1. El billete de tren perdido

Se sentía triste. Como siempre al concluir un fin de semana en casa, con su madre.

La despedida quedaba ya atrás, así como los días que habían pasado juntos. Tarzán caminaba lentamente hacia la estación.

No llevaba mucho equipaje; sólo su bolsa de viaje de lino gastado. En su interior, además de la ropa del fin de semana, iba un libro interesante. Tarzán quería leerlo para matar el tiempo durante el viaje de varias horas hasta la gran ciudad, donde sus amigos le esperaban en el internado.

Y ahora mama —se decía Tarzán—, estará trabajando en la oficina.

¡Cuánto le habría gustado llevarlo hasta el tren! Pero el trabajo no se lo permitía.

Tarzán atravesó la explanada que se abría ante la estación. Sus pensamientos seguían todavía en casa. Debía meterles prisa, literalmente, para que no se quedaran atrás.

El día era cálido, pensó levantando la vista a aquel cielo de mayo sin nubes. El sol quemaba.

Y la temperatura habría de subir aún más, pero en otro sentido.

Tarzán se acercó a la entrada de la estación. Faltaba aún media hora hasta la salida del tren. Podía pasearse. Ya tenía el billete; un billete de vuelta.

Tras él —casi al mismo paso— marchaban dos tipos. Sin pretenderlo, oyó lo que hablaban.

—… es estupendo haberte encontrado —carraspeó uno de ellos con voz ronca—. Me debes uno de cien. Lo necesito.

—¡Nitschl, tío! —le replicó el otro como en un silbido—. Acordamos que recibirías la pasta en tres semanas. ¿Por qué la quieres ahora?

—¡Porque me voy de viaje, tío!

—Bueno, ¿y qué?

—Quiero ir a …

Y nombró la ciudad a donde también se dirigía Tarzán.

—Y ¿qué? —le preguntó el otro por segunda vez.

—¿Sabes cuánto cuesta el viaje en el expreso del sur «Flecha de Plata»? No lo sabes, tío, porque no haces otra cosa que pasearte por la estación, sin salir nunca de viaje. He de apoquinar 298 marcos para un billete de ida y vuelta. Y tengo exactamente 300. ¿Crees que es manera de hacer un viaje largo, eh?

—Yo creo que basta.

—Voy a viajar durante varias horas. ¿Quieres que me muera de sed? ¿O de hambre? Vengan los cien pavos y me meto de cabeza en el vagón restaurante.

El otro respondió que no disponía del dinero.

Un par de idiotas, pensó Tarzán sin volverse a mirarlos.

En ese momento le pasaron, uno por la derecha y el otro por la izquierda.

El de la izquierda tenía el aire del tipo que frecuenta la estación: dejado, sucio, bebedor de cerveza.

El de la derecha era una especie de indio urbano con el pelo cortado como un iroqués y la cara pintada. Se había decorado la frente y las mejillas con una red de venas azules. Sin proponérselo, pero con la fuerza de un jugador de hockey sobre hielo, chocó contra Tarzán atropellándolo.

—¡Eh! —dijo Tarzán—. ¡Fíjate por dónde te tambaleas!

La cara de venas azules se volvió a mirarlo.

—¡Calla la boca, enano! ¡Cuando yo paso, tú te haces a un lado!

¡Vaya por Dios! —pensó Tarzán—. Este se cree el emperador de la China.

A punto estuvo de replicar algo agresivo. Ya le quemaba en la punta de la lengua. Pero los dos tipos apretaron el paso, continuaron ahora a ritmo de marcha y eludieron así su contestación, tanto de palabra como de puños.

En la sala de la estación reinaba el ajetreo de los lunes.

Tarzán se paseaba de un lado para otro contemplando los escaparates y los anuncios de las agencias de viajes. Los oídos le silbaron. Estaba claro: su madre pensaba en él. Pero el pitido era muy fuerte. Quizá también Gaby tuviera puestos en él sus pensamientos.

En el quiosco se compró un vaso de leche malteada. Mientras la sorbía, se volvió a mirar en todas direcciones.

No se veía ni rastro del vagabundo de la estación ni de Nitschl, el indio urbano. Quizá estaban en el sótano atracando las máquinas de tabaco para que Nitschl consiguiera dinero para el rancho.

Los ojos de Tarzán rebuscaron por la sala de espera. No, no había por allí ningún amigo de otras épocas, ningún conocido. Hacía ya demasiado tiempo que faltaba y no volvía demasiado por aquí. Además, ahora estarían ahora en clase. Sólo en su internado había fiesta por la rotura de una cañería en la planta baja del edificio principal.

Aplastó el vaso vacío y lo lanzó hacia la papelera. Pero el vaso de cartón chocó con el borde y cayó al suelo. Cero puntos en puntería.

Como Tarzán era un chico con buena educación, recogió el vaso. En ese mismo momento alguien le tocó en el brazo.

—Vaya, chico… Lo has encontrado, ¿verdad?

Tarzán miró sorprendido a aquella mujer.

Tenía un rostro juvenil; en cualquier caso, no parecía estar cerca de los sesenta años, pero su pelo era gris. Llevaba la cabeza cubierta con un llamativo sombrero de viaje, arrastraba una pequeña maleta y parecía apurada. Sus mejillas, al menos, estaban notablemente enrojecidas.

—¿Si lo he encontrado? No he encontrado nada. Simplemente estoy depositando la basura en su sitio.

—¡Lástima! —suspiró ella agotada—. ¡Ay, qué desgracia! ¡298 marcos perdidos! Y nadie me va a creer.

—¿Ha perdido la cartera?

—No, mi billete del tren. Lo compré ayer. Hace un rato, al bajar del taxi, lo tenía todavía. Pero, he debido perderlo por aquí…, en el vestíbulo de la estación.

—Suele ocurrir —asintió Tarzán moviendo la cabeza mientras barría el suelo con la mirada, como si fuera la fregona de la señora de la limpieza.

—Y todo esto me pasa por tener la fiebre del heno —se lamentó la mujer—. Sólo por eso.

Tarzán no vio ninguna relación entre la enfermedad alérgica de los estornudos y la pérdida del billete y alzó las cejas, interrogante.

Ella le explicó:

—He sacado el pañuelo del bolso varias veces, muchas veces. En alguna de ellas… ¡Seguro! El billete estaba junto al pañuelo.

—Me quedan todavía 18 minutos. Si le parece, podemos patearnos juntos el recorrido por donde ha venido. Tengo buena vista. Seguro que la suya está borrosa debido a la fiebre del heno.

La señora asintió.

—Muy borr… borro… ¡atch… atchís! ¡Ya está! ¡Otra vez! ¡Es terrible!

Y estalló como un cañón de agua. Con el estornudo casi pierde el sombrero. A pesar de todo, era una persona amable. Y, además, estaba desamparada. Así que Tarzán tomó su maleta, cargó con ella y rebuscó a su lado por la sala de la estación.

Christine Pfab —este fue el nombre que dio al presentarse y al que Tarzán respondió con el suyo— no sabía ya con exactitud por dónde había llegado. Además, también veía borroso el camino.

No hubo suerte. Imposible encontrar el billete.

—Tendré que comprar otro —dijo—. Porque, ¿quién iba a creerme que ya tenía uno?

—Yo le creo —dijo Tarzán—. Pero no soy el revisor. ¿El billete le ha costado 298 marcos? El mío también. ¿Va usted a…?

Tarzán dio el nombre de su destino y la mujer asintió con la cabeza.

—Voy a visitar a mi hermana. ¿Vives allí, Tarzán?

—No; mi casa está aquí. Pero allí tengo el colegio, un conocido internado que está en las afueras de la ciudad. El cole está pero que muy bien. Naturalmente, se necesitan los amigos apropiados. Encontrarlos y todo lo demás depende de uno. Se trata de conseguirlo. Entonces ya no te sientes extraño y todo marcha de maravilla. Pero ahora, señora Pfab, habrá de comprar su billete y decir al empleado de la ventanilla qué ha ocurrido. Quizá haya aparecido entre tanto alguna persona respetable que lo haya devuelto. Cada vez son menos, pero aún quedan.

Tarzán la acompañó hasta la ventanilla, donde ya no quedaban compradores. Ellos eran los únicos clientes.

Christine Pfab explicó su infortunio. Nadie había entregado el billete. El empleado anotó los datos personales de Christine, por si alguien lo devolvía.

—Pregunte a la vuelta, por favor, señora Pfab. Llegado el caso, le devolveremos el importe. Ahora, por desgracia, deberá pagar el precio de un viaje.

El tiempo apremiaba.

Andén 6.

¡Vaya suerte! —pensó Tarzán.

Pero consiguieron llegar a tiempo. Tarzán abría la marcha, cargado con la maleta y su bolsa de viaje. Christine subió jadeando los últimos escalones, cuando ya se cerraban las puertas. Tarzán la ayudó a entrar en el vagón número cuatro, donde tenía la reserva: asiento de ventanilla, coche de no fumadores.

El compartimento se hallaba vacío. Así pues, Tarzán tenía también otro asiento de ventanilla.

Lo ocupó presa de sentimientos contrapuestos. No por el catarro de Christine —que no era infeccioso—, sino por el temido parloteo que podría acompañarle hasta su destino. A fin de cuentas, llevaba consigo el libro para esta ocasión y, además, lo había interrumpido en un pasaje interesante.

—¡Gracias por tu ayuda! ¡Y por haber cargado con la maleta! —La señora Pfab sonreía—. Por favor, no la coloques aún en la red. Quiero sacar mis revistas.

Se había aprovisionado bien y viajaba con cinco revistas, recién salidas y todavía sin leer. ¡Eso estaba bien! Con una sonrisa de oreja a oreja, Tarzán sacó su libro de la bolsa de lino. Christine miró el título con interés.

—¡Buen viaje, señora Pfab!

Ella le sonrió.

—Luego, cuando tengamos hambre, iremos al vagón restaurante. Te invito. Sin ti… ¡aaat… chís…! —como no tenía el pañuelo en la mano, el cristal sufrió una rociada—… estaría totalmente perdida.

—No es necesario, de veras. Pero si se empeña… Seguro que podré con un té y un bocadillo de queso.

—¡El té, el té! Tenía que haber mencionado la mancha marrón de té. En ese caso el empleado de la ventanilla habría sabido que se trataba de mi billete. La mancha tiene la forma de… un rectángulo estirado. ¿Cómo se llama eso?

Y dibujó la figura en el aire.

—Un romboide —dijo Tarzán—. Es una figura geométrica plana, uno de los paralelogramos, como el cuadrado, el rectángulo y el rombo. Me gusta la geometría; las matemáticas, en general. Se puede pensar y trabajar duro con ellas manteniendo la cabeza fría. Supongo que no me equivoco al pensar que ese romboide de la mancha de té aparece en su billete de tren, en el billete perdido, ¿verdad?

—¡Lo has adivinado! Me ocurrió en casa. El billete se hallaba sobre la mesa. Fui a servirme té y no pude reprimir un estornudo. Entonces, ¡zas!, apareció el romboide en el billete de vuelta. Y era precisamente té indio, ese que tiñe una barbaridad.

—Y además sabe fuerte —sonrió Tarzán.

Luego, los dos se sumergieron en su lectura, mientras fuera pasaba volando el verde paisaje del mes de mayo.