Hasta ese momento el revisor se lo había tomado, evidentemente, con calma. Había pasado dos veces por delante del compartimento, pero hasta entonces no había empezado a pedir los billetes. Quizá era un hombre de buen corazón para quienes viajaban de gorra… y se hubiesen bajado en las anteriores estaciones.

Christine y Tarzán mostraron sus billetes. El revisor les dio las gracias y les dijo que llegarían a su destino pasadas dos estaciones; por delante quedaba sólo una parada, en Haffstedt.

A continuación se acercó a Nitschl.

Una idea cruzó como un relámpago por el cerebro de Tarzán.

Se puso en pie y murmuró una excusa.

Christine le observó preocupada. Pensaba, evidentemente, que se sentía mal, que el estómago le había jugado una mala pasada y quería ir al servicio.

Pero Tarzán siguió al revisor y permaneció de pie junto a él cuando este se dirigió a Nitschl.

—¡Un momento, por favor! —dijo Tarzán dirigiendo una sonrisa a la cara cansada del empleado—. Puede ser que me engañe. En ese caso presentaré mis disculpas para diversión de este gran jefe iroqués. Pero, si no me equivoco, se aclarará un caso de hurto, que es casi tan grave como un robo. La señora de aquella mesa ha perdido su billete a tres horas y media de aquí y se ha visto obligada a comprar uno nuevo. El billete perdido tiene una mancha de té, una mancha cuadrangular, un romboide producido por té negro de la India. ¿En el anverso o el reverso? —preguntó volviéndose a Christine.

—En el reverso.

La señora Pfab no entendía una palabra.

—Bien, ¿y qué? —preguntó el revisor.

Por debajo de la red de venas pintadas la cara de Nitschl adquirió un tono gris moho.

—Sospecho —dijo Tarzán— que este individuo ha encontrado el billete y lo ha utilizado. Enseguida se verá si tengo razón.

El revisor miraba fijamente a Nitschl sin saber qué hacer.

Nitschl no se movió. El gris moho dio paso a un rojo de indignación que combinaba mejor con el azul de las venas.

—¡Yo… yo te conozco, rata aplastada! —balbució dirigiéndose a Tarzán—. ¿Qué es toda esta mierda? ¡Cómo puedes decir semejante cosa! ¡Cóóómo! ¿Eeeeh?

—Por la pasta que te sobra. En realidad debían ser sólo dos marcos. ¿Es cierto o no?

—Esos…, este…; bueno, no entiendo qué ocurre aquí —tartamudeó el revisor—. Y, además, tampoco me importa. Si este señor tiene un billete válido, por mi…

Se detuvo, pareció reflexionar y parpadeó bajo la mirada apremiante de Tarzán.

—Usted es aquí la autoridad —le espetó Tarzán—. ¿Piensa dejar correr un hurto que supone una pérdida de 298 marcos para la persona afectada? ¿Por pura comodidad? En ese caso habré de pedirle su respetable nombre para comunicárselo al director de la compañía de ferrocarriles cuando le comente el caso.

—¡No, no! —murmuró el hombre del uniforme—. Tienes razón —dijo, y se dirigió a Nitschl—. ¡Su billete!

Nitschl apretó los dientes. Fue su único movimiento.

—¡Su billete!

Casi resultaba enérgico.

—Quizá no lo tenga —Tarzán tensó los labios en una mueca—. En tal caso podemos dejar que elija. O le colocamos unas esposas y lo encerramos en el servicio o lo tiramos del tren en marcha.

Era una broma, pero a Nitschl le saltaron los fusibles. El alcohol lo había desinhibido. En cualquier caso, era un broncas. Y al alcance de su mano se hallaba la última botella de cerveza, vacía.

Nitschl se puso en pie de un salto y la cogió. El golpe iba dirigido a la cabeza de Tarzán. Las dos chicas chillaron. El viajante de comercio levantó la vista y se interesó por la escena. Quizá suministraba vendas y emplastos para las heridas a farmacias y hospitales. Cuando el camarero abrió los ojos, Nitschl volaba por encima del respaldo de su silla.

Se cargó el decorado de la mesa vecina —mantel, vasos, jarrón, flores de papel— y aterrizó en el pasillo central, golpeándose con la nuca.

¡Vaya por Dios! —reflexionó Tarzán—. Nadie creerá ahora que el judo es un arte de gran delicadeza. Seguro que no.

Pero el cráneo de Nitschl respondía a su apariencia: una corteza dura por fuera y nada por dentro.

El tipo se puso en pie, bizqueó con malignidad y comenzó a hurgarse los bolsillos.

—¡El… el billete! —tartamudeó el revisor.

Nitschl no buscaba el billete sino su navaja.

¡Clic!, se oyó el ruido de la cuchilla saliendo del mango.

—¡No hagas tonterías! —dijo Tarzán—. Si no, te voy a dejar hecho un hombre y luego tu madre no te reconocerá y tu chica escupirá al verte.

Pero Nitschl estaba a punto de estallar. Echaba humo por las orejas y a punto estuvo de lanzarse al ataque, con las peores consecuencias para él. Pero no llegó a tanto.

El camarero había recuperado su presencia de ánimo. De pie, a espaldas de Nitschl, envolvió a toda prisa con una servilleta de tela una botella llena de vino tinto y se acercó a él con sigilo.

Con fuerza, aunque sin exagerar, golpeó por detrás a Nitschl en la cabeza. Este dobló las rodillas. La navaja cayó sobre la moqueta. Tarzán saltó, sujetó a Nitschl e impidió que el tipo se hiriera al aterrizar por segunda vez contra el suelo.

—Señores viajeros —se oyó en ese momento por los altavoces—, dentro de unos minutos llegaremos a Haffstedt. Allí pueden empalmar con…

Para nosotros, final de trayecto —supuso Tarzán—. Eso para empezar, pues allí habremos de acudir a la policía de la estación y aclarar este penoso asunto.

Y dejó caer a Nitschl al suelo.