13. Leo-Lin-Ga, la bestia
La noche se había hecho aún más oscura. Las nubes se acumulaban en el cielo.
En la calle Profesor Rutzl parecía haber desaparecido todo rastro de vida. Erich Jesper se encontraba ahora cerca de la casa número 17, espiaba las ventanas iluminadas y sentía en las pantorrillas un irritante nerviosismo.
Tenía que introducirse como un ladrón. Lo sabía. Todo dependía de si podía hacerse con las fotografías junto con los negativos.
—Si esa tía duerme —planeó—, empujaré con suavidad una ventana. O la puerta trasera. Espero que se meta pronto en la piltra. Es una grosería hacerme esperar aquí.
De pronto se apagó la luz. ¡Vaya, por fin!
Pero entonces se encendió la lámpara sobre la puerta de la casa.
A toda prisa Erich se retiró detrás de la valla, donde se quedó al acecho.
¡En efecto! Gertrud Rawitzky salió de la casa, cerró y se echó el pelo hacia atrás. Llevaba en la mano un sobre de gran tamaño y todavía no se había atado el abrigo de verano.
Su coche, el pequeño utilitario rojo, estaba aparcado junto a la casa; seguramente soportaba allí el frío y el calor, pues no había garaje.
Gertrud subió y arrancó. Erich se frotó las manos.
Agachado, caminó hacia la casa. La rodeó y descubrió en la parte trasera una puerta que daba a la terraza.
Aquí podía Gertrud tomar el sol o hacer el pino sin que le molestaran las miradas de los vecinos. Un muro que corría por delante, un tabique de madera a modo de pantalla y un seto alto hacían un buen parapeto.
Erich dio un golpe al cristal a la altura del picaporte. Este estalló. Los fragmentos cayeron sobre la cortina.
El ruido no llegó hasta la casa de al lado. De eso podía estar seguro.
Abrió la puerta y se introdujo por entre el cortinaje.
No debía encender la luz. Podría traicionarle.
Alguien, posiblemente, habrá observado la marcha de la Rawitzky. Y le extrañaría ver que de pronto se encendían las luces.
En cualquier caso, había llevado consigo una pequeña linterna. Su rayo, delgado como un lapicero, recorrió la habitación.
El aire olía fuertemente a perfume. El cuarto tenía una decoración moderna y estaba bastante desordenado. No había fotos.
Abrió la puerta siguiente. La sala de estar. ¡Ajá! La oscuridad era total. Pero su rayo de luz bizqueó dirigiéndose hacia el vestíbulo y el taller contiguo.
Allí es donde debía buscar. En ese lugar encontraría las fotografías.
Dos pasos más y se detuvo.
¿Qué era aquello?
Un par de ojos llameantes le miraban fijamente desde la oscuridad.
El terror le recorrió los huesos. Por un momento se quedó como paralizado.
¡Unos ojos verdes! Parecían fosforescentes. ¿Alguna fiera? ¿Una aparición? Ahora se movieron, se acercaron a él, ¡por el amor de Dios!: ¡Eran los ojos de un felino! En ellos refulgía el placer de matar.
—¡Fffff…!
A sus oídos llegó un bufido, como el que hacia ya tiempo había escuchado en la jaula de fieras del circo Sarani.
A continuación, la fiera saltó sobre él.
Erich sintió un golpe en el pecho. Gritó. Las garras le atravesaron el jersey y se clavaron en su hombro. Unos puñales se hundieron en su cara. ¡Qué dolor! Un feroz fuego graneado penetró por sus mejillas, su nariz y su boca. Gritaba y gritaba. Se le desgarraba la piel. Dio golpes ciegos en todas direcciones. Sus manos tocaron una piel. Un manojo de furia salvaje. Agarró a la fiera, la arrojó lejos de sí y huyó.
A ciegas, corrió fuera de allí. Su linterna quedó en algún lugar de la habitación. Tropezaba, se tambaleaba y huía sin saber hacia dónde. Su rostro era un único dolor penetrante. ¿Le había alcanzado los ojos aquella fiera? ¿Estaba ciego?
¡Crac! Se golpeó contra una puerta. ¡El picaporte! Abrió de par en par, pasó el umbral hundiéndose en la oscuridad y logró cerrar tras de sí.
El bufido —que le pisaba los talones— terminó como si se a hubiera interrumpido. El animal arañaba la puerta emitiendo un ruido apagado.
¡A salvo! Estaba a salvo.
Temblando palpó en torno suyo. Encontró el interruptor. Ahora todo le daba igual.
Al encenderse la luz vio que estaba en un cuarto pequeño lleno de aparatos desconocidos para él.
Se dio cuenta de que se trataba de la cámara oscura. Lo vio todo. Con el ojo derecho y también con el izquierdo. Al menos los tenía sanos.
Se palpó la cara. La piel le colgaba en jirones. Sus manos se tiñeron de sangre. El dolor le quemaba en las mejillas y los labios. Jadeando se apoyó en la pared. ¿Qué fiera era aquélla? ¿Un leopardo? ¿Un lince? ¿Un gato montés? ¿O un Leo-Lin-Ga, un híbrido especial, un cruce de todos ellos? ¡Daba igual! La bestia era peligrosamente asesina. Y aquí —¡santo cielo!— estaba él, justo en medio de la trampa.
Sólo había una puerta, ni una más, y ninguna ventana. Y ante la puerta acechaba el Leo-Lin-Ga. había saboreado la sangre.
Y ansiaba, sin duda, acabar con su víctima.
—¿Qué hago ahora? —murmuró Erich mientras se apretaba el pañuelo contra la cara.
La tela blanca, más limpia que nieve recién caída, se tiñó de rojo.
En una estantería había varias fotografías. Recordó por qué se hallaba allí.
Por un momento olvidó las heridas y el dolor. Aquí estaban sus fotos. Muchas. Muchísimas. Y eran endiabladamente buenas. Se le reconocía con exactitud. Y se veía qué estaba haciendo.
Las juntó precipitadamente, se convenció de que no había más donde él apareciera, las recogió y encontró los negativos correspondientes.
¡Vaya! Al menos esto había salido bien. Pero ¿de qué le servía? Había caído en la trampa. ¿Cómo saldría de allí?
Abrió la puerta sólo una mínima rendija, lo justo como para dejar pasar un telegrama.
Al momento los bufidos aumentaron al otro lado, como si los gatos monteses de todos los parques naturales se hubieran reunido para su convención anual.
Rápidamente cerró la puerta.
¿Con qué se defendería?
Su mirada se deslizó sobre utensilios de los que no sabía que tuvieran nombres, como tambor de revelado, botella de fuelle para el líquido de revelado, probetas graduadas, enjuagador de goma, tanque para el baño del paro…
No le servían. Necesitaba una escopeta de caza.
Entonces vio las cerillas.
A ningún gato le gusta el fuego. Eso lo sabía.
¡Era de esperar que el animal de la Rawitzky no se comportara como la excepción a la regla!
Tengo que salir de aquí, pensó Erich. Con una antorcha mantendré a raya a la fiera. ¿Será suficiente? No. Debo protegerme la cabeza, pues es posible que la bestia me salte encima pasando por el fuego. Una campana de buzo, eso sería lo adecuado. ¡Rawitzky! ¡Vaca burra! ¿Por qué no hay aquí una escafandra?
Erich fabricó una antorcha enrollando celofán y papel fotográfico.
Una alfombra cubría el suelo. No era grande. Puesta sobre la cabeza, envolvía a Erich como una tienda de campaña y le llegaba hasta los muslos.
Era evidente que la alfombra no había sido limpiada desde hacía bastante tiempo. Erich apenas podía respirar debajo de aquella cosa. De todos modos, la alfombra de nudo le protegería de las garras de la bestia.
Erich alzó su tienda lo suficiente como para prender fuego a la antorcha. Esta comenzó a arder chisporroteando y proyectando una luz intensa.
Abrió la puerta y arrojó la antorcha fuera.
Mientras escapaba corriendo, sujetó con firmeza la alfombra desde dentro.
La dirección… era correcta. ¡Adelante! A sus espaldas parpadeaba una llama. Atravesó el vestíbulo, llegó a la sala de estar, a la habitación de la terraza y de allí…
¡Brrruuummm! Erich se abalanzó contra una puerta.
Su hombro fue como un ariete y el dolor le hizo sentirse mal. Le temblaron las rodillas. ¿Podía un hombre soportar todo aquello? Pero, si ahora se derrumbaba, la bestia lo destrozaría.
Allí estaba. Le saltó a la espalda y Erich sintió su peso sobre los hombros. Ahora la tenía en la nuca. Las zarpas del gato escarbaban en la parte de atrás de su cabeza.
—¡Ahhh! ¡Bestia idiota! ¡Es inútil! Nunca atravesarás esta alfombra persa.
Ahora acertó con la dirección y encontró el camino hacia afuera. Antes de salir tropezando por la puerta de la terraza, se apoyó de espaldas contra la pared con la intención de romperle los huesos a la bestia contra su espalda.
Pero no lo consiguió. Evidentemente, su torturador había saltado a tiempo. Erich casi se rompió el omóplato, salió finalmente dando tumbos por la terraza y marchó al otro lado de la casa.
Sólo allí se liberó de su tienda de campaña.
Nadie bufaba, nadie le saltó encima. Se quitó la alfombra, la dejó caer y corrió hacia la calle.
Se volvió a mirar, pero no vio ningún perseguidor. Más aún: a pesar del alboroto y el jaleo, nadie parecía haber oído su asalto a la casa.
No pensó ni un solo segundo en la antorcha en llamas.
Sólo un pensamiento le preocupaba: ¿cómo explicaría a sus padres los desgarros de la cara?
Bajo la luz de una farola detuvo la motocicleta y se observó en el retrovisor.
¡Cielos! Parecía Frankenstein. Sangrientes cortes le atravesaban la cara de un lado a otro.
Lo mejor, pensó, sería ajustarse a la verdad. En una calleja oscura me ha saltado un gato a la cara. ¿Por qué un gato no puede perder los nervios? También entre ellos hay locos. Además, al médico debo decirle de qué se trata. No puedo evitar que me haga una cura. Corro el riesgo de una infección. Además, tendría que volver a ponerme la inyección antitetánica. Si no lo hago, la fiera podría presumir de haberme liquidado.
Enfurecido y atormentado por el dolor, continuó su viaje hacia casa.