20. Ondas al chocolate
Nuestros cuatro amigos estaban sentados en la heladería.
—No lo olvidéis —dijo Tarzán—. Quien nos invita es Christine Pfab. Esperemos que ese guaperas de la figurita de oro en el pecho le plante en la cabeza un hermosa permanente.
—No entiendes nada de peluquería —comentó Gaby—. Seguramente, la señora Pfab querrá ondas al agua.
—¡Ondas al chocolate! —exclamó Albóndiga.
Acababa de lanzarse sobre la carta de helados y estudiaba la oferta con los ojos fuera de las cuencas.
—¿Ondas al chocolate? —preguntó Tarzán—. ¿Le darán tinte marrón?
—No, se trata de una copa gigante —explicó Albóndiga—, y no de un peinado. Contiene helado de moka, helado de chocolate con leche y helado de chocolate amargo. Hecho a mi medida. Me lo pido. Cuesta 6,95 marcos.
—¡No lo vas a tomar! —dijo Karl.
—¿Cómo? ¿Por qué no?
—Te corresponden cinco marcos y no 6,95. ¿Habremos de quedarnos cortos por tu voracidad?
—En ese caso, pongo de mi cartera…
Las manos de Albóndiga se introdujeron en sus bolsillos. Pero no llevaba dinero encima.
—¡Cálmate! —se rio Tarzán—. Yo tomaré sólo una cocacola. Te regalo 1,95 marcos para que te des un atracón.
—Esto es un amigo —Albóndiga irradiaba felicidad—. Y a cambio… ¡Eh! ¿Qué ocurre?
Albóndiga observó a Tarzán con profundo desaliento.
También Gaby y Karl le miraron perplejos.
En efecto, el jefe de la banda PAKTO había saltado de la silla como si hubiera descubierto bajo el asiento un barril de pólvora con la mecha encendida.
—¡Chicos! —suspiró dándose una palmada en la frente—. ¿Dónde tenía ayer la cabeza? ¿Cómo pudo ocurrirme semejante despiste?
—¿De qué se trata? —quiso saber Gaby.
—¿Mantendrás tu palabra de entregame 1,95 marcos? —preguntó Albóndiga preocupado.
—Ayer por la noche —comenzó a explicar Tarzán—, me falló completamente el coco. Schulzl-Müller entendió más claro que el agua el dialecto de pega, esa manera divertida de hablar de mi ciudad. Los árboles no me han dejado ver el bosque.
—A mí me interesan las ondas al chocolate —dijo Albóndiga—, no el bosque. El…
—¡Otto Nitschl! —musitó Tarzán sin escuchar a su gordinflón amigo—. El gran jefe iroqués es de n1i pueblo. Brama con más fuerza que un ciervo en septiembre; pero, cuando está de broma o cuando echa humo de rabia, se le escapa a borbotones el dialecto de pega. Vosotros no podéis comprenderlo porque sólo le habéis oído una vez y poco tiempo. Pero yo lo conozco desde ayer. Lo he visto borracho como una cuba y con odio en los ojos. Y convertido en una desgracia, cuando se vio obligado a escuchar en Haffstedt la moralina del policía de la estación.
—Además —exclamó Karl—, ha sufrido el atentado en su propio cuerpo.
—Y allí —asintió Gaby— se le pudo haber ocurrido la idea.
—En las cosas pequeñas —aseguró Tarzán—, tiende a la delincuencia. ¿Por qué no en las grandes también?
—Quien hurta billetes de tren perdidos —confirmó Karl—, también puede echar mano de un cuchillo. Incluso en un vagón restaurante. Y quien es capaz de una cosa así, lo es también de iniciar un chantaje.
—Entonces sería el escalador del año —dijo Gaby—. Imaginaos ese salto adelante. El billete costó 298 marcos. Pero ahora pide un millón.
La camarera se acercó a la mesa; era joven y tenía ella misma aspecto de helado de vainilla y fresa.
—Yo tomaré las ondas al chocolate —dijo Albóndiga mirándola resplandeciente—, pero con mucho copete, ¿eh? Por favor, con ondas, olas, marejadas y marejadillas. Y encima un poco de espuma. Yo seré el rompeolas y haré que la tormenta choque contra mí.
—Una copa número 9 —dijo la chica vainilla y fresa sin entender palabra—. ¿Y vosotros?
—Nada —Tarzán empujó la silla debajo de la mesa—. Nos vamos. Se nos ha ocurrido algo importante. Tú, Willi, vienes con nosotros. Borre usted el maremoto, señorita.
La camarera se encogió de hombros, hizo un mohín y se marchó.
—No puede ser cierto —lloriqueó Albóndiga—. Primero me obligas a aceptar los 1,95 marcos y ahora debo emigrar sin darme el gustazo.
—¿Qué es más importante: tu crucero chocolatero o el chantaje?
—Depende —aulló, pero se puso en pie y salió fuera tras sus amigos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Karl—. ¿A ver al tío Hauke y a su sobrino Otto?
Tarzán sacudió la cabeza.
—Allí no conseguiríamos nada. Ahora se impone la astucia.
—¿Qué clase de astucia?
Tarzán rodeó con su brazo la cintura de Gaby para llevarla al paso.
Todavía conservaba la rosa.
—Hay que aprender —explicó—, y ayer por la noche vimos cómo lo hacía el padre de Gaby.
—¿Te refieres al truco del teléfono? —dijo su amiga con un gesto de asentimiento.
—Quizá esta vez Schulzl-Müller reconozca a quien le llama.
Entraron en su oficina, pero sólo después de haber sorteado amablemente a dos damas de uniforme de la compañía de ferrocarriles.
Schulzl-Müller se estremeció.
Ahora que la tensión había cedido, el sueño se había apoderado de él de manera evidente. Con la cabeza sobre el escritorio, estaba echando un sueñecito y el canto de la carpeta le había marcado una elegante línea en la frente.
—¿Vosotros por aquí? —bostezó.
—He tenido un fallo técnico en el cerebro —Tarzán cogió el teléfono y lo levantó—. La inspiración me acaba de llegar ahora, en vez de ayer por la noche, que habría sido el momento adecuado. De todos modos, estamos en este momento en disposición de ofrecerle un sospechoso.
Schulzl-Müller parpadeó. El sueño le pesaba aún en las pupilas.
Tarzán le puso al corriente en pocas palabras.
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—Por eso estamos aquí —cacareó Albóndiga para terminar—. Para repetir el truco del teléfono. Como ayer por la noche. Usted ya sabe, ¿verdad? Todo esto lo hacemos por la compañía, que merece todos nuestros sacrificios, incluida la renuncia a las ondas al chocolate.
Schulzl-Müller arrugó el ceño.
—¿Ondas marrones? Sólo conozco la onda corta en la radio g y las oleadas de días azules en nuestros trenes, que son una tarifa con descuento. Nunca he oído ni palabra de una onda marrón de chocolate.
—¡Maldita sea! —exclamó por dentro Tarzán—. ¡Este Willi, con sus estúpidas observaciones! Son el camino que no lleva a ninguna parte.
—¡No tiene importancia, no tiene importancia, señor Schulzl-Müller! Willi habla de helados. Pero ahora nosotros necesitamos hablar con el estanco de Hauke. Karl, tú te encargas de llamar. Hauke no conoce tu voz. Preséntate como el vagabundo que pidió prestado a Nitschl un billete de cien, tal como oí ayer antes de comenzar el viaje. Cuando Otto se ponga a balar por el aparato, entonces intervendrá usted, señor Schulzl-Müller. ¡Pero sólo para escuchar! ¡Sin decir palabra! ¡Fíjese bien en si es la voz que buscamos!
De repente, en el aburrido despacho saltaron chipas de excitación.
Schulzl-Müller buscó el número de teléfono de Hauke en la guía.
Tarzán explicó a Karl lo que debía decir.
Naturalmente, el cerebro de computadora de Karl podía anotar todo palabra por palabra.
Schulzl-Müller marcó y le pasó el auricular.
Karl se habría quitado con gusto las gafas para limpiarlas contra su manga, expresando así su excitación. Pero eso le habría distraído. Ahora era indispensable concentrarse.
—Expendeduría de tabacos de la estación central. Aquí Hauke —dijo al oído de Karl la voz untuosa del tipo del peluquín.
Karl ya se había limpiado la garganta.
—Ehmmm, oiga… bueno —graznó—, Otto, mi amigo y colega, me dijo ayer que se iba de viaje a verle. También yo estoy aquí, en la ciudad, por un casual. Y como todavía le debo a Otto cien pavos, me gustaría… ¿está por ahí? ¿Puede decirle que se ponga?
Karl prestó atención.
Hauke parecía reflexionar sobre el balbuceo.
—¡Otto! —rugió a continuación, apartándose del auricular—. ¡Al teléfono!
Y luego, más bajo:
—Un chalado que te debe 100 marcos. Dice que es amigo tuyo.
La respiración del indio urbano se oyó por el teléfono.
Karl entregó al instante el auricular a Schulzl-Müller.
Este lo sostuvo de manera que la banda PAKTO pudiera también oír.
Cinco cabezas se apretujaron sobre el escritorio.
—¡Hey, Herbert! —voceó Nitschl por la línea telefónica—. ¿Qué me cuentas? ¿Tú por aquí? ¿Te has soltado las riendas y te dedicas ahora a viajar? Pero no será sólo para traerme la pasta, ¿eh? ¿Dónde te metes, viejo rata?
Tarzán cogió el abrecartas de Schulzl-Müller y raspó con él el auricular. Al otro lado de línea sonaría, sin duda, como el estrépito de un martillo neumático.
El martilleo se repitió cuatro veces.
Era suficiente como trastorno en la comunicación, interrupción de la línea, fallo técnico y avería en la transmisión.
Tarzán presionó sobre el conmutador y el contacto se interrumpió. Otto se llevaría una sorpresa, pero no desconfiaría.
—¿Y bien?
Todos miraban al ferroviario.
Su expresión era toda una respuesta.
Se sentía febril. Los ojos le brillaban como si por primera vez su cócker se hubiera dejado limpiar las orejas sin oponer resistencia.
—Es él, os lo juro.
—¿Está completamente seguro? —preguntó Tarzán.
—Absolutamente.
—¡Gracias a Dios! —suspiró Albóndiga—. Ya pensaba que había renunciado a las ondas al chocolate por nada y para nada. Ahora lo arrastramos hasta la cárcel más próxima con una cuerda al cuello. Y luego lo celebramos en una heladería, ¿de acuerdo?
—¡No! —dijo Tarzán—. Ahora no es ya cosa nuestra. Vayamos zumbando a la comisaría y avisemos al señor Glockner. Y termina de una vez con tus ondas al chocolate, Willi. No se te van a escapar. Te están esperando.