CAPÍTULO LXIV

10 de agosto.

A Napoleón lo despertó una distante descarga de mosquetes. Cuando llegó a la calle y empezó a correr hacia el estrépito, los disparos ya eran continuos. Pasó por delante del escaparate de un relojero y vio que eran poco más de las ocho. Los disparos habían empezado a hacer salir también a otras personas, y todos se apresuraban en dirección al ruido. Entonces, un pequeño grupo de hombres apareció por la Rué des PetitsChamps, corriendo contra la riada de gente. En el centro de dicho grupo había un hombre que sostenía una pica en alto. En la pica había una cabeza clavada y la sangre goteaba por el asta de madera. Napoleón aflojó el paso hasta detenerse y se quedó mirando horrorizado aquella visión, mientras los hombres bajaban por la calle gritando: «¡Larga vida a Francia! ¡Larga vida a la nación!».

Entonces, un miembro de aquel grupo vio el uniforme de Napoleón y extendió el brazo.

—¡Ciudadanos! ¡Mirad allí! ¡Un soldado!

La muchedumbre desvió su rumbo y se aproximó a Napoleón, rodeándolo. El hombre que lo había visto se adelantó. En una mano llevaba un hacha ensangrentada que alzó hacia Napoleón.

—¡Usted! Usted es un oficial del ejército. Un regular.

Napoleón asintió, obligándose a no mirar a la cabeza que se balanceaba de un lado a otro por encima de aquel grupo de hombres.

—Soy el teniente Buona Parte —intentó que pareciera que tenía cierta autoridad—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué está pasando aquí?

—¡Silencio! —El hombre empujó el hacha hacia el rostro de Napoleón, con lo que le salpicó de sangre la guerrera—. ¡Usted es un monárquico! ¡Puedo verlo en sus ojos!

Daba la impresión de que aquel hombre había rendido su buen juicio a la locura de la multitud, y Napoleón supo que estaba a pocos momentos de la muerte a menos que pudiera desviar la confrontación. Intentar usar la razón sería suicida. Sólo la locura podía enfrentarse a la locura. Napoleón apartó la cabeza del hacha de un golpe y le clavó el dedo en el pecho a aquel hombre.

—¡Cómo se atreve a llamarme monárquico! ¡Soy un jacobino! ¡Un jacobino, me oye!

La mirada alocada de aquel hombre parpadeó y vaciló un momento, tras lo cual intentó volver a imponerse.

—De acuerdo, ciudadano. Entonces dígame, ¿de parte de quién está? ¿Del rey o del país?

—¡Larga vida a la nación! —Napoleón alzó el puño en el aire—. ¡Larga vida a la nación!

Los demás retomaron su grito y el cabecilla se quedó mirando fijamente a Napoleón un momento, antes de asentir con satisfacción. Levantó el hacha y apuntó de nuevo hacia la calle.

—Vamos, muchachos. ¡Por ahí!

Napoleón permaneció inmóvil mientras el grupo de hombres pasaba a toda prisa junto a él en dirección contraria al torrente de personas que se dirigían al palacio de las Tullerías. No tardaron en desaparecer entre la multitud; sólo su sangriento trofeo señalaba su avance, mientras hacían correr la voz sobre la batalla que tenía lugar en el centro de la ciudad.

Napoleón siguió avanzando con el corazón palpitante. Al llegar a la Place du Carousel, vio que habían derribado la verja de hierro y que, al otro lado, en el patio real, una nube de humo de pólvora flotaba en el aire. Dentro de la humareda centelleaban unos brillantes fogonazos anaranjados que iluminaban brevemente las picas y bayonetas de la multitud que se dirigía en tropel a la entrada del palacio. Napoleón cruzó la plaza corriendo y vio los primeros cuerpos tendidos sobre los adoquines: unos cuantos miembros de la Guardia Nacional, un civil y el cadáver mutilado de uno de los guardias suizos. En la esquina de la plaza, había una tienda de muebles con un letrero en el escaparate que decía que estaba cerrado. Pero la chusma ya había destrozado la puerta y saqueado el contenido. Los fragmentos de cristal roto crujieron bajo sus botas cuando Napoleón entró. Cruzó la planta baja y subió por las escaleras hasta la parte trasera de la tienda. Al llegar al segundo piso, se encontró un almacén y se acercó a la ventana. Como había esperado, la ventana le proporcionaba una clara vista del palacio.

Los guardias suizos habían formado una línea de cuatro en fondo de un extremo a otro de la entrada del palacio y, en el preciso momento en que Napoleón miraba, dispararon una descarga contra la densa concentración de gente que había en el patio. El chasquido de los mosquetes recorrió la plaza, el profundo gemido que lanzó la multitud se transformó al instante en un grito de furia y la gente volvió a avanzar rápidamente. Otra oleada de disparos surgió de las filas de guerreras rojas de la Guardia Suiza y, al cabo de un instante, se encontraron luchando cuerpo a cuerpo con la muchedumbre. En aquella situación sólo había un resultado posible, y los suizos se rieron obligados a retroceder por las escaleras y a entrar en el palacio. Por instinto, Napoleón dirigió la mirada al balcón de las dependencias reales, donde el rey había aparecido hacía pocas semanas. Si la familia real seguía ahí dentro, en aquella ocasión sin duda los matarían sin piedad.

Napoleón volvió a bajar corriendo a la plaza. Se detuvo un instante, temeroso de que su uniforme pudiera llamar una atención que no necesitaba. Entonces vio una escarapela revolucionaria en el sombrero de uno de los miembros de la Guardia Nacional que habían muerto en la plaza. Se quitó el bicornio, fue hasta allí, arrancó la escarapela, la puso en la copa del sombrero y corrió hacia la entrada del palacio. Cuando llegó a la maraña de ruinas de la puerta principal, gran parte de la multitud había entrado en el edificio y la gente recorría las dependencias reales saqueándolo y destrozándolo todo. El amortiguado sonido de las descargas de los mosquetes evidenciaba la desesperada resistencia que se seguía ofreciendo desde el interior de las Tullerías.

El patio parecía un campo de batalla. Montones de cuerpos yacían en el suelo como marionetas sin vida. Muchos llevaban el uniforme de la Guardia Nacional, pero la mayoría pertenecían a la guardia de la casa real y los habían matado como a ganado cuando intentaron retirarse hacia la entrada del palacio. Delante del edificio, las losas del suelo estaban manchadas de sangre. Sintiendo asco, Napoleón se abrió camino entre aquella carnicería hacia las escaleras.

Antes de llegar a ellas, oyó un grito de triunfo y aparecieron tres mujeres de detrás de uno de los frontones que había al pie de la escalera arrastrando una pequeña figura con la guerrera roja y los pantalones blancos de la Guardia Suiza. Napoleón se dio cuenta de que el chico no podía tener más de doce años, y que debía de haber sido uno de los tamborileros. Las mujeres lo arrastraron hacia las escaleras; una de ellas rebuscó en el morral que llevaba y sacó un enorme cuchillo de carnicero. El chico profirió un alarido de terror al verlo. Entonces vio a Napoleón y extendió las manos, con los dedos separados, implorando ayuda. Las mujeres lo echaron al suelo y una de ellas le sujetó firmemente la cabeza contra un escalón. El cuchillo descendió rápidamente y cayó sobre su cuello con un crujido húmedo, interrumpiendo sus gritos. El cuchillo lleno ya de sangre se alzó y cayó, se alzó y cayó de nuevo y luego una de las mujeres se puso en pie blandiendo la cabeza del muchacho mientras la sangre corría escaleras abajo y caía sobre los adoquines. La mujer agarró una estaca toscamente afilada de uno de los cadáveres que cubrían el suelo al pie de las escaleras y clavó la pequeña cabeza en la punta, tras lo cual agarró la base de la estaca y la alzó en el aire al tiempo que profería un grito de júbilo. Entonces se encaminaron las tres a la Place du Carousel. Cuando pasaron por su lado, Napoleón se las quedó mirando fijamente, petrificado por aquel horror, y se negó a responder a su saludo.

Se dio la vuelta nuevamente hacia el palacio, y subió por las escaleras, manchadas de sangre y cubiertas por más cadáveres. Se detuvo en el umbral del enorme vestíbulo de entrada. Los gritos de la gente que había en el interior resonaban por aquel cavernoso espacio y seguían oyéndose aquí y allá disparos de mosquete. Los últimos miembros de la Guardia Suiza que defendían las dependencias reales habían opuesto resistencia en la escalera, donde sus cuerpos formaban un desordenado montón. En torno a ellos, estaban los cadáveres de algunos de sus atacantes, muchos de ellos enredados con sus víctimas, que habían muerto luchando sin más armas que sus propias manos. Napoleón no quería arriesgarse a que lo tomaran por un monárquico al llevar el uniforme de artillería y salió corriendo a la terraza de la parte trasera del palacio. Las puertas del otro extremo estaban abiertas.

Al salir a la terraza, se encontró frente a una escena de pesadilla. La vasta extensión de floridos arriates y césped de los jardines de las Tullerías estaba cubierta de figuras que corrían en todas direcciones. Hombres vestidos con uniforme escarlata huían para salvar la vida, mientras pequeños grupos de civiles y soldados de la Guardia Nacional los perseguían y los mataban sin piedad. Napoleón se fijó en una mancha roja que había en las ramas de un árbol situado a un centenar de pasos de distancia, y vio que uno de los guardias suizos había trepado a las ramas más altas para intentar escapar de sus perseguidores. Una pequeña multitud le gritaba enojada y le hacía señas para que bajara. Entonces se acercó un miembro de la Guardia Nacional. Alzó el mosquete y apuntó tranquilamente al soldado suizo como si estuviera cazando aves. Hubo un fogonazo y una nube de humo antes de que el chasquido llegara a oídos de Napoleón. El hombre del árbol se sacudió y se balanceó un momento en la rama, hasta que una mancha de un rojo brillante apareció en las vueltas blancas de su uniforme. Entonces le fallaron las piernas, se le soltó la mano y cayó por entre las ramas como una muñeca de trapo antes de estrellarse en el suelo, donde se perdió inmediatamente de vista cuando la multitud se abalanzó sobre su cuerpo.

Napoleón se estremeció al oír un crujido sobre la grava de la terraza a sus espaldas, y se dio la vuelta rápidamente. Un soldado de la Guardia Nacional lo miraba a lo largo del cañón de su mosquete, pero al ver la escarapela de Napoleón sonrió y bajó el arma.

—Lo lamento, señor. Creí que era un monárquico… Parece que todo ha terminado —dijo el hombre mientras se acercaba a Napoleón y se quedaba de pie a su lado mirando los jardines—. Así pues, hemos ganado. Ahora París nos pertenece.

—Toda una victoria —murmuró Napoleón mientras contemplaba las consecuencias de aquel linchamiento—. ¿Sabe qué ha sido de la familia real?

El hombre soltó un bufido.

—Luis se rindió en cuanto abrimos una brecha en la primera puerta. Cogió a su familia y corrió a guarecerse en la escuela de equitación. No se molestó en decírselo a sus soldados hasta que ya fue demasiado tarde para poder hacer nada. Hoy se ha manchado las manos con mucha sangre.

—Supongo que sí. —Napoleón hizo un gesto con la cabeza hacia la multitud de los jardines—. Me imagino que los diputados no podrán proteger al rey durante mucho tiempo.

—¿Rey? Ya no es el rey. Después de hoy, no. Ya lo verá, teniente. La monarquía ha terminado, y ni siquiera el duque de Brunswick puede hacer nada al respecto.

Napoleón recordó la suerte que el comandante prusiano había prometido para la ciudad si tenía lugar un ataque a las Tullerías.

—Rezo para que tenga razón, ciudadano.

Napoleón ya había visto suficiente… más que suficiente. Cuando se alistó en el ejército nunca se había imaginado que el primer campo de batalla que vería iba a ser allí, en medio de la grandeza del palacio más magnífico de Europa. Y nunca se había imaginado que le parecería una visión del infierno. De modo que eso era lo que ocurría cuando la gente perdía el control. A pesar de su empatía con el sufrimiento de las clases más pobres de la sociedad francesa, no encontraba nada que justificara la escena que estaba presenciando. Tampoco podía contener el amargo sentimiento de desagrado que lo invadía. Napoleón se despidió del guardia nacional con un gesto y se dio la vuelta para alejarse, dejando a aquel hombre con su triste victoria.

Sangre Joven
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