14. Albóndiga encuentra la foto

El comisario Glockner, satisfaciendo los deseos de su hija, conectó la radio de la policía. El BMW, su coche particular, disponía también del aparto correspondiente.

«… robo en unos grandes almacenes… Llamada desde el número dos de la calle Amalien. Una jubilada —Olga Mayer— oye ruidos sospechosos en el sótano… Peatones atacados en el parque Heyde… Accidente grave en la plaza Ottokar… City siete, preséntese enseguida en la colonia del jardín…».

El comisario y la banda PAKTO oían los comunicados, las instrucciones, la ensalada de las ondas radiofónicas.

En todo caso —pensó Tarzán—, no se oye nada que pueda referirse al chantajista. Es más, en la estación central y en las estaciones urbanas reina al parecer la calma.

«… fuego en un taller de fotografía en la calle Profesor Rutzl —comunicó una voz desde las ondas con tono indiferente——. Han sido avisados los bomberos».

—¿Qué? —chilló Gaby—. ¿He oído bien? Sólo puede tratarse de la casa de la Rawitzky.

Glockner siseó entre dientes.

Dio al intermitente y giró a la derecha, cambiando así claramente de dirección.

Todos pensaban ya en ir hacia la casa de los Glockner a fin de recoger las bicicletas de los chicos e introducirlas en el maletero, antes de emprender la ruta de vuelta.

Ahora el comisario conducía hacia la calle Profesor Rutzl.

El aparato de radio estaba introducido en la guantera. Glockner pidió a Gaby que le alcanzara el micrófono.

—Atención, central. Aquí City 21, el coche del comisario Glockner. Me dirijo hacia la calle Profesor Rutzl. ¿Cuál es el número de la casa?

«Número 17, señor comisario —le respondieron al punto. Con ello se disipaba la última duda. Era la dirección de Gertrud Rawitzky».

—Esto me intriga —comentó Tarzán después de que Glockner dejara el micrófono—. ¿Es una casualidad o tiene un significado más profundo?

Sus tres amigos tenían aún menos idea de todo aquello.

El comisario dijo:

—Esperemos que no le haya ocurrido nada a la mujer. Había bebido. Más de uno se ha dormido con la cabeza nublada y un cigarrillo encendido entre los dedos.

—Una razón más para no fumar nunca —dijo Karl.

—Y para abstenerse del alcohol —completó Gaby.

—A no ser que se trate de bombones al coñac —terció Albóndiga—. En este caso se puede hacer una excepción porque predomina el chocolate.

—Con tu nivel de consumo —dijo Tarzán—, podrías cogerte una buena melopea de bombones al coñac.

—¡Ja, ja! No me dignaré responder.

Llegaron a la calle Profesor Rutzl.

Un coche de bomberos aparecía aparcado delante del número 17. Pero las dos mangueras estaban ya enrolladas. Y en ese momento apagaban el gran foco dirigido hacia la casa. No había llamas. Ni olor a quemado. Aquellos hombres uniformados, combatientes del fuego, habían realizado su trabajo con profesionalidad y éxito.

Habían acudido algunos curiosos que lamentaban, indudablemente para sus adentros, que no se hubiera desencadenado un infierno.

—Es el jefe de bomberos Löschl —dijo Glockner—. Lo conozco.

Löschl tenía la cara de un color rojo encendido. Pero sólo era por la pesadez de la atmósfera de la noche, que amenazaba tormenta, y por su uniforme a prueba de desgarros.

—… nos avisó un peatón, señor comisario —le informó—. Había salido con su téckel y el perro, Lumpi, ladró hacia la casa. Tras la ventana se alzaban las llamas. Vinimos enseguida. Si no, el fuego se habría propagado y habría sido imposible salvar la vivienda.

Respiró hondo.

—Los muebles han quedado destruidos en dos habitaciones. Por otra parte, no hemos encontrado a nadie. La mujer que vive aquí parece estar fuera. Ahora, justamente, iba a comunicar a comisaría lo que pone la guinda al caso: un robo con roturas.

Evidentemente se trata de eso. Los ladrones entraron por la puerta de la terraza. Allí hay un cristal roto. Posiblemente el atracador ha iniciado el fuego. No podría decir si intencionadamente o no.

¡Sorprendente! —observó Tarzán—. La cosa es cada vez más inquietante. Pero, por el amor de Dios, ¿qué ha sido de Goliat?.

Justamente en ese momento preguntaba Glockner:

—En la casa se encontraba un gigantesco gato atigrado. ¿Lo ha visto usted, señor Löschl?

—Seguro que no ha muerto abrasado y…, bueno, en la casa no lo hemos encontrado. Es decir: todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas, incluida la de la terraza. Seguramente el gato ha escapado fuera.

—¿Y si se hubiera chamuscado? —dijo Tarzán de inmediato—. Pienso que nosotros cuatro deberíamos buscarlo por el jardín.

—Pero no subáis ala terraza —dijo Glockner—. Las huellas del asaltante podrían… —Se calló y miró a Löschl—. No, probablemente ya no. En caso de que las hubiera, su gente las habrían destruido.

Löschl se encogió de hombros.

Los amigos de PAKTO se dieron una vuelta por los alrededores.

—¡Con cuidado! —advirtió Tarzán—. Goliat es peligroso. Aunque, como dice la Rawitzky, sólo en casa. Aquí, al aire libre, no se enzarza más que con los de su especie y con perros.

A pesar de todo, mientras rebuscaban por el jardín y el patio, Tarzán se mantuvo cerca de Gaby para, si era preciso, interponerse con decisión suicida entre su amiga y Goliat.

Albóndiga lanzaba unos extraños balidos.

—¿No te sientes bien? —le gritó Karl desde el seto.

—¿Por qué? Sólo pretendo atraerlo.

—¿Imitando a una oveja?

—A una gata. ¿No me oyes maullar?

—Tendrías que cacarear —comentó Gaby—. Quizá sonara a maullido.

Pero Albóndiga no respondió. Era demasiado. Esta noche todos se metían con él.

No descubrieron ni la más mínima huella de Goliat. Quizá se había escondido en alguna alacena y estaba ocupado en abrir un bote de arenques.

Los bomberos se marcharon. La banda PAKTO se dirigió lentamente hacia la calle, donde se hallaban Glockner apoyado en su coche con el auricular pegado a la oreja. Era lógico que suministrara información a su departamento.

Los mirones se habían retirado y la calle volvía a quedar sin un alma.

Albóndiga se aproximó al coche y acercó a la luz interior algo que llevaba en la mano derecha.

—Está hecha una basura —murmuró.

Tarzán vio que se trataba de un trozo de papel o de una postal.

Albóndiga inició el movimiento para arrojar el papel, con la intención de tirarlo a la alcantarilla, pero recordó su deber de mantener limpia la ciudad y buscó con la vista una papelera.

—¿Qué tienes ahí? —le interpeló Tarzán.

—Una foto. Estaba detrás de la terraza. Pero está llena de pisadas de botas.

—¡Una…! —Tarzán se la arrebató. A la luz de la lámpara del interior del coche clavó su mirada en la fotografía revelada hacía poco tiempo.

Por un instante se quedó sin habla.

La foto mostraba la entrada al túnel del Diablo. Alguien empujaba un pedrusco junto a los raíles. Se podían reconocer con la nitidez de una lupa manos, brazos y una pierna del autor del atentado. Pero una bota de bombero había realizado sobre él, sobre el tipo en cuestión, un giro. La cabeza y el cuerpo eran irreconocibles, estaban desgarradas y la pendiente del monte del Diablo, embadurnada de barro del jardín.

—¡Willi! —gimió Tarzán—. ¿No ves que esto…? En vez de enfurruñarse contra la lentitud de entendederas de su amigo, que hoy, evidentemente, tenía la mente fatigada, dio un salto hacia Glockner.

El comisario seguía telefoneando y se había apartado.

—¡Señor Glockner! ¡Aquí! ¡Aquí! Lo ha visto; la Rawitzky ha visto al autor del atentado. ¡Y lo ha fotografiado! Le ha disparado en plena actividad. ¡Y no nos ha dicho nada!