23. Un truco de doble fondo
Hauke sonrió satisfecho.
Sus gordos dedos acariciaron el brazo de Eva.
La peluquera apoyó los codos en la mesa. Parecía agotada, hinchó los carrillos y respiró hondo.
—Lo has hecho de maravilla —le dijo Hauke en tono elogioso—. De veras, Eva; Angelo estará orgulloso de ti. Nos hacía falta lanzarle a ese Schulzl-Müller un buen tiro al coco para que Glockner derive sus sospechas hacia otra dirección.
—¿Me ha temblado la voz?
—Ni pizca. Tenías el encanto de una política. Si les tiembla a ellos, será de rabia.
Hauke consultó el reloj.
—Angelo y Otto deben de estar al caer. Espérales delante de la estación y recógelos. Angelo ha de llevarse a Otto a vuestra casa. No quiero que mi sobrino esté por aquí. Quizá ese poli vuelva a aparecer y Otto caiga en sus redes. ¡Nada de eso! Se supone que Otto vagabundea por la ciudad, incluso hasta mañana por la mañana. Está en su pleno derecho.
Eva se levantó, se estiró la falda y se miró en el espejo de pared de Hauke para controlar su maquillaje.
—No entiendo, Franz, qué quiere decir todo esto. Nunca conseguiremos el dinero.
—Eso es lo que tú piensas.
—¿Crees, en serio, que ésos van a dejar el armario de la consigna sin vigilancia?
—Naturalmente que no. Habrá por lo menos diez funcionarios de policía disfrazados de viajeros paseando por la sala.
—¿Y cómo piensas despistarlos?
—Utilizando la magia.
—¡Vaya!
—Se trata del truco del doble fondo.
—No entiendo una palabra, Franz.
—Imagínate que fueras un poli de la brigada criminal. ¿Qué harías tú hoy a partir de las 23 horas?
—No perdería de vista el armario.
—Correcto. Pero ¿cuál de ellos?
—Naturalmente, el que contiene el dinero, el número 243.
—¿Lo ves? Ese es exactamente el fallo. Tú, Eva, te disfrazarás un poco. Tienes pelucas de sobra. Y puedes pintarte la cara mejor que Rembrandt. Luego cogerás un gran bolso plegable Vacío y…
—¿Yo? ¡Jamás! Aún no me he cansado de vivir.
—Escucha primero. Irás al armario número 589, lo abrirás, trastearás un poco, cogerás la maleta con el dinero, le echarás por encima el bolso plegable o, si hace falta, la meterás dentro de él. A continuación abandonarás el vestíbulo de la estación sin que nadie te lo impida.
—¡Pero el dinero estará en el armario 234!
—Sí y no. ¿Recuerdas el atentado con bomba de hace tres meses, cuando aquel trasto infernal estalló en un armario de la consigna y mandó a tomar viento todas las casillas?
Eva asintió.
—Entonces —continuó Hauke— se repusieron muchos armarios. Se recortaron tabiques, se sustituyeron, se renovaron y se volvieron a soldar. Y se hicieron chapuzas. Lo sé por uno de los trabajadores a quien conocí en aquella ocasión. Fue bastante ingenuo al contármelo.
—¿Chapuzas? —preguntó ella—. Pero ¿qué tiene eso…?
—Te lo mostraré —la interrumpió—. ¡Fíjate en esto!
Hauke cogió dos cajas de paquetes de cigarrillos y unió las A dos caras inferiores, de manera que daban la impresión de un y solo paquete extralargo.
—Esto, Eva, son las dos filas de armarios. Sus partes traseras se tocan. Aquí, en este lado —más o menos— está el número 234, uno de los armarios de arriba. En el otro lado, es decir, en el pasillo contiguo, el número 589 toca por la parte de atrás con el 234.
—¡Huyyy! —exclamó Eva, mientras la excitación se difundía por su rostro.
—Y ahora, el truco, Eva. Las dos paredes del fondo están flojas. No han sido bien soldadas. ¡Una chapuza! Si alguien hubiera lanzado con energía una maleta contra el fondo, este se habría desgajado. Hace un rato me he ocupado de nuestras dos casillas —sin llamar la atención, se entiende—. Los cambios no se perciben. Pero los tabiques traseros están ahora tan vacilantes que apenas se mantienen de pie. Puedes derribarlos con la punta del paraguas. ¡Los has de dejar venirse hacia ti! Y pondrás el bolso debajo para que las paredes caigan sobre blando y no provoquen un estruendo. Luego, con la empuñadura del paraguas pescas la maleta del dinero. Y se acabó.
—¡Magia! —susurró Eva—. Franz, eres fantástico.
Él sonrió halagado.
—El 589 está cerrado. Y la llave, Eva, la tengo yo aquí, por supuesto.
***
Para Tarzán y sus amigos todo estaba claro. Por nada del mundo se alejarían hoy de la estación central.
Se citaron con Gaby para las 22.30.
Luego, se separaron.
Glockner y Krause habían llevado a la banda PAKTO hasta la comisaría, pues allí habían aparcado sus bicis. La comisión especial había marchado para entonces al túnel del Diablo.
Karl acompañó a Gaby a casa. Tarzán y Albóndiga volvieron raudos al internado.
Llegaron justo a tiempo para compartir 30 minutos de la hora de trabajo. Eso demostraba buena voluntad y una encomiable aplicación.
En realidad se trataba de adormecer la atención del doctor Grausippe. Lo cierto era que el desmayado profe no estaba nunca especialmente vigilante.
Tarzán sentía el cosquilleo de la excitación. El mismo Albóndiga no podía casi permanecer sentado en silencio. Ni siguiera durante la cena, en la que cogió fuerzas para las penalidades de la noche embaulándose cinco canutillos y un litro de natillas.
Se ducharon puntualmente y hasta se lavaron los dientes.
Fueron los primeros de la planta alta en apagar la luz. Nunca se les había visto tan cumplidores.
Hacia las nueve y media de la noche resonaban los primeros ronquidos en la habitación.
Veinte minutos después, los dos amigos saltaron de la cama y se vistieron.
Llevaban zapatillas deportivas con suelas silenciosas. Además, vaqueros y camisetas oscuras.
Albóndiga quiso incluso calarse su gorra de combate. Pero se habría agarrado una sudorina mortal. Así que renunció a su prenda favorita.
Como lo habían hecho en muchas, en incontables ocasiones, descendieron por la escala de cuerda. Ningún impedimento, ningún bedel curioso se les cruzó en el camino.
Las bicicletas no estaban en el sótano sino —como siempre que emprendían una acción nocturna— junto al muro exterior del terreno escolar, entre matorrales.
Pedalearon hacia la ciudad. Caía una lluvia fina. El aire era tibio.
A las 22:22 llegaban a casa de Gaby.
Karl estaba ya allí.
Margot Glockner acababa de recibir de su hija el undécimo abrazo.
—¡Mamá, por favor! No puede pasarme nada. Papá ha apostado doce hombres de confianza en la estación central. Él mismo va a estar allí. Disfrazado, pero en persona. Se sorprenderá cuando nos vea, pero luego se dirá: «Hay que dar a los niños lo que necesitan». Y nosotros necesitamos de vez en cuanto emociones y aventura, acción.
—Además —intervino Tarzán—, no me apartaré ni un paso de Patitas, señora Glockner. Me comprometo a hacer que regrese sana y salva.
La madre de Gaby suspiró, dándose por vencida.
Frente al armario del pasillo, Gaby recogió su pelo de oro con una cinta azul celeste trenzada.
Mientras se daba unos toques por aquí y por allá, dijo:
——Acaba de llovernos en casa una gran sorpresa. Papá no sabe aún nada. Y sólo nosotros podemos explicar las conexiones. Por eso mismo debemos ir a la estación. ¡Ay, qué emocionante! Sobre todo cuando se es tan buen observador como nosotros.
Tarzán frunció el ceño.
—Oscuro es, Patitas, el sentido de tus palabras.
Gaby se echó a reír:
—La sorpresa llegó por teléfono. Fue uno de los hombres de papá que siguen buscando aún huellas en el exterior del túnel del Diablo. Quería hablar con el comisario. Pero papá había salido ya hacia la estación.
—Y, ¿de qué se trata?
—Han estado buscando y rebuscando allá afuera. Incluso a la luz de unos focos. Y acaban de encontrar algo.
—Que es…
—Una pequeña figurita de oro.
—¿Qué? Una cosa tal que así, que se lleva colgando de una cadenita de oro. Como adorno pectoral.
—¡Exacto! —asintió Gaby—. He hecho que la describieran. Es la que conocemos.
—¿No tenía ese curioso peluquero —recordó Albóndiga—, una cosa así en su heroico pecho?
—Tú lo has dicho. Y a nosotros nos llamó la atención porque somos buenos observadores. Ahora nos vemos recompensados.
Tarzán silbó entre dientes.
—Al parecer se trata de toda una asociación de malhechores: Nitschl, Hauke, el peluquero y la desconocida. Esperemos que no haya más. Pero sólo piden un millón. Seguro que cada uno de ellos querrá llevarse una buena parte. Si fueran más miembros, el pastel se dividiría en demasiados trozos.
—Dejemos que nos sorprendan —opinó Gaby—. Pronto lo sabremos. Y ahora, vamos allá.