

Quiso añadir que consideraba a esa Gertrud Rawitzky una persona muy oscura.

Pero el teléfono le interrumpió.

El comisario contestó la llamada y escuchó —al parecer atentamente— conteniendo la respiración.

—¡Gracias! Está claro. Lo sé. ¿El nombre es correcto: Schulzl-Müller? Sí, voy para allí. Hasta luego, Krause.

Y colgó.

¡Ajá! —reconoció Tarzán—. Krause. El compañero encargado de los primeros pasos de la investigación.

—Ahora sabemos qué hay detrás —dijo Glockner—. Un chantaje. El autor se acaba de poner en comunicación con el jefe de la estación, un tal Schulzl-Müller. Pide un millón. De momento no ha proporcionado más datos sobre dónde y cuándo. Pero lo ha adobado todo con fuertes amenazas. O se les da el dinero o pronto descarrilarán más trenes.

—Más vale que nosotros utilicemos exclusivamente nuestros burros de acero —repuso Albóndiga—. Ahora no serán suficientes ni diez caballos para arrastrarme a un ferrobús.

—¡No exageres! —dijo Karl—. No todos descarrilan. Además, la compañía de ferrocarriles está ahora avisada y pondrán vigilancia.

Tarzán observaba al comisario.

Glockner parecía pensativo.

—Me parece importante —dijo—, que hayas encontrado a esa fotógrafa, Tarzán. Aunque no tenga nada que ver con el atentado, nos queda siempre una posibilidad: ha estado fotografiando en aquel lugar, inmediatamente después de ocurrido el accidente. Quizá, incluso, durante el mismo.

Tarzán asintió.

—Pudiera ser que en las fotografías aparezca algo que no haya llamado la atención a esta mujer en el momento de la toma.

El monte del Diablo ofrece escondrijos. Quizá el autor estuviera observando desde detrás de un matorral, sin sospechar que era fotografiado.

—¿Sabes la dirección?

—Calle Profesor Rutzl, 17. Al menos, eso ponía en la bolsa de la cámara.

Glockner se dirigió al teléfono. Pero en ese momento sacudió la cabeza.

—No. Mejor será que vaya a ver cuanto antes a esa mujer. —Y al ver cómo Tarzán le miraba con los ojos muy abiertos, añadió—: ¡Está bien! Puedes venir. Lo cierto es que tenemos la pista gracias a ti.

—¿Y nosotros? —preguntó Gaby—. Vosotros dos os metéis de lleno en este caso sensacional. Se trata nada menos que de la compañía nacional de ferrocarriles. Y de un chantajista que pide un millón. Y todo para descubrir cuanto antes al autor. Para que al idiota de Pfeifer se le quiten las ganas de decir maldades. Y Karl, Willi y yo, con nuestra enorme experiencia y nuestros conocimientos, ¿nos hemos de quedar aquí comiendo pasta con queso? No tengo nada contra tu sabroso plato, mamá. Pero lo que va a suceder ahora en la calle Profesor Rutzl es desde cualquier punto de vista más interesante. Además, quiero ver si esa mujer va tan a la moda como dice Tarzán.

—Por lo que respecta a la moda —puntualizó su amigo—, no soy tan entendido y experto como tú. Sólo sé que, además de los vaqueros, las camisetas y las cazadoras hay otras cosas, pero soy incapaz de juzgar si la Rawitzky es una de las mujeres mejor vestidas. De todos modos, la encontré bastante llamativa para hacer una excursión al pajar.

Glockner besó a Margot en la mejilla y marchó hacia la puerta.

—Por mí, podéis venir. Pero os quedaréis en el coche. Voy a visitar a esa mujer por un asunto de trabajo y no para encargarle una foto de grupo.

Todos saltaron de sus sillas. Todos menos Albóndiga, que parecía tener plomo en los bolsillos traseros de su pantalón.

Su mirada desesperada resbaló sobre las bandejas.

—Señora Glockner: no soy, en absoluto, de la opinión de Gaby —suspiró—. Preferiría quedarme aquí, junto al gulasch y la pasta de queso. Pero esto me haría sospechoso de glotonería. Y no quiero ser víctima de semejantes calumnias.

—Tratándose de eso —dijo Karl riéndose—, puedes perder toda esperanza. Tu fama está arruinada para siempre.

Los jóvenes dieron las gracias a la señora Glockner.

Oscar advirtió el ambiente de marcha y salió zumbando y aullando hacia la puerta del piso.

Gaby le colocó el collar y sujetó la correa.

El BMW de Glockner estaba aparcado frente a la casa. Los muchachos se apretaron en el asiento trasero. Gaby se dejó caer al lado del conductor y a sus pies se colocó Oscar, hecho un ovillo.

Un viento tibio soplaba por las calles cuando arrancaron. El cielo estaba negro. Las nubes ocultaban la luna y no se veía una sola estrella.

***

Gertrud Rawitzky estaba tan nerviosa que derribó en su cuarto oscuro los frascos con los productos químicos, el revelador, el fijador y el estabilizador. Como se trataba de botellas de plástico, no ocurrió ninguna desgracia. Todas tenían los tapones enroscados, menos una de la que se derramó una parte del líquido.

La lámpara de la cámara oscura proyectaba tan sólo una luz fantasmagórica.

Gertrud reveló las fotografías disparadas anteriormente.

Al fin, llegó el momento de lavarlas.

Vio el resultado y respiró más aceleradamente. Colgó las fotografías aún húmedas en el secador y salió del cuarto.

¡Increíble! —pensó—. ¡Ese golfo malcriado! Erich Jesper, el hijo único del gran Jesper, el banquero, se entretiene haciendo descarrilar trenes. ¿Se aburre? ¿Es un malvado? ¿Tiene algún trastorno psíquico?.

La puerta de la cocina estaba abierta.

Un gato gigantesco se acercó pisando con suavidad. Ronroneando, se restregó en su pierna. Ella se inclinó y le acarició la cabeza.

—Vamos, Goliat. ¿Qué harías en mi caso? Si ponemos las fotos a disposición del viejo Jesper a cambio de una buena cantidad de dinero, se nos podría acusar de chantajistas. Siempre será mejor, pensará él sin embargo, que ver a su hijito entre rejas. Y nunca volverá a presentársenos una ocasión como esta, Goliat.

El gato saltó al sofá y se estiró. Tenía el pelaje a rayas como el de un tigre. Sus zarpas parecían puñales.

Gertrud entró en la cocina, tomó una botella de vino del frigorífico y se sirvió un vaso. Lo necesitaba para darse ánimos. Era su primer chantaje. El vino le sentó bien. Así que bebió otro vaso.

Durante un rato paseó por su piso.

Su vacilación era pura debilidad. Lo sabía. Nada tenía que ver con la honorabilidad, que le importaba un comino. Estaba convencida: quien quiera ganar mucho deberá dejar de lado los escrúpulos, sean del tipo que sean. La decencia y una cuenta repleta son dos cosas completamente distintas. Pero si sangraba a Jesper, no iba a afectar a ningún pobre. El banco privado del viejo tenía una enorme fama.

Entró en la cocina una vez más y se sirvió el tercer vaso. Sentía el efecto del vino. Estaba ya completamente marcada. Un estado muy agradable. Las prevenciones se esfumaban. Su cerebro nublado veía las cosas a su gusto y no como realmente eran.