NOTA DEL AUTOR

Al escribir sobre unos gigantes históricos como Napoleón Buona Parte y Arthur Wesley, el autor se encuentra con un marcado contraste entre el monolítico volumen de obras sobre el primero y la información un tanto más limitada sobre el segundo. Cuando empecé a trabajar en Sangre joven, me encontré una bibliografía sobre Napoleón que contenía más de 100 000 entradas. Los libros acerca de Wellington suponen una mínima parte de esta cifra, lo cual es comprensible dado que, al fin y al cabo, Napoleón fue emperador además de general y tuvo una carrera estelar gracias a la Revolución y a una enorme dosis de buena suerte. Fíjense, por ejemplo, en el insensato e increíblemente mal calculado intento de tomar la ciudadela de Ajaccio. Lo cierto es que se merecía que lo fusilaran por aquella aventura. Sin embargo, debido a la declaración de guerra a Austria y gracias a las primeras derrotas que alarmaron al gobierno revolucionario, Francia sencillamente no podía permitirse el lujo de desembarazarse de los prometedores oficiales salidos de la escuela de artillería mejor cualificada del mundo. Así pues, Napoleón salvó la vida, ¡y fue ascendido a capitán! Para aquellos que quieran una excelente perspectiva general de la carrera de este hombre extraordinario, está disponible la excelente biografía de M. Thompson, Napoleón Bonaparte.

Por contraste, Arthur Wesley nació en la más estable de las sociedades. Gran Bretaña había llegado a un acuerdo político un siglo antes y disfrutaba de una vida relativamente pacífica y próspera, en tanto que Francia, plagada de divisiones sociales, iba tambaleándose hacia la anarquía y el derramamiento de sangre de la Revolución. Al ser un hijo menor (y por lo tanto prescindible) en la clase social más privilegiada, a Arthur se le negaron los retos y oportunidades que con tanta rapidez pueden convertir a personas comunes y corrientes en hombres extraordinarios. Lo único que dio significado a su vida fueron las más de dos décadas de guerra contra Francia, período que se inició tras la ejecución del rey Luis XVI. Hasta entonces, no había muchas cosas que distinguieran a Arthur de cualquier otro joven disoluto de la aristocracia. La frustración y el hastío de aquellos años sin rumbo debieron de atormentarlo terriblemente. Lo peor de todo era que, como hijo menor, estaba destinado a no heredar el título de su familia, y por supuesto tampoco sus bienes. En tales condiciones, ¿cómo podía esperar conseguir la mano de Kitty Pakenham en un mundo donde el matrimonio era tanto un vehículo de mejora como una expresión de afecto? Arthur afrontaba un futuro carente de logros y de significado. Me inclino a pensar que lo que lo salvó del olvido fueron los acontecimientos en Francia, que iban a cambiar su vida y las vidas de todo el mundo en Europa. La oposición de Arthur a la Revolución francesa le proporcionó un propósito, y él lo reconoció enseguida. Y supo que aquel sería el trabajo de su vida, excluyendo todo lo demás. Por este motivo cometió aquel acto de destrucción terriblemente significativo: quemar su violín.

El mejor libro que puedo recomendar sobre Arthur Wesley es el de Elizabeth Longford, Wellington: The Years of the Sword, un relato amable a la vez que magníficamente escrito. Para una interesante comparación entre estos dos hombres, también recomiendo Napoleón and Wellington, de Andrew Roberts,[2] que proporciona una visión interesante.

Estoy seguro de que muchos lectores tendrán ganas de leer más sobre este fascinante período y sobre los dos hombres cuyas carreras fueron forjadas por la Revolución francesa. La mejor visión general del período revolucionario con la que me he encontrado, y un libro que recomendaría encarecidamente por su accesibilidad y profundidad, es el magistral The French Revolution, de J. M. Thompson. Resulta difícil seguir la pista a las distintas corrientes de los tumultuosos años de finales del siglo XVIII, y aun así Thompson nos brinda una relación absolutamente comprensible de lugares, acontecimientos y personajes.

Aunque Sangre joven es una narración ficticia de los primeros años en las vidas de Napoleón Bonaparte y Arthur Wesley, no he escatimado esfuerzos para presentar dicho período, sus personajes y acontecimientos con todo el rigor posible. No obstante, es casi imposible incluir todos los detalles de la investigación en las páginas de este tomo sin escribir un libro realmente enorme. He tenido que suprimir algunas cosas y cambiar la cronología de unos cuantos acontecimientos por el bien de la narración. En realidad, Napoleón realizó muchas más visitas a Córcega en los años próximos a la Revolución y he tenido que refundirlos en mi relato.

De la misma manera, por el bien de la narración y para dar más peso a las personalidades de mis héroes, he inventado ciertas escenas. El hecho de que los dos jóvenes estuvieran en Francia al mismo tiempo me intrigó. ¿Qué habrían pensado el uno del otro si sus caminos se hubiesen cruzado? La perspectiva era demasiado tentadora, y demasiado verosímil, para resistirse a ella. El primer encuentro de Napoleón con Robespierre también es imaginario y, dado el fervor político de la vida parisina en aquella época, igualmente posible. Acepto, por supuesto, que los puristas puedan estar en desacuerdo con mis decisiones, pero para los novelistas históricos lo primordial es narrar una historia.

Con la revolución firmemente asentada, Francia se ha convertido en una República. Se halla rodeada de naciones hostiles y está a punto de desatarse una gran guerra de ideologías sobre los pueblos de Europa. Para Napoleón y para Arthur ha empezado la primera etapa de un conflicto que cambiará el mundo para siempre.

Simón Scarrow. Septiembre de 2005.

Sangre Joven
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