8. Problemas con Pfeifer
Tarzán pasó de un autobús a otro: del de la compañía de ferrocarriles, que había recogido a las víctimas del accidente, a otro de la empresa de transportes de la ciudad. Con la línea 14 marchó hasta la avenida Kastl, situada al sur de la ciudad, casi al lado del estadio de deportes.
Era ya de noche cuando bajó del autobús y echó a andar, trasegando su bolsa de viaje unas veces de la mano derecha a la izquierda y otras a la inversa. Tarzán trotaba hacia las afueras de la ciudad a una velocidad estimada de cinco minutos y doce segundos por kilómetro.
Sus pensamientos giraban en torno al atentado y a la fotógrafa Gertrud Rawitzky, aquella persona impenetrable.
Tenía que informar sin falta al padre de Gaby. Y cuanto antes, mejor.
El comisario Glockner no estaba entre los policías que habían acudido al lugar. ¡Daba igual! Quienquiera que dirigiese la investigación necesitaba indicios.
—Pero para nosotros —pensaba Tarzán— sólo hay un interlocutor en la policía criminal: el comisario Glockner. Nuestro mejor amigo entre todos los adultos.
Campo libre. La ciudad quedaba a sus espaldas. Tarzán recorrió la avenida a la carrera. En los sembrados había cuervos. Podía reconocerlos a pesar de la oscuridad. Eran aún más negros que la noche. Ningún vehículo circulaba de frente. Y tampoco en su misma dirección.
El famoso colegio con internado quedaba en las afueras, suficientemente lejos como para poder alardear en su propaganda de una atmósfera limpia y rural y, por otra parte, lo bastante cerca de la ciudad como para poder presentar esta proximidad como un atractivo para los alumnos de la propia ciudad.
La carrera de Tarzán concluyó en la puerta de entrada. En la oscuridad sólo podía sospecharse la verdadera extensión de los terrenos del colegio. La luz brillaba detrás de muchas ventanas.
Tarzán caminó hasta el edificio principal y subió a continuación las escaleras hasta el segundo piso, hacia el NIDO DE ÁGUILAS, el cuarto doble que compartía con su amigo Albóndiga.
Tarzán esperaba que su amigo se encontrara ya en la cama rellenándose de chocolate, como siempre.
Pero el cuarto estaba oscuro y vacío.
Mientras vaciaba su bolsa de viaje descubrió la nota. Se hallaba sobre la mesa y contenía una información:
Albóndiga había escrito:
«… estamos todos en casa de Gaby. Es el cumpleaños de Oscar, aunque nadie sabe con exactitud cuántos hace; lo que sí sabemos es que se encuentra en sus mejores años. Te esperamos para la cena. Por lo que más quieras, no te retrases demasiado. El estómago me gruñe ya y no son más que las dos de la tarde».
Willi.
Tarzán sonrió. El cumpleaños del perro. ¡Qué burrada! Probablemente un invento de Albóndiga, pues nadie sabía ni la edad exacta ni el día de nacimiento de Oscar, el cócker blanco y negro de Gaby. Era un perro callejero llevado a la perrera, de donde esta lo había recogido.
Tarzán estaba un poco sudado pero se mudó enseguida y corrió hacia el profesor de guardia para presentarse, sin mencionar el accidente ferroviario.
El doctor Grausippe tenía fama de curioso. Poseía, además, la habilidad de emplear tantas palabras —innecesarias— para decir las cosas más sencillas que, al final, todos se despistaban. Por otro lado, se repetía constantemente —en parte por falta de memoria y en parte por una preocupación justificada por si se habría expresado con suficiente claridad.
En cualquier caso, el accidente del tren habría tenido como consecuencia un parloteo sin fin. Y no había tiempo para ello.
Tarzán bajó zumbando, recogió su bicicleta del cuarto de las bicis y volvió a toda prisa a la ciudad.
Por el este se amontonaban negros nubarrones. El calor era pesado y el aire de la noche olía a lluvia.
Pedaleó hacia el barrio antiguo de la ciudad, en dirección al domicilio de Gaby. [a tienda de comestibles de la señora Glockner tenía las luces apagadas. Karl Computadora y Albóndiga habían amarrado sus caballos de hierro al nuevo soporte para bicicletas. En la planta alta se veía luz tras las ventanas.
Gaby le abrió la puerta. Oscar ladró entusiasmado, se metió enseguida entre ellos y no quedó más remedio que acariciarlo. En el pasillo, como nadie los veía, Tarzán abrazó a su amiga. Gaby se había recogido el pelo en una cola de caballo y llevaba una falda vaquera cosida por ella misma que crujía a cada paso como un torbellino en un bosque frondoso.
—Pensábamos ya que no vendrías —comentó Gaby—, pero te hemos esperado para cenar. Papá no ha llegado aún. Willi no dice palabra, pero se comporta como si fuera a desmayarse de hambre.
—No es nada nuevo. Saludos muy cordiales de mamá, también para los demás, pero en especial para ti.
Gaby sonrió satisfecha. Se entendía muy bien con la madre de Tarzán, aunque sólo se veían en contadas ocasiones.
La señora Glockner salió de la cocina y lo acogió entre sus brazos, como si su ausencia hubiera durado varias semanas y no tres días. Le preguntó por su madre y, según sabía Tarzán, su interés era auténtico, no una expresión de mera cortesía.
Albóndiga estaba ya sentado a la mesa, con cara de sufridor, dispuesto a saltar como un gato gordo que ha visto el plato de comida.
—¡Por fin! ¿Has encontrado mi nota?
—¿Por qué celebramos el cumpleaños de Oscar?
—Lo he escrito únicamente para que te dieras prisa.
Karl se acercó, sonrió con soma detrás de sus gafas de montura metálica y observó a Tarzán de arriba abajo.
—Ileso, por lo que veo. Claro, has venido en el «Flecha de Plata». Pero en el mismo trayecto ha sufrido un accidente un tren de cercanías. Acabo de oírlo en la radio.
—Vamos, chicos —dijo en ese momento la señora Glockner—, comencemos la cena. No se sabe cuándo va a llegar el señor de la casa.
Albóndiga dejó escapar entre dientes un suspiro con el que, por lo menos, habría podido hinchar la cámara de una bicicleta.
—Esperaré —se dijo Tarzán—. Si se lo cuento ahora, se retrasará la comida e indudablemente se va a desmayar.
Gaby ayudaba a su madre, .pero no quería que esto se interpretara como una actividad únicamente femenina y pinchaba, por ello, a los chicos.
—No se os van a caer los anillos si cargáis con un par de platos. No, Willi, tú no. —Albóndiga había saltado de la silla—. Te tiemblan los dedos.
Todos soltaron una carcajada. Karl se ofreció para hacer de jefe de camareros.
Tarzán dijo:
—Hoy voy a hacer de pachá y me dejaré servir.
—De todos modos, no te habría permitido entrar en la cocina —explicó Gaby—. Hueles aún a tren.
Cuando Tarzán se quedó a solas con Albóndiga, este dijo:
—Hoy está que se sube por las paredes. El comisario ha tenido problemas con su superior, con el jefe de policía, ese inútil de Pfeifer.
Gaby entró con una fuente de pasta con queso y oyó las últimas palabras.
—Exacto, Willi. Pfeifer es un frustrado. ¡Un trepa! Envidia los éxitos de todo el mundo y en especial los de papá, porque tiene la cuota más alta de casos resueltos. Los resuelve casi todos. Eso inquieta a Pfeifer y es la razón de que ahora se dedique a intrigar. Pura envidia. Ese arribista no puede soportar que haya otro más capaz. Y encima, un subordinado.
—¡Pero Gaby! —intervino calmando los ánimos la señora Glockner.
—¡Es verdad, mamá!
—Papá sabrá defenderse si las cosas llegan demasiado lejos.
—Pfeifer no lucha a las claras; delante del interesado es de una amabilidad gatuna, pero va difundiendo rumores y mentiras.
La expresión de Margot Glockner revelaba que su hija había dado en el clavo.
—En todos los trabajos hay problemas parecidos —dijo Margot—. Hasta el momento papá ha tenido todo controlado.
Oscar lanzó unos agudos aullidos de alegría y corrió hacia la puerta de la casa.
Esta se abrió. El comisario Glockner llegaba a tiempo. Saludó a todos con su habitual calma y cordialidad. Pero Tarzán leyó en la expresión del rostro de su paternal amigo que el comisario estaba tenso y llevaba el enfado muy dentro de la piel.
Comenzaron a cenar.
Gaby, para quien nada era lo bastante complicado como para andar con rodeos, fijó la vista en su padre.
—Pfeifer te ha vuelto a hacer enfadar, ¿verdad?
Glockner sonrió.
—Nuestras relaciones laborales son tensas. Me echa encima todo cuanto puede. De momento, debo dirigir las investigaciones de nada menos que ocho casos. La razón aducida es la falta de personal. En realidad espera que cometa alguna falta. Que fracase en algo.
Margot dejó caer el tenedor.
—¿Y tú lo consientes?
—No. No hace ni una hora que hemos tenido una conversación. Es decir, que él ha escuchado y yo le he dicho mi opinión. Naturalmente, niega cualquier mala intención. Se ha disculpado varias veces. Pero de todo ello se deduce que no hay sitio para los dos en la comisaría. Yo me entiendo con todos los compañeros; él con ninguno. En el año que lleva allí sólo ha conseguido hacerse enemigos. Pero por lo que respecta a este asunto, tiene una piel de elefante. Y como intrigante es un fuera de serie. Eso hay que reconocérselo. Nuestra charla terminó ofreciéndome aceptar otro caso más. El noveno. Uno muy reciente. Me ha dado coba diciéndome que no puede confiárselo a nadie más.
—Y tú te has negado —dijo Margot consternada.
Su marido sacudió la cabeza.
—No pienso darle esa satisfacción; Además, quiero hacer este trabajo. Por una parte, me interesa; por otra, creo que lo sacaré adelante. El último caso se dirige contra la ciudadanía; nos podría haber afectado a cualquiera de nosotros. Un desconocido ha levantado en el túnel del Diablo una barrera de piedras. Un tren de cercanías —un ferrobús— ha chocado contra ella.
Los daños materiales son muy elevados y ha habido heridos.
—¡Mira por dónde! —se extrañó Tarzán—. Con qué rapidez llegamos al asunto.
—He oído comentarlo en la radio —dijo Karl.
Tarzán tragó un bocado.
—¿Ha estado en el lugar de los hechos, señor Glockner?
—Aún no. Tuve que salir para otro asunto. Las primeras comprobaciones han corrido a cargo de mi compañero Krause.
—Yo soy uno de los accidentados —dijo Tarzán—. Viajaba en el ferrobús.
Todos lo miraron como si hubiera vuelto de un paseo por el espacio.
—¡Imposible! —exclamó Albóndiga—. Tu tren era el expreso del sur, el «Flecha de Plata». Tú mismo has dicho siempre que para venir aquí sólo tomas ése.
—Así es. Pero en Haffstedt me vi obligado a descender a causa de un hurto. La culpa la tuvo un jefe iroqués con la cara manchada de tinta. Pero mejor será que comience por el principio.
Todos le escucharon con gran atención.