Erich volvió a ponerse la cazadora, que se había quitado después de transportar la segunda roca.

Ahora se trataba de encontrar un escondite seguro. A poder ser, encima de la montaña.

Recogió su motocicleta. Cuesta arriba resultaba fatigoso, pero, finalmente, se tumbó en una hondonada, bajo las ramas de un olmo.

De pronto se sintió febril a causa de la tensión. Tumbado sobre el vientre, espiaba el borde de la hondonada. Desde aquí podía divisar una gran extensión de terreno. También la carretera, donde seguía el pequeño coche de Gertrud.

¿Dónde diablos se había metido el siguiente tren?

Esto —pensaba Erich—, es algo muy distinto a tender cuerdas sobre carreteras solitarias en la oscuridad. ¡Una niñería! Ya lo había hecho en tres ocasiones. Una de ellas se había pasado, pues aquella tal Bárbara estuvo a punto de sufrir un accidente mortal. Naturalmente, no era eso lo que le había impulsado a hacerlo. No se enteró del caso hasta más tarde, por los periódicos. Luego había tendido cuerdas otras dos veces. Y después, nunca más.

Ahora —de ello estaba seguro— acabaría destrozada una locomotora. Pero nada más. ¿O tal vez sí? Quizá el tren descarrilara y los viajeros sufriesen heridas.

Ya veremos, pensó. Por eso lo hago. Para eso estoy aquí.

***

Gertrud Rawitzky se encontraba dentro de un pajar y contenía la respiración.

El pajar era viejo, ruinoso; no había en su interior herramienta alguna y pronto sería derruido, pues no servía ya para nada.

Las arañas habían tejido sus telas en los rincones. Bajo el tejado se veían nidos de pájaros.

Entre el pajar y las vías del tren había unos 300 metros. Hasta la embocadura del túnel del Diablo la distancia era algo mayor.

Gertrud había caminado hasta allí atravesando el campo en diagonal a paso rápido, inmediatamente después de concluir su charla con Erich. Había cargado con el material fotográfico más unos prismáticos como complemento. Esperaba encontrar algo estupendo en el interior del pajar: murciélagos, un zorro durmiendo o, al menos, una familia de erizos.

Quedó decepcionada.

Luego, al mirar hacia el túnel por causalidad, observó a Erich.

No había razón para extrañarse. Sin embargo, Gertrud se preguntó qué es lo que hacía allí aquel muchacho. Contempló cómo escondía su motocicleta, entraba en el túnel, regresaba, subía la pendiente y —ahora sí que contuvo el aliento— movía el primer fragmento de roca.

Mientras Erich desaparecía ajetreado en el interior del túnel, Gertrud enroscó con prisa febril en la cámara su teleobjetivo más largo.

Veía claro lo que estaba haciendo allí aquel granuja. Pero ni por un segundo le rondó por la cabeza impedírselo.

Mientras apoyaba el objetivo en una viga, observó por el visor. Enfoque. Exposición. Luz.

El teleobjetivo acercó a Erich como si se encontrara a sólo 20 metros.

Gertrud disparó dos docenas de fotos. Cuando Erich se ocultó en lo alto del monte, cambió la película.

Eligió una de alta sensibilidad. El paisaje estaba aún suficientemente iluminado. Pero quizá el tren tardase y entre tanto cayera la tarde. Sería una lástima, pues necesitaba fotografías de buena definición, nítidas, de lo que iba a suceder. Con la película más sensible a la luz, lo lograría. Con tal de que no fuera ya demasiado de noche.

¿Me convierto así en cómplice suya?.

Este pensamiento pasó como un rayo por su cabeza; sólo por un momento.