7. El perista y el peluquero
El ocaso se retiraba ante el sedoso azul de la noche de mayo.
Otto Nitschl, el indio urbano lesionado, se detuvo frente a la estación central y observó en torno suyo. Las luces de la gran ciudad refulgían aquel día con especial esplendor.
A sus espaldas bramaba la estación, uno de los principales nudos de la red ferroviaria europea. Una oleada de viajeros se derramaba desde el gigantesco vestíbulo hacia la parada de taxis arrastrando sus maletas.
El autobús de la compañía que lo había recogido en el túnel del Diablo junto con los demás pasajeros rodaba —ahora vacío— hacia los terrenos de la estación donde estaban aparcados otros autobuses.
Cada uno de los afectados había rellenado un formulario para poder presentar por escrito las posibles reclamaciones.
Nitschl tenía otros problemas en la cabeza. Sobre todo un dolor penetrante en el punto donde le había acertado la botella acolchada de vino tinto del camarero del vagón restaurante.
¡Un día de locura! ¡Tantas desgracias a un mismo tiempo! Cuando encontró el billete de ida y vuelta de la señora Pfab se sintió un hombre de suerte. Le había venido al pelo. ¡Ni por encargo! Un billete válido, con su mismo destino. Se había ahorrado 298 pavos; pero luego. ¡Ese maldito tipejo! El tal Peter Carsten. Le deseaba la fiebre amarilla, la peste, una rotura de tibia. Y, además, una salmonelosis en cada desayuno. En efecto, qué diablos: por culpa suya le había tocado la negra al pobre Otto.
Ahora se encontraba en una estúpida situación.
Su tío Franz, aquel bribón, le había enviado el dinero para el tren —como siempre que lo necesitaba—. Y 500 marcos más. Eso había sido la semana anterior. Pero a él, Otto Nitschl, el dinero se le iba como agua delas manos en las tascas, donde todas las noches se ponía ciego de cerveza. Penoso, verdaderamente penoso tener que confesar ahora que se había bebido todo el dinero y por eso había hecho aquel montaje del billete. Pero, por otro lado, ¿debía confesarlo?
En boca cerrada no entran moscas.
Por lo demás, no tenía nada que reprocharse.
Franz Hauke, propietario de la expendeduría de tabacos de la estación, era un lobo con piel de cordero; en otras palabras: un perista. Compraba cosas robadas y las revendía, con jugosos beneficios. Y libres de impuestos, por supuesto.
Uno de sus socios en el negocio vivía en la casa de su sobrino Otto. Este se encargaba de hacer de correo, lo cual era más seguro y rápido que enviar un paquete postal.
Esta vez debía recoger tres docenas de relojes caros. Provenían de un atraco a una relojería de la ciudad y la policía no tenía de momento indicios ni huellas.
El chichón de la nuca, pensó Otto, es consecuencia del accidente del ferrobús. Así de simple. ¡No hay más que hablar!
Se encaminó hacia la sala de espera, donde había un ajetreo mortal con el ruido correspondiente.
Un grupo de franceses jóvenes había juntado sus mochilas y se había situado entre la sección de recogida de bultos y la sala de espera. Los amigos gabachos se estaban metiendo entre pecho y espalda una cena reparadora: pan blanco y queso.
Nitschl les lanzó una mirada de odio. Detestaba a todos los extranjeros, a toda la humanidad en general. Y procuraba que lo notaran.
Pasó de largo por delante de la consigna y del kiosco de la estación hasta llegar al ala lateral, donde se sucedía una hilera de tiendas formando una calle comercial.
Aquí, en la estación, los horarios eran diferentes.
Pero cuando Otto presionó la puerta del puesto de Hauke, esta no se movió. Cerrado.
En el negocio había luz. Otto golpeó en el cristal.
Un hombre asomó la cabeza desde el cuarto trasero, donde las luces estaban también encendidas, miró hacia la puerta de la tienda y observó fijamente a Otto.
—¡Eh, usted! —gritó este—. ¡Diga a mi tío que estoy aquí. Soy Otto!
El hombre hizo un gesto afirmativo y habló por encima de su hombro dirigiéndose hacia la habitación trasera.
Otto no lo conocía. Pero eso no significaba nada. Franz Hauke se veía con mucha gente y tenía trato con todo el mundo; casi siempre, como es natural, pájaros de cuenta.
También el de esta ocasión parecía serlo: un tipo de pelo negro ondulado con brillantina, cara de fullero y bigotito. Vestía una camisa de color rosa y llevaba al pecho un colgante de oro de una cadenita.
En ese momento se acercó a la puerta y dejó entrar a Otto.
—Otto Nitschl, ¿verdad? ¡Encantado, Otto! Soy Angelo Copparo. ¡Llámame Angelo!
Un espagueti, pensó Otto, al tiempo que le daba la mano.
Otto apretó con todas sus fuerzas, tan sólo para demostrar a aquel guaperas de baile lo que es la fuerza alemana. Pero Angelo tenía una zarpa de acero y respondió con la presión debida.
—¿No está mi tío?
—Sí. Ahí detrás.
Franz Hauke estaba sentado junto a su escritorio, se había atado una gran servilleta alrededor del cuello y comía. En su plato humeaba una imponente ración de carne: sin duda alguna, un envío del asador de enfrente.
—¿Dónde te has metido, Otto? Llegas tarde.
—Buenas tardes, tío Franz. Come antes, pues si no se te va a atragantar el cordero cuando te cuente.
—Es filete de ternera.
—Que te aproveche.
—¿Has comido? Puedo encargar algo más. ¿De acuerdo?
—¡No, no! No tengo ganas. Me tiemblan un poco las rótulas.
Hauke suspiró.
—Angelo ayuna. Tú no comes. Ya veo qué os traéis entre manos, bandidos. Pretendéis que me martirice la mala conciencia. Pero no lo conseguiréis.
Agarró su jarra de cerveza y bebió un trago de diez segundos.
Angelo se echó a reír.
—No hago régimen, Franz. Puedo comer cuanto quiera y no engordo.
No podía decirse lo mismo de Hauke. Bajo su camisa de seda sobresalían las almohadillas de grasa y su cuello era casi tan grueso como la cabeza. Unos ojos salientes de sapo completaban la figura: parecía un perro dogo. Un dogo malvado dispuesto a morder en cualquier momento.
Sus vistosos mechones de color rubio oscuro no cambiaban en nada esa impresión: se trataba de un peluquín bien cuidado que todas las mañanas adhería a su calva.
Entre bocado y bocado al filete, dijo:
—Angelo es mi amigo y socio. Puedes hablar con toda libertad, Otto. Delante de Angelo no tengo secretos. Además, es el dueño del salón de peluquería situado enfrente.
—¡No deberías llamarme siempre peluquero! —bufó Angelo—. Soy estilista y mi Eva, esthéticienne.
Hauke sonrió con ironía.
—Pero os dedicáis a cortar el pelo a la gente, ¿no es cierto?
—De vez en cuando, también. De todos modos somos artistas. Modelistas del peinado.
—A propósito, recuerdo que tienes que llevarte el mío para remodelarlo esta noche: lavarlo, perfumarlo y volverlo a rizar. Mañana por la mañana me pondré un sombrero y pasaré a buscarlo. —Hablaba de su peluca.
Hauke se volvió hacia Otto.
—Y ahora, suelta lo que, al parecer, me va a agriar el apetito. De paso te diré que tienes un aspecto espantoso. ¡Esas líneas azules en la cara! Tu peinado iroqués es un insulto para el estilista aquí presente.
—Sobre gustos no hay nada escrito —dijo Otto. A continuación volvió la cabeza y mostró el emplasto—. ¿Habéis oído hablar del accidente del tren? Yo viajaba en él. Es el causante de la herida. Fue así…
Otto les informó.
Los otros dos le escucharon. Hauke retiró su plato y renunció al resto del filete.
Angelo adelantó los labios, pero no llegó a silbar. Los ojos le brillaban como dos ágatas.
—¡Vaya cosa! —Hauke succionó con sus labios carnosos—. ¿Viste el montón de piedras, Otto?
—Como te lo cuento. Me volví a meter al túnel. Eran varios bloques. No demasiado grandes. Pero el tipo —porque sospecho que fue uno solo— los puso en cuña entre las vías.
—¿Por qué uno solo?
—Si fueran dos o tres, habrían movido pedruscos más grandes. En la pendiente del túnel había de sobra.
Hauke se quedó con la boca abierta.
—¿Cuándo llegó la policía?
—Bastante tarde. Cuando todos estábamos ya en la carretera, donde nos recogió el autobús de la compañía ferroviaria.
—Entonces, el autor del suceso no debía encontrarse ya por allí.
—Seguro que no. Si no, estaría mal de la cabeza.
—Probablemente sería un bromista. O alguien que se proponía algo. Quizá el atentado sea una advertencia para la compañía de ferrocarriles, para mostrarle un anticipo de lo que le ocurrirá en caso de que no… pague. ¡Claro! —exclamó feliz por su agudeza—. Este atentado podría ser el preludio de un chantaje.
En medio del silencio se oían crujir los pensamientos. Todos pensaban.
Otto se sentía sumergido en cálidos algodones. Aquí se encontraba entre profesionales. El propio peluquero parecía saber algo más que cortar el pelo.
Los ojos de rana de Hauke se volvieron hacia él.
—Seguramente piensas lo mismo que yo.
Angelo sonrió con malicia.
—Nos apuntamos y cosechamos lo sembrado por otros. En principio sólo nos costará una llamada. Nos presentaremos como el chantajista o los chantajistas. Podemos ofrecer como prueba lo que sabemos por Otto. Posiblemente nos den crédito. Pero antes, recogeré información de mis amigos sobre la policía de la estación. Por ejemplo, si ya han cogido al autor.
Otto respiró aliviado. Un cosquilleo de excitación se iba extendiendo por su cuerpo y hasta le liberó del dolor de cabeza.
—Quizá el tipo haya llamado ya —dijo Hauke—. Tenemos que contar con ello. Pero también puedes enterarte de eso. Aunque así sea, lo intentaremos. Sostendremos simplemente que nosotros somos los auténticos y el otro un simple gorrón. Exigiremos…, bien, seamos modestos: un millón. El dinero ha de estar preparado para mañana a mediodía. Entre tanto pensaremos cómo y dónde se hará la entrega.
Hauke se echó a reír. Su risa sonaba como si, en vez de haber devorado un musculoso asado de ternera, hubiese consumido un codillo grasiento.
—Por lo demás, señores, tenemos la mejor coartada del mundo: una auténtica. No podemos haber sido nosotros, pues en el momento de los hechos nos encontrábamos aquí. Tú, Angelo, estabas cortando…, ejem, estabas modelando peinados. Artísticos, naturalmente. Yo me encontraba aquí. Y mis clientes recibían de mí los cuidados que requieren para sus traqueteados bronquios. Tampoco Otto entra en cuenta. Es más bien una víctima, pues iba en el vagón de la máquina y es uno de los heridos. ¡Ja, ja!
—¡Fantástico! —murmuró Otto—. Muy fuerte.
—Tú te encargas de llamar —añadió Hauke—. Nadie conoce aquí tu voz.
Angelo se levantó.
—Voy a pasar por la policía de la estación. Hay allí un tipo Hans-Helmuth Eichner, que es tan idiota como parece. Es un pequeñajo cargado de hombros con la nariz aplastada. Le sacaré toda la información que haga falta.