CAPÍTULO LVI
—Por supuesto, usted se sentará con nosotros en la bancada de los Toñes. —Charles Fitzroy movió la mano hacia los asientos más cercanos a la silla del presidente. Arthur asintió entre dientes, pero su mirada se desvió hacia arriba, con la vista clavada en la cúpula que se curvaba sobre su cabeza en lo alto. Fitzroy se fijó en su expresión y sonrió.
—Impresionante, ¿verdad? Cuando los debates empiezan a resultar tediosos, a menudo me encuentro desperezándome y mirando allí arriba. Hace que uno se olvide de lo que le rodea durante unos momentos, lo cual siempre es bueno.
Arthur sonrió. Ya había estado otras veces en el edificio, en ocasiones para ver hablar a su hermano William y en otras porque la naturaleza del debate le interesaba. Pero ahora estaba allí como diputado, no como invitado, y Arthur sentía la emoción de la exclusividad que experimentan todos los nuevos miembros del Parlamento.
—Como es uno de los nuevos —continuó diciendo Fitzroy—, verá que las normas son sencillas. No diga nada, a menos que esté ovacionando a uno de los nuestros o abucheando a la oposición. —Hizo una pausa y miró a Arthur—. Me temo que eso no ocurre tan a menudo como podría pensar. La mayoría de debates serían de gran utilidad en el purgatorio. A veces me pregunto si no será ése el verdadero origen del sobrenombre de nuestro partido.[1]
Arthur se rio educadamente. El hijo de Fitzroy, Richard, había estado en Angers en la misma época que Arthur, que en los últimos años sólo había visto a Fitzroy en contadas ocasiones. Arthur se sintió complacido cuando la invitación de los diputados para presentarlo ante el Parlamento había llegado a su alojamiento. Charles Fitzroy era un hombre alto y delgado de cerca de sesenta años. Era una persona cortés, tanto de palabra como de obra, y tenía un escaño por el municipio de Kinkelly hacía más de treinta años. Su gusto en el vestir era refinado, si bien anticuado, pero de algún modo la peluca empolvada le sentaba bien y a Arthur el efecto global le recordaba mucho a Marcel de Pignerolle. Sintió una punzada de preocupación al pensar en el director de la academia de Angers. Si la revolución en Francia estaba decidida a derribar hasta el último bastión de la nobleza, el impenitente De Pignerolle perecería con el sistema que tanto admiraba. Arthur se sintió acongojado de terror ante semejante perspectiva, lo cual se reflejó en la expresión apenada que cruzó brevemente por su rostro.
—¿Se encuentra usted bien, joven Wesley? —Fitzroy lo cogió del brazo suavemente.
—Sí, estoy bien. Estaba pensando en otra cosa.
—¿Ah sí?
—No es nada. Me he acordado de la época que pasé en Francia. De una persona que conocí allí.
—¡Ah, Francia! —Fitzroy meneó la cabeza—. Un triste asunto, este ordinario igualitarismo que tan resueltos están en establecer. No saldrá nada bueno de ello, puede estar seguro. Si Dios hubiera querido que viviéramos en democracia, nos habría hecho a todos aristócratas o a todos campesinos. ¿Y qué habría de divertido en eso?
—Exactamente.
—Y lo más espantoso de todo esto es que, entre nuestra propia gente, hay algunos que simpatizan con sus ideas.
Arthur asintió.
—Lo sé. Tuve el placer de la compañía del señor Grattan cuando estuve haciendo campaña en Trim.
—Ah, no se preocupe por Henry Grattan —dijo Fitzroy, quitándole importancia con un ademán—. Habla de la reforma, pero tiene un corazón patriótico. Y es lo suficientemente rico como para imaginar los sacrificios personales que implicaría una sociedad más igualitaria. A la larga, no nos causará verdaderos problemas, siempre y cuando se lo alimente de una dieta de nimias reformas que pueda esgrimir ante sus seguidores. —Fitzroy sonrió con cinismo—. Pan y circo, querido muchacho. Bueno, en este caso, patatas y aguardiente ilegal. Mientras tengan comida y bebida, no supondrán una amenaza para nuestra clase.
—Yo no estoy tan seguro —replicó Arthur tras un momento de reflexión—. Lo único que hace falta es unos cuantos hombres inspirados y puede pasar cualquier cosa. Que Dios nos ayude si algún día los irlandeses encuentran a un Mirabeau o a un Bailly para que hable en su nombre.
—Eso supone un grado de similitud en cuanto a complejidad entre los franceses y los irlandeses que, sencillamente, no existe. Los irlandeses nacieron para servir, Wesley. Lo llevan en la sangre. La revolución simplemente no se les ocurrirá.
Arthur se encogió de hombros.
—Espero que tenga razón.
—Pues claro que la tengo, muchacho. —Fitzroy le dio una palmada en la espalda—. Ahora venga a conocer a algunos de mis amigos.
* * *
Arthur no tardó en descubrir que estar en los bancos traseros de la facción tory era una experiencia frustrante. Como había dicho Fitzroy, las obligaciones de un nuevo miembro del Parlamento se limitaban a votar siguiendo las líneas del partido y pasar el resto del tiempo esperando la oportunidad de sumarse al coro de vítores o abucheos, según requiriera la situación. Se hicieron propuestas para reducir aún más las restricciones que pesaban sobre los católicos y presbiterianos, se presentaron presupuestos, argumentos sobre cargas fiscales y deducciones impositivas, y todo el tiempo el fantasma de la revolución en Francia se convirtió en una piedra de toque para aquellos que se resistían al cambio, al tiempo que servía como punto de unión para los reformistas.
Arthur no tardó en tener dificultades para combinar sus obligaciones parlamentarias con las que tenía como oficial de Estado Mayor en el castillo de Dublín. Se tomaba su papel en serio, a diferencia de unos cuantos miembros del Parlamento que apenas asistían a los debates y a los que sólo se les podía convencer para que votaran ofreciéndoles un soborno, normalmente en forma de una sinecura o pensión a expensas de los fondos públicos. Y, en tanto que Arthur disfrutaba con las maniobras políticas de los tories y los whigs, en ocasiones la corrupción y deshonestidad lo deprimían profundamente. Encontraba cierto alivio en la vida social del castillo. Particularmente por aquel entonces, cuando Kitty Pakenham era lo bastante mayor como para ocupar un lugar habitual entre la multitud de jóvenes que llenaban las salas de baile, los comedores y la interminable sucesión de meriendas campestres veraniegas.
* * *
Tras su primer encuentro, Arthur se había quedado consternado por el pronto regreso de Kitty a su casa en Castlepollard. No obstante, poco antes de Navidad, Kitty y su hermano Tom se trasladaron a la casa que la familia tenía en Rutland Square, en Dublín, y la joven no tardó en convertirse en una especie de parte integrante del castillo de Dublín, para secreto deleite de Arthur. Su placer quedó empañado por la atención que Kitty recibía por parte de muchos de los demás jóvenes caballeros que rápidamente cayeron presa de sus encantos y competían enérgicamente por su atención. Durante unos cuantos meses, a Arthur le resultó difícil penetrar en su cordón de admiradores para mantener una conversación en privado con ella. Sólo le fue posible aprovechar la ocasión de intercambiar algunas frases, antes de que algún pretendiente o alguna joven y alegre conocida suya intervinieran para solicitar un baile o dirigir la conversación hacia un territorio más frívolo. En momentos como aquéllos, a Arthur le hervía la sangre por dentro y adoptaba una expresión de educado interés mientras soportaba la reunión sin dejar de rezar para que el estúpido intruso en cuestión desapareciera o para que le diera algún tipo de ataque terriblemente debilitante. Pero eso nunca ocurría y, en cada una de dichas ocasiones, Arthur se quedaba sufriendo de frustración, sólo para tener que regresar después a sus aposentos con el ánimo por los suelos y recriminándose no haber tenido el valor de ser más directo en sus intentos por ganarse el afecto de Kitty. Arthur se censuraba diciéndose a sí mismo que, si las cosas continuaban de ese modo, no tardaría en aparecer otro que la abordaría con más confianza y se la robaría antes de que ella fuera consciente de sus sentimientos.
Mientras tanto, Arthur sufría un tormento cada vez que sus miradas se encontraban de un extremo a otro de un salón de baile o de la mesa de la cena, y Kitty parecía sonreírle con una especie de relevancia especial que convencía a Arthur de que la joven lo consideraba algo más que un simple rostro entre la multitud. En tales momentos, Arthur sentía una renovada esperanza en su corazón… antes de que volviera a truncarse cuando Kitty volvía la mirada hacia otro joven y entablaban una estrecha conversación. Entonces Arthur observaba con creciente frustración cada sonrisa o risa que provocaban en la muchacha.
Cuando no se hallaba en su compañía, Arthur intentaba racionalizar sus sentimientos. Al fin y al cabo, ella no era más que una niña, tres años más joven que él. Había muchas otras jóvenes atractivas en la corte y tenía muchos años por delante para conseguir que una de ellas fuera su esposa. Sus sentimientos hacia Kitty eran una obsesión pasajera, se dijo, absolutamente comprensible en un hombre de su edad. Sin embargo, cada vez que la veía, toda la lógica de la que podía hacer acopio para seguir soportando la situación sencillamente se esfumaba, al tiempo que su pasión estallaba una vez más. Se estaba comportando como un estúpido y, lo que aún era peor, corría el riesgo de hacer el ridículo delante de sus iguales si sus sentimientos por Kitty se llegaban a saber. Sin embargo, si no hacía nada para conseguir que Kitty supiera lo que sentía, ¿cómo iba a empezar ella a corresponder a su afecto… suponiendo que quisiera hacerlo?