21. La figurita de oro
Mientras atravesaban veloces la ciudad sobre sus jamelgos metálicos, Karl expresó sus dudas.
—¿Y qué ocurrirá —dijo en medio de las vaharadas de gasolina— si entre tanto Otto se esfuma?
—¿A donde iba a pirarse? —comentó Tarzán—. ¿De vuelta a su ciudad? Los conocemos a él y a su tío. Además, la policía de Haffstedt tiene su dirección. No puede desaparecer. A no ser que se aliste en la Legión Extranjera. Pero ¡menuda vida le esperaría!
Nuestros amigos dejaron sus bicis frente a la comisaría de policía.
De camino hacia el despacho de Glockner se encontraron con varios agentes a quienes tuvieron que saludar.
Finalmente, llegaron a su destino. Gaby quiso llamar, pero la puerta se abrió desde dentro. Aunque sólo un poco. Y el individuo que iba a dejar la habitación continuó con su mano en el pestillo, mientras seguía hablando y soltaba un par de frases amables al tiempo que salia.
—… no puedo menos de repetírselo, estimado compañero: ese Erich Jesper no nos sirve de nada. Está psíquicamente trastornado y, además, es un adolescente. ¡No es una buena presa! Atrape usted al chantajista que quiere hacerse con el millón. Y, por favor, que sea pronto.
La respuesta de Glockner se escuchó, calmosa:
—Tengo aún trabajo por terminar, señor Pfeifer. Y sobre su escritorio hay también, seguramente, mucho que hacer.
—¡Glockner! ¿Es incapaz de soportar que se le diga cómo están las cosas?
—Ya lo creo que lo soporto. Pero nuestros puntos de vista son un tanto diferentes, señor Pfeifer.
El jefe de policía le contestó con una risa jabonosa.
Al salir, ese encontró cara a cara con la banda PAKTO.
Los muchachos veían por primera vez al superior de Glockner.
Tendía a barrigudo y tenía una cara de hipertenso arterial que se estrechaba en los tercios superior e inferior.
—Parece una rana quemada por el sol —observó Tarzán, mirando despectivamente la barriga de Pfeifer.
—¡Vaya, Gaby! —exclamó.
Luego añadió con malicia:
—Se te ve mucho por la calle. ¿Haces de noche tus tareas escolares?
—No las hago —replicó ella—. La sabiduría me viene en sueños. Es cosa de la inteligencia de nuestra familia.
Pasó al despacho por delante de Pfeifer y los chicos entraron tras ella.
Albóndiga, que pasó el último, le cerró la puerta en las narices.
Glockner sonrió satisfecho.
—¡Adelante! —dijo de manera audible—. Para vosotros siempre tengo tiempo.
—No te enfades por su culpa, papá —Gaby bajó la voz.
La mirada de rabia de sus ojos azul violeta taladró un agujero en la puerta—. Y alégrate por nuestras noticias.
***
Angelo se impacientaba por lo que estaban tardando en ponerse en marcha.
La frente de Hauke se nublaba como en una tormenta de verano.
Pero Otto acechaba el teléfono y no quería salir.
—Herbart está un poco tocado del ala —comentó—, pero tampoco tanto como para no volver a llamar.
—Quizá tiene sólo tu billete de cien y ni una moneda más —reflexionó Hauke—. O estaba sólo de paso y ahora se encuentra ya lejos. O quizá le ha desanimado la interrupción y piensa que nuestro teléfono tiene avería.
—¡Vamos de una vez! —gruñó Angelo—. Si no, me marcho sin ti, hago solo el trabajo y me quedo después con tu parte.
—¡Qué más quisieras! —Otto cogió su cazadora.
—Si viene el tal Herbert —dijo Hauke— le cogeré tu dinero. ¡Y ahora, en marcha! Pero, con cuidado. Y pensad: mañana aparecerá la noticia en la prensa con grandes titulares.
—Esperemos que sin nuestros nombres —dijo Angelo.
Salieron.
El Suzuki todo terreno, refulgente y de color verde metálico, y estaba aparcado en la explanada delante de la estación.
La capota estaba cerrada. Cuando subieron al coche, una paloma pasó volando delante de ellos. Con una trayectoria exacta, arrojó sobre el parabrisas los últimos restos de su digestión.
¡Clacs!
—¡Mierda de bicho! —insultó Angelo—. Habría que envenenar a todas las palomas. Llenan la ciudad de cagadas. Y además no sirven para nada.
—Asadas son buenas —opinó Otto—. ¡Vaya carroza elegante! Esperemos que no se llene de polvo cuando galopemos por los caminos de tierra.
—Creo que lo soportará.
Arrancaron, salieron de la ciudad y tomaron una carretera comarcal.
Angelo conocía el camino.
Hacía calor. De vez en cuando brillaba el sol. Luego, gruesas nubes ganaban la partida. En medio del calor bailaban enjambres de mosquitos. Al acercarse al monte del Diablo, el paisaje se tornó solitario.
Otto utilizó los prismáticos que había en la guantera. Miró en todas las direcciones, descubrió algún tractor y —detrás de unos matojos— un ala delta, que pronto desapareció por el horizonte.
—¡Allí está el monte del Diablo! —Otto señaló con el dedo.
Angelo condujo hasta el camino de cabras que doblaba hacia el pajar y se detuvo.
Dejó el motor en marcha. No le importaba que la atmósfera se contaminara adicional e innecesariamente.
Por los prismáticos, Otto oteó en dirección al túnel.
—Todo está otra vez en orden. Han reparado los daños en un tiempo récord. ¡Claro! Se trata de un trayecto importante.
—Voy a continuar hasta el pajar —dijo Angelo—. Allí esconderemos el coche. Luego vamos al túnel. Basta con vigilar que nadie pase por aquí. Nos vería.
—Pero no a simple vista. Hay por lo menos 1500 metros y los matorrales ocultan el trazado de las vías como una pantalla. Si no supiera que el túnel está allí… bueno, sin los catalejos sólo podría entreverlo.
Se aseguraron de que no hubiera nadie en las proximidades y, luego, Angelo entró disparado por la pista y el Suzuki reaccionó de manera muy distinta a la esperada. A pesar de todo, logró salir adelante y pudo finalmente descansar en el pajar ruinoso, por cuyas dañadas paredes penetraban los rayos del sol.
Los dos delincuentes corrieron hacia el túnel.
Otto jadeaba. Era un fumador empedernido. Le silbaban los pulmones y estuvo a punto de desertar. Notaba punzadas en los costados y sus bronquios aleteaban como válvulas de hojalata.
Angelo iba demasiado trajeado para aquel a actividad y perdió dos veces su zapato derecho de piel de cocodrilo, que le iba un poco más grande que el izquierdo.
A la entrada del túnel se detuvieron.
Angelo consultó el reloj.
—¡Maldita sea! —despotricó—. Nos hemos retrasado. Sólo faltan 29 minutos para que llegue el tren. ¡Vamos allá!
Se pusieron manos a la obra. Echaron piedras a rodar, las empujaron y cargaron con ellas. Los fragmentos de roca de gran tamaño los transportaban entre ambos. Desde los taludes de izquierda y derecha arrojaron a la vía pedruscos más pequeños.