22. Instrucciones para la entrega del dinero

Ahora los cuatro miembros de la banda PAKTO se vieron obligados a apretujarse en el asiento trasero del coche de Glockner.

Delante, con el comisario, iba su compañero Krause.

Tras una breve consulta habían decidido detener a Otto Nitschl por sospecha de criminalidad.

La banda PAKTO debía estar presente. El horario de trabajo iba a comenzar enseguida en el internado y eso era un problema.

Pero Glockner había telefoneado al Dr. Grausippe —al igual que el día anterior— y le había rogado que liberara a Tarzán y a Albóndiga del estudio en común.

Aparcaron delante de la estación, atravesaron la sala y se acercaron a la tienda de Hauke.

Tarzán espió por los cristales.

En el interior no había nadie.

Entraron.

Hauke salió del cuarto trasero. En su cara de gordo se dibujaba una sonrisa de vendedor… que se borró enseguida en cuanto reconoció a la banda.

Seguramente tampoco los otros dos hombres llegaban como clientes. Así le pareció, a pesar de que Krause era fumador de pipa y olía siempre a tabaco.

Glockner mostró su placa.

—Se trata de su sobrino Otto Nitschl. ¿Está aquí?

Hauke sacudió la cabeza.

——No. Quería dar una vuelta por la ciudad. No tengo ni idea de cuándo regresará. Pero ¿qué quieren de él? La mujer ya ha recibido su dinero. ¿No es posible olvidar definitivamente esa estúpida cantidad?

—Ya no se trata de eso. Su sobrino ha cometido presumiblemente una tontería mucho mayor.

—¿Cómo? ¿Otra vez? Es terrible, señor comisario. Ese bribón me tiene desesperado. ¡Pobre hermana mía, siempre preocupada por él! Pero no es un mal chico. Sólo un tanto irreflexivo. —Hauke se pasó la lengua por los labios—. ¿Qué maldad ha hecho?

—Hay grandes sospechas de que ha intentado chantajear a la compañía nacional de ferrocarriles.

Hauke palideció.

—¡Imposible! No puedo creerlo.

—Probablemente se sirvió del atentado de ayer contra el ferrobús para sacar partido. Por teléfono se presentó como el autos del atentado y pidió un millón de marcos. Para ello ha realizado dos llamadas telefónicas. Se ha podido reconocer su voz.

La mirada de Hauke recorrió a los componentes de la banda PAKTO.

Evidentemente, estaba meditando qué decir. Por un momento la maldad comenzó a brillar en sus ojos de rana.

Pero luego se contuvo y en su boca apareció una amplia sonrisa.

—¡De veras, señor comisario! Eso es algo imposible. Otto puede ser, sin duda, irreflexivo. Pero no es ningún chantajista de millones. ¿Cuándo se supone que llamó? Lleva aquí solamente desde ayer por la tarde y yo he estado casi siempre con él. Vive, incluso, en mi casa.

—Las llamadas se hicieron ayer a la tarde y hoy al mediodía. —Glockner dio la hora precisa.

Hauke sacudió la cabeza una vez más.

—Mire, ya está: un inmenso error. Soy la coartada de Otto. El chico no ha telefoneado. En esos momentos estuvo siempre a mi lado. Y yo sé con toda exactitud que no tocó el teléfono. Se lo puedo jurar.

Glockner le miró de arriba abajo. Lo escrutó con la mirada. Pero su expresión no dio a entender a qué conclusión había llegado.

—Una cosa más —dijo Hauke con aire de conspirador—. Otto no haría una cosa semejante aunque sólo sea porque es demasiado cobarde para ello.

—A pesar de todo —repuso Glockner— debemos interrogarlo. Avíseme en cuanto vuelva.

El comisario dejó su número de teléfono. Y, a continuación, todos abandonaron la tienda.

Tras haberse alejado un trecho, Krause comentó:

—Me choca que no hayamos oído hablar nunca de este Hauke, Emil. Es un pillo de manual. El hecho de presentar una coartada es como una confesión de culpabilidad.

Glockner asintió.

—Tengo la misma impresión. Probablemente colaboran los dos en el mismo asunto. Otto Nitschl es el de la llamada; Hauke, el que maneja los hilos a la sombra. En cualquier caso, ya están advertidos. Sospecho que cederán y la compañía de ferrocarriles descansará de nuevo. Aunque si ocurre tal cosa, lo tendremos difícil. ¿Cómo podremos demostrarles un intento de chantaje?

Krause se echó a reír.

—No lo conseguiremos. Un caso sin solucionar. Como no se han producido daños, no hemos de entristecernos. Sólo me preocupo por Pfeifer. Tendrá un nuevo motivo para criticarnos. Pero también esto se pasará. Hace poco he oído por casualidad que pronto nos libraremos de él. A mediados de año lo trasladan.

—Me alegrará —admitió Glockner con un gesto—. Ya que estamos aquí, pasemos a ver qué hace Schulzl-Müller.

—Hace un rato dormía sobre su mesa del despacho —dijo Albóndiga—. Y seguramente necesitará dormir más.

Pero, si esperaban encontrarse con una marmota, quedaron muy decepcionados.

El jefe de estación seguía sentado ante su escritorio, pero no dormía, sino que temblaba.

—La noticia —gimió—, la noticia… acaba de llegar. Un… un aviso por el teléfono del ferrocarril.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Glockner.

—Un… un atentado. Otro atentado. Un atentado contra «Flecha de Plata».

Silencio.

Los cuatro amigos se miraron.

También Glockner y Krause intercambiaron una mirada.

—Acaba de ocurrir. Hace unos pocos minutos —Schulzl-Müller se restregó su pálida cara y se dio unos golpecitos en el labio inferior, como si tuviera que revitalizarlo.

—¿Son grandes los daños? —preguntó Glockner.

—No, gracias a Dios. Sólo ha quedado dañada la locomotora. El maquinista estaba enterado de lo de ayer. Ha debido de ser cosa de instinto. El caso es que conducía con mucha precaución. Ha atravesado el túnel deslizándose, como dice él. A pesar de todo, se ha visto obligado a frenar violentamente, pues vio demasiado tarde la barrera de piedras, el muro de rocas y chocó con él. Pero la locomotora no ha descarrilado. Tres viajeros han salido dando volteretas por el compartimento. Sólo heridas leves.

—¿Cómo es eso? —preguntó Glockner sorprendido—. ¿En el túnel del Diablo? ¿Es decir: un atentado en el mismo punto?

—Casi en el mismo punto —asintió Schulzl-Müller.

—¿Casi?

—Esta vez el obstáculo estaba colocado en la entrada del túnel. Al aire libre.

—¿Puedo utilizar su teléfono? —dijo Glockner alargando la mano hacia él.

En ese momento sonó el aparato.

Glockner se encogió de hombros y pasó el auricular a Schulzl-Müller.

El ferroviario se presentó. Luego abrió unos ojos como platos. Su cara se alargó y Schulzl-Müller comenzó a gesticular con la mano libre.

Mantuvo el auricular de modo que la voz de la mujer que hacía la llamada se oyera en la habitación.

Nadie respiraba. En medio del silencio podía entenderse cada una de sus palabras.

—… acabamos de atentar contra el «Flecha de Plata». A modo de advertencia. Si no nos toman en serio, las cosas pueden torcerse para la compañía nacional. Tenemos también explosivos. O nos pagan un millón de marcos, como hemos pedido, o dentro de poco volarán algunos edificios por los aires. ¿Me ha entendido?

—Si… señora —tartamudeó Schulzl-Müller—. Edi… edificios volarán por los aires. ¡Pero, por el amor de Dios, respeten nuestra estación! ¡Piense cuántos arreglos se han llevado a cabo aquí y cómo…! Ya, vaya. Entiendo. Eso no le preocupa.

—¡No sea idiota! —le recriminó rudamente la mujer de la llamada—. Le voy a transmitir ahora nuestras condiciones. ¡Apunte! Esta noche, a las 23 horas, será depositada una maleta con el dinero —es decir, con un millón— por usted mismo, Schulzl-Müller, en un armario de la consigna: deberá ser un armario concreto: el número 234. ¿Comprendido?

—234 —murmuró el ferroviario.

—En este momento está cerrado. Lo hemos cerrado nosotros. Pero no contiene nada. La llave se encuentra encima del cajón.

Si se levanta, la verá.

—La veo.

—Una vez cerrada la maleta con el dinero, deposite la llave en un sobre grande y acolchado. Vaya con ella a la taquilla del cine. Me refiero al cine de la estación en la sala.

—Cine de la estación en la sala —repitió en eco Schulzl-Müller.

—Allí hay dos papeleras. Arroje la bolsa en la de la derecha. ¿Todo claro?

—Sí.

—¡Y no piense que bromeamos!

—No.

Se oyó un ruido en la línea. La mujer había colgado.

Schulzl-Müller cerró los ojos como si no quisiera ver nada más de cuanto le rodeaba.

Con los párpados cerrados volvió a colgar el auricular exactamente en la horquilla de su aparato de sobremesa.

Aún no había retirado la mano, cuando el teléfono sonó de y nuevo.

El ferroviario se presentó.

—Una cosa más —resonó la voz de la chantajista desde el auricular—, si descubrimos un sólo poli en el vestíbulo cumpliremos nuestras amenazas. Recurriremos a los explosivos. Fin.

—Parece que la dama es olvidadiza —dijo Glockner después de que Schulzl-Müller hubo colgado por segunda vez—. O está nerviosa. En cualquier caso, la voz parecía desfigurada. Contaba con que funcionara aquí un grabador. Una lástima que no lo tengamos.

Krause resumió:

—Así pues, son al menos tres: Otto Nitschl, Hauke y la desconocida. Me gustaría ser tan optimista como ellos. ¿Se imaginan, de veras, que podrán coger la maleta y salir con ella de paseo?

Glockner parecía reflexionar.

—No creo que sean tan ingenuos. Se guardan una carta en la manga. —A continuación, se dirigió al ferroviario—: ¿Qué dicen sus superiores?

—Pagaremos. Nuestro banco ha preparado ya el dinero. Pero se da por supuesto que en el momento preciso ustedes intervendrán con éxito, capturarán a los autores y se nos devolverá el dinero.

Glockner asintió con un movimiento de cabeza.

La cara de Krause expresaba la duda.