3. Bárbara sube al tren

El indio urbano había necesitado los cuidados de un médico. Ahora se hallaba sentado en una silla dura delante del escritorio del policía de la estación.

Christine y Tarzán ocupaban sillas iguales, pero se sentían notablemente más cómodos. El motivo era su buena conciencia que, como es sabido, hace las veces de cojín, de auténtico almohadón.

Sobre el escritorio aparecía la cartera de Nitschl y junto a ella el billete, con el revés hacia arriba.

La mancha de té en forma de romboide destacaba con su color marrón sucio.

Tarzán no tenía ningún sentimiento de triunfo. Le disgustaba el inevitable retraso. Christine no estaba enfadada, sino sólo excitada. Esto parecía agravar sus estornudos. Estornudaba como si le pagaran por ello.

El policía había levantado acta de todo.

A continuación se sintió obligado a adoctrinar moralmente al delincuente.

—El hurto —dijo—, es reprobable y se ha de sancionar en cualquier caso, pero es humanamente comprensible, dada su penosa situación financiera, señor Nitschl. Pretende visitar a su tío. Está invitado a su casa. Allí, según usted mismo dice, no le faltará de nada. Dadas las circunstancias, habría sido razonable emprender el viaje sin llevar dinero para gastos. Por tal motivo debería haber devuelto el billete cuando lo encontró. Sin embargo, como queda dicho, su comportamiento es comprensible. Pero la comprensión llega sólo hasta este punto. Cuando Peter Carsten le interpeló, usted le atacó. Después de que él rechazara su ataque, sacó una navaja. Le aseguro que este asunto no va a terminar aquí. Tenemos la dirección de su domicilio habitual. Por otra parte, Peter Carsten renuncia a poner una denuncia contra usted. Así, pues, puede continuar su viaje. La policía de su ciudad se pondrá en contacto con usted.

Nitschl se levantó de la silla y recorrió a Tarzán con una turbia mirada.

Al caminar hacia el exterior le dolían las piernas. Sin embargo, cerró tras de si la puerta con toda delicadeza.

—¿Cómo continuaremos ahora el viaje? —preguntó Tarzán—. El «Flecha de Plata» no nos ha esperado.

El policía sonrió y consultó su reloj.

—Dentro de 20 minutos sale un ferrobús.

—Seguro que va parando en cada granja de gallinas —comentó Tarzán.

—En cualquier caso, lo hace en todas las estaciones. Ese es precisamente el sentido de los trenes de cercanías. —Miró a la pared donde colgaban los paneles con los horarios de llegadas y dijo—: Andén cuatro.

Caía la tarde cuando Christine y Tarzán pasaron al andén número cuatro atravesando el subterráneo y subiendo, luego, por una escalera.

Un viento fresco silbaba en los andenes. Junto a la vía número cuatro se paseaban algunos viajeros. Nitschl estaba junto al quiosco, donde compró un botellín que se llevó al momento a la boca. Al parecer necesitaba un reconstituyente.

—Aún no sé si la compañía de ferrocarriles me devolverá el importe —dijo Christine—. Probablemente no, pues el billete ya ha sido utilizado. Debería haberme dirigido a Otto Nitschl para exigirle a él mi dinero. Pero está en paro. No tiene oficio alguno y es un simple peón. Y si recurro a un abogado, al final no sacaré nada. Creó que voy a renunciar.

Tarzán asintió.

Las molestias por los 298 marcos supondrían, por lo menos, otros 2980 —reflexionó—. Por otra parte, podríamos preguntar al tío de Otto Nitschl si se hace cargo de la falta de su sobrino. He anotado la dirección y el nombre cuando Nitschl prestaba declaración. Su tío se llama Franz Hauke y es dueño de un estanca junto a la estación de nuestra ciudad. Conozco la tienda, aunque sólo de vista. Como no soy fumador, no visito semejantes lugares. Lo que se vende en aquel mostrador mina la salud y destruye las fuerzas. Pero hay suficiente gente tan mal de la cabeza como para meterse el alquitrán en los pulmones. Seguro que el tío Franz maneja mucha pasta. Podría aflojar los 298 marcos. Así; la honorabilidad de su sobrino Otto brillaría otra vez resplandeciente.

Christine asintió satisfecha.

—Buena idea, Tarzán. ¿Me acompañarías a visitar al tal Hauke?

Tarzán contestó sin dudarlo.

—¡Desde luego!

No puedo negarme a ayudar a alguien si me lo pide —reflexionó—. ¡Duro destino! Seguro que hoy no llego a tiempo al internado. ¿Veré aún a mis amigos? Al Albóndiga sí. Pero para Gaby y Karl será demasiado tarde.

Christine estornudó tres veces —contra al viento— y luego se sujetó la cabeza. Las continuas sacudidas le producían dolor.