CAPÍTULO XIII

Francia, 1779.

La escuela de Autun era una institución mucho mayor que el establecimiento del abad Rocco en Ajaccio, y Giuseppe y Naboleone la contemplaron con una mezcla de sobrecogimiento y temor mientras cruzaban la verja seguidos de un mozo que llevaba sus baúles. Él les indicó el camino hacia la sala de profesores, situada a un lado del imponente vestíbulo de entrada.

Naboleone se acercó a la puerta y llamó con unos enérgicos golpes sobre el reluciente barniz. La puerta se abrió y el niño se vio frente a un hombre alto, de aspecto severo, vestido con traje oscuro y medias. ¿Sí?

—Soy Naboleone Buona Parte —dijo Naboleone con su mejor francés—. Este es mi hermano, Giuseppe.

El hombre frunció el ceño ante aquel chirriante acento.

—¿Cómo dices?

Naboleone repitió su presentación y el hombre pareció entenderlo un poco mejor al segundo intento. Se dio la vuelta hacia la sala de profesores.

—¿Monsieur Chardon? Creo que éstos deben de ser los chicos que esperaba. ¿De Córcega?

—Sí —respondió Naboleone—, de Córcega.

El hombre se hizo a un lado y al cabo de un momento otro individuo bajo y fornido, vestido con sotana, los miró con una sonrisa.

—Bienvenidos a Autun. Soy el abad Chardon. —Pasó la mirada de uno a otro niño y le hizo un gesto con la cabeza al más pequeño, el de rasgos más morenos—. Tú debes de ser, déjame pensar… sí, ya lo tengo: Napoleone.

—Naboleone, señor.

—Sí, bueno, puesto que vuestro padre fue muy categórico en cuanto a que la principal prioridad fuera hacer que habléis francés como los franceses, ya podríamos empezar ahora mismo con la versión francesa de vuestros nombres. Giuseppe será Joseph, y el tuyo, jovencito, me ha costado un poco más. Lo más aproximado que se me ocurre es Napoleón.

—¿Napoleón? —repitió el chico. No estaba seguro de que le gustara una versión francesa de su nombre, pero estaba claro que el primer profesor había tenido dificultades con el nombre corso y lo mismo ocurriría, inevitablemente, con toda la demás gente de la escuela. Ya se sentía bastante extranjero. Levantó la mirada hacia el abad y se encogió de hombros—. Como quiera, señor. Seré Napoleón.

—¡Bien! Pues está decidido. Permitidme que os acompañe a vuestro dormitorio.

Los condujo hacia unas escaleras en la parte de atrás del vestíbulo y ascendieron tres tramos para llegar a un pasillo que se extendía hasta la parte más baja del tejado, a ambos lados. Napoleón vio que el espacio estaba bordeado de camas con un arcón a los pies de cada una.

—De momento, no hay nadie —explicó el abad—. El resto de los chicos tienen clase hasta la hora de la cena. Entonces tendréis oportunidad de conocerlos. Puesto que la primera tarea es mejorar vuestro francés, hemos decidido acomodaros en extremos opuestos del dormitorio, con un compañero nativo, para que así podáis corregir vuestro acento, que todavía es un tanto marcado, si me permitís que lo diga.

Napoleón se puso colorado al oírlo, pero su hermano le dio un ligero golpe con el codo y, cuando Napoleón lo miró de reojo, Joseph le hizo un gesto de advertencia con la cabeza. El abad movió la mano.

—En cuanto lleguen vuestros baúles, sacad vuestras cosas, por favor, y luego volved a la sala de profesores. Os llevaré a ver a vuestros maestros y os presentaré a vuestros compañeros de clase.

—Sí, señor-contestó Joseph. Gracias, señor.

El abad esbozó una breve sonrisa, se dio la vuelta y se alejó pasillo abajo a grandes zancadas.

En cuanto volvieron a quedarse solos, Joseph se dirigió a su hermano menor.

—Bueno, ¿qué te parece?

—Parece bastante cómodo.

—No me refería a eso. Napoleón… ¿y bien? Te hace parecer un francés de verdad.

—Sí, lo sé —repuso él con tristeza—. Napoleón… y Joseph. ¿Qué diría madre si pudiera oírme ahora?

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