CAPÍTULO LXXXIV
Las voces ásperas de los sargentos de las compañías transmitieron las órdenes a gritos a lo largo de las líneas, y los casacas rojas apuraron a toda prisa la ginebra que les quedaba y volvieron a meter las tazas abolladas en sus mochilas, antes de cruzar sus mosquetes y esperar a la siguiente orden.
Arthur hizo un momento de pausa para pensar. Tenían muy poca pólvora como para malgastarla con la caballería. Debían reservarla para la infantería. Dado que los jinetes no podían flanquear a los británicos, seguramente se desanimarían al ver una reluciente mata de frío acero.
—¡Calen bayonetas!
La orden se repitió a voz en cuello por la brigada y, una a una, las compañías sacaron las largas hojas de sus vainas con un ruido áspero y las encajaron en el extremo de sus mosquetes. El traqueteo de la maniobra llenó el frío aire del amanecer, y Arthur oyó los primeros sonidos del enemigo que se aproximaba: un estruendoso retumbo de cascos de caballos y el tintineo del equipo que llevaban abrochado todos los jinetes, sonidos que quedaban débilmente amortiguados por la niebla. Los soldados que habían estado apostados como vigías regresaban a todo correr por la suave cuesta hacia sus compañeros, al tiempo que echaban miradas preocupadas por encima del hombro. Tras ellos, el ruido del enemigo que se acercaba inundaba y henchía la calmada atmósfera.
—Ya están aquí —murmuró un asustado alférez que se hallaba a poca distancia por detrás de Arthur—. Ya están aquí…
Arthur se dio la vuelta rápidamente y le lanzó una mirada fulminante al chico.
—¡Usted, señor! ¡Silencio!
El alférez bajó la mirada a sus botas embarradas.
—¡Ahí vienen! —gritó una voz por entre las filas.
* * *
Los primeros jinetes salieron de la niebla. Llevaban unos capotes de color gris desabrochados sobre sus casacas verdes y rojas, unas botas altas de cuero y unos cascos cubiertos de una tela impermeable.
—Dragones —musitó Fitzroy.
—Nada que deba preocuparnos excesivamente —replicó Arthur con calma—. Son demasiado ligeros para enfrentarse a nosotros. No obstante, será mejor que les demostremos que vamos en serio. Que los hombres presenten sus bayonetas.
El capitán Fitzroy gritó la orden y, a lo largo de todo el frente de la formación, la primera fila hizo descender los mosquetes para presentar las relucientes puntas de sus bayonetas a los dragones. Los franceses parecieron quedar momentáneamente desconcertados por lo inesperado de su encuentro con los casacas rojas. Su comandante se recuperó de la sorpresa y empezó a gritar una sarta de órdenes. A medida que sus hombres fueron saliendo de la niebla, se dirigieron hacia ambos lados del camino y formaron frente a la línea británica, a unos doscientos metros de distancia.
—¿Seguro que no van a cargar? —dijo Fitzroy.
Arthur meneó la cabeza en señal de negación.
—No, a menos que ese hombre esté completamente loco. Querrá retenernos aquí mientras envía un aviso a su general. De momento estamos a salvo.
—¿Y luego?
Arthur echó una mirada de reojo a su ayudante y amigo.
—Ten fe, Richard. En cuanto nuestros muchachos les lancen una ráfaga de disparos, saldrán corriendo como conejos.
—¿Y si no lo hacen?
—Lo harán. Confía en mí.
Los dos bandos permanecieron frente a frente unos momentos en silencio. Entonces uno de los dragones gritó algo y varios de sus compañeros profirieron unos abucheos. El resto se unió al griterío, y pronto toda la línea enemiga estaba vociferando y silbando en son de burla.
—¿Qué están diciendo, señor? —le preguntó uno de sus abanderados.
—¿No le han enseñado francés, De Lacy? —le dijo Arthur con una sonrisa. Sabía que De Lacy se abstenía de aprender casi con el mismo fervor con el que Arthur se abstenía entonces de beber—. Se lo traduciría de no ser porque eso nos avergonzaría a ambos. Confórmese con saber que no es nada adecuado para los oídos de un caballero.
El capitán Coulter de la compañía de granaderos se acercó a grandes zancadas a su coronel. Coulter, a pesar de sus toscos modales, tenía conocimiento suficiente del idioma del enemigo como para ofenderse y los ojos le centelleaban de indignación.
—¿Coronel? ¿Quiere que mis chicos avancen un paso y les lancen una descarga a esos desgraciados?
—No, Coulter. Deje que malgasten el aliento. Mientras no nos hagan daño, deje que se den el gusto.
—¡Pero, señor!
Arthur levantó un dedo para hacerlo callar.
—Le agradecería que volviera a su puesto, capitán.
Por un momento, Coulter se envalentonó y soltó un fuerte resoplido, pero luego se dio la vuelta y volvió con sus hombres. Algunos de los casacas rojas habían empezado a lanzar insultos al enemigo, y Arthur se volvió hacia ellos con enojo.
—¡Cierren la boca! ¡Esto es el maldito ejército, no un cabaret de Dublín! ¡Sargentos, anoten sus nombres!
Los soldados guardaron silencio de inmediato y clavaron la mirada en los dragones en cuanto los sargentos empezaron a recorrer las líneas como un vendaval en busca de los revoltosos. Arthur asintió con aprobación cuando uno de los sargentos empezó a gritarle a un soldado en la cara y terminó su arenga propinándole un fuerte puñetazo en la nariz. Al soldado se le fue la cabeza hacia atrás y un chorro de sangre le cayó por la barbilla. Una lección dura pero necesaria. Arthur estaba convencido de que la próxima vez aquel hombre mantendría la disciplina.
El abucheo cesó de pronto y Arthur volvió su atención rápidamente al enemigo. Los dragones estaban dando la vuelta, se alejaron trotando hacia la derecha y formaron frente al bosque que protegía el flanco de Arthur. Casi de inmediato, los primeros miembros de la infantería francesa aparecieron por entre la neblina que se disipaba y marcharon directamente hacia el centro de la línea británica. A un lado de la columna cabalgaba el general enemigo y sus oficiales de Estado Mayor, que se detuvieron en cuanto tuvieron una buena vista del terreno. El comandante francés dejó que sus hombres se acercaran a unos ciento cincuenta metros de los casacas rojas antes de ordenarles que se detuvieran. Enseguida se dieron más órdenes, y los oficiales situados en la cabeza de la división empezaron a conducir a sus soldados por el camino, extendiendo la columna hasta que tuvo la anchura de una compañía.
Fitzroy echó un vistazo a la línea británica, de dos en fondo.
—¿Señor? ¿Traemos a las compañías de los flancos?
—¿Por qué?
—Para reforzar nuestro centro, señor. Los hombres no podrán aguantar cuando esa columna ataque.
—No tendrán que hacerlo —respondió Arthur con calma—. No será necesario. Ahí delante quizás haya unos cinco o seis mil hombres. No obstante, los que puedan apuntarnos con sus mosquetes no serán más de cien, Fitzroy. En cambio, todos los soldados de nuestra brigada podrán abrir fuego. Y podemos recargar mucho más deprisa que ellos. Dudo incluso que se acerquen lo suficiente como para utilizar la bayoneta.
El capitán Fitzroy miró a su amigo, sorprendido. El coronel parecía estar absolutamente seguro de sí mismo, como si la conclusión del inminente combate fuera de prever. En su tono había habido un dejo de arrogancia que rebasaba su habitual altivez aristocrática, y el capitán había notado un frío gélido en la nuca al darse cuenta de que tanto él como su amigo y la mayoría de casacas rojas, quietos y silenciosos, podrían estar muertos antes de terminar la mañana.
—Arthur…
—¡Silencio! Creo que el enemigo va a efectuar su movimiento.
Un fuerte grito resonó en la columna francesa y, al cabo de un instante, los tambores atronaron por detrás de las compañías que iban en cabeza. Un oficial que llevaba el uniforme adornado con un galón dorado fabulosamente llamativo desenvainó la espada y describió un arco con ella, de manera que la punta se alineó con el centro de la brigada británica.
Arthur había montado en su caballo y, rodeado por su plana mayor y los estandartes en alto tras él, tuvo la impresión de que la espada del francés lo apuntaba directamente. Sonrió y murmuró:
—Bueno, dejemos que lo intenten.
La columna francesa avanzó de inmediato como una oleada, con las bayonetas bajas por debajo de los adustos rostros de los hombres de la primera fila. Su paso era lento, como correspondía el pobre nivel de entrenamiento que caracterizaba a la mayor parte del ejército revolucionario. Arthur era consciente de que su espíritu compensaba la falta de adiestramiento, motivo por el cual debían detenerlos antes de que pudieran cargar contra su objetivo. Al mismo tiempo, dada la escasez de munición, no se podía desperdiciar ninguna de las descargas británicas. Eso significaba no disparar hasta el último momento, con el propósito de aumentar al máximo la eficacia de la lluvia de plomo británica para asegurarse de que todas las balas tuvieran las mejores posibilidades de dar en el blanco. Decidió que la cosa iba a ser muy reñida. Respiró hondo e hizo bocina con la mano.
—¡La brigada se preparará para abrir fuego cuando dé la orden! ¡Primera fila: preparados!
Por toda la longitud de la línea los comandantes se situaron detrás de sus hombres, que alzaron los oscuros cañones de los mosquetes Brown Bess y apuntaron a la cabeza de la columna enemiga que avanzaba hacia ellos. Al verlos, los franceses que iban en cabeza parecieron detenerse por un instante, antes de que el oficial profiriera un agudo grito de ánimo y blandiera de nuevo su hoja reluciente hacia los casacas rojas. La columna volvió a avanzar de una sacudida, a no más de cien metros de distancia.
Arthur se obligó a permanecer inmóvil y contemplar al enemigo que se aproximaba sin el menor atisbo de expresión en su rostro. En su interior, notó que el pulso se le aceleraba a causa de la excitación y el terror. Sin embargo, a pesar de toda la tensión y el peligro, se sorprendió al descubrir que estaba sumamente contento y feliz. En aquel preciso momento no había otro lugar en la tierra donde prefiriera estar. Una imagen de Kitty Pakenham cruzó por su mente y sintió cierta satisfacción al pensar que, si moría aquel día, el dolor de su pérdida podría ser una pequeña venganza por haberse negado a casarse con él. Desechó la idea de inmediato.
—¡Amartillen las armas!
Un coro de chasquidos sonó a lo largo de la línea cuando los soldados echaron hacia atrás los percutores de los mosquetes, pero el sonido casi quedó ahogado por el estrepitoso redoble de los tambores franceses que tocaban el pas de charge. En aquellos momentos, se encontraban a tan sólo unos ochenta metros de distancia y Arthur pudo distinguir las tensas expresiones de los soldados que iban en cabeza. Mientras observaba, uno de ellos alzó su mosquete y disparó enseguida. Hubo un fogonazo, una bocanada de humo y un sonido sibilante cuando la bala pasó a cierta distancia por encima de la cabeza de Arthur. Tras él, Fitzroy se encogió.
—Da la orden, Arthur.
—Todavía no.
La columna avanzó pesadamente y los casacas rojas vieron la interminable concentración de uniformes azules que se extendía por detrás, hasta allí donde la niebla envolvía las filas enemigas. Arthur dio gracias a Dios de que el resto quedara oculto a la vista de sus hombres. Se efectuaron más disparos desde la cabeza de la columna, y la primera baja del combate soltó un grito agudo y cayó hacia atrás a poca distancia de Arthur.
—¡Tranquilos, muchachos! —gritó con toda la calma de la que fue capaz—. No disparen.
Cuando el enemigo se había acercado otros diez metros, Fitzroy no pudo contenerse más.
—¡Por el amor de Dios, Arthur! Da la orden.
—¡Cállate, maldita sea! —le respondió entre diente—. ¡Contrólate, hombre!
Esperó un momento más, y luego levantó el brazo con rigidez.
—¡Preparados!
El grito resonó a lo largo de la línea. Se hizo un breve momento de silencio mientras los franceses se preparaban para la primera descarga.
—¡Fuego!
En poco más de un segundo, cientos de percusores bajaron de golpe contra las cazoletas e inflamaron las cargas de los largos cañones de los mosquetes. Unos fogonazos anaranjados salieron despedidos por las bocas de las armas y un arremolinado manto blanco envolvió el espacio que había justo delante de la línea británica. Desde su posición ventajosa a lomos de su caballo, Arthur se puso de pie en los estribos y vio que las primeras filas de la columna francesa se desintegraban cuando los soldados fueron alcanzados en una amplia franja; los que iban detrás se detuvieron en seco. Por algún milagro, el oficial de uniforme sumamente galoneado sobrevivió a la descarga, pero su sombrero con escarapela le fue arrancado de la cabeza y recorrió diez pasos antes de caer al suelo. Por un momento, el hombre se quedó demasiado atónito como para reaccionar; luego se volvió hacia sus hombres y los animó a seguir adelante, por encima de los cuerpos de sus compañeros muertos y heridos. Tras ellos, los tambores dieron el toque de avance y la columna siguió adelante poco a poco.
El bando británico no había perdido el tiempo y, en cuanto se disparó la primera descarga, los hombres de la primera fila empezaron a recargar sus mosquetes. Cogieron un cartucho de papel, arrancaron el extremo de un mordisco, y vertieron una mínima parte de la pólvora en la cazoleta y el resto en el cañón antes de atacar la carga. Luego insertaron la bala y la apretaron bien. Los veteranos fueron más rápidos y tuvieron sus armas listas en menos de veinte segundos.
—¡Última fila preparada! —gritó Arthur, y esperó a que la orden se repitiera por la línea—. ¡Fuego!
Estalló la segunda descarga y, una vez más, la columna francesa se detuvo en seco a no más de veinticinco metros de distancia, tan cerca que Arthur pudo ver con todo detalle a un hombre a quien la cabeza se le fue hacia atrás bruscamente en medio de una bruma roja, cuando una bala le alcanzó en la cara. Arthur desechó aquella imagen y dio la siguiente orden a voz en cuello.
—¡Fuego por compañías!
El tremendo impacto de las dos primeras descargas masivas dio paso entonces a un fuego nutrido que se extendió a lo largo de la línea británica sin apenas interrupción, y las pesadas balas de mosquetes destrozaron progresivamente las primeras filas de la columna enemiga, que sólo respondió con unos cuantos disparos; Arthur se alegró al ver que no habían caído más de una veintena de sus hombres.
—¡Sigan así, muchachos! —gritó Fitzroy cerca de él, con la voz tensa de excitación. ¡Sigan así!
Por encima de la acre nube de pólvora quemada Arthur vio que el camino que tenía por delante estaba plagado de cuerpos de uniforme azul. Y el oficial enemigo seguía con vida, si bien una bala le había rozado la cabeza y una cortina de sangre le caía por el rostro y salpicaba las vueltas blancas de su uniforme. Gritaba a sus hombres que cargaran contra el enemigo, pero cada vez que una oleada de soldados empezaba a pasar como podía por encima de la creciente maraña de cuerpos franceses, los hombres caían asimismo abatidos y se sumaban al obstáculo. Ya había más de un centenar de muertos o moribundos, y ellos seguían acudiendo, gritando con imprudente valor mientras se arrojaban a las bocas de los mosquetes de los casacas rojas. Arthur no pudo más que maravillarse ante el coraje suicida de los revolucionarios. Tenían que estar locos, se dijo. Sólo la locura podía hacer que unos hombres asumieran semejante castigo. Y seguían viniendo. Seguían muriendo por docenas.
Finalmente, la buena fortuna del oficial francés no pudo desafiar por más tiempo el terrible riesgo y fue alcanzado en el pecho por dos o tres balas que lo arrojaron al suelo. La espada cayó dando vueltas a un lado, a unos cuantos pasos de distancia, la punta se clavó en el suelo blando y el arma osciló brevemente. Un quejido surgió de las filas de soldados franceses, que de repente dejaron de avanzar para ocupar el lugar de sus compañeros muertos y heridos. En tanto que el demoledor fuego británico seguía cayendo sobre ella, la infantería francesa empezó a retroceder, paso a paso al principio y más apresuradamente después, hasta que la columna fue descendiendo por la pendiente y se deshizo en una masa amorfa al borde de la niebla. Los tambores dejaron de sonar.
—¡Alto el fuego! —gritó Arthur—. ¡Alto el fuego, maldita sea!
La orden tardó un poco en transmitirse por la línea y ser impuesta por los sargentos, tras lo cual cesó el traqueteo de los mosquetes. Después del terrible estruendo de las descargas, en el campo de batalla reinó un repentino silencio, roto por los gemidos y los gritos de los heridos que, a una corta distancia de la línea británica, se retorcían débilmente entre los cuerpos amontonados. La emoción y el entusiasmo que ardían en las venas de Arthur hacía unos momentos se convirtieron en vergüenza y asco al contemplar la carnicería a través de la humareda que se iba disipando. No tenía ni idea de que todo aquello pudiera impresionarlo de esa forma. Tantos hombres valientes, con sus magníficos uniformes, destrozados… Por un instante se sintió mareado y apartó la mirada. Más allá de la pila de cuerpos, vio que el general francés y su Estado Mayor estudiaban la escena. Su horror era palpable, incluso a aquella distancia. Permanecieron inmóviles por un momento. Luego el general levantó una mano y se descubrió ante la línea británica antes de dar la vuelta a su caballo y adentrarse de nuevo en la niebla, siguiendo a sus hombres.
—Dios santo —dijo Fitzroy en voz baja—. Lo conseguimos. Los hemos rechazado.
—De momento —replicó Arthur—. Volverán. La próxima vez puedes estar seguro de que utilizarán la artillería contra nosotros antes de hacer avanzar a otra columna. —Volvió la cabeza y miró hacia el terreno bajo por detrás de la línea británica—. Ojalá tuviéramos una colina o un pliegue en el terreno para resguardar a los soldados. Con eso, una o dos brigadas más y algunas piezas de artillería podríamos contenerlos aquí indefinidamente.
—Estás pidiendo la luna, Arthur —comentó Fitzroy con amargura—. Estamos solos. Así pues, lo mejor sería abandonar este sitio antes de que nos echen los franchutes.
—Sí —asintió Arthur, incapaz de ocultar su decepción—. Dile a Coulter que tiene asignado el servicio de retaguardia. Que el resto de la brigada forme en el camino. Tendremos que replegarnos hacia el cuartel general. Es lo único que podemos hacer por ahora. De todos modos —caviló con la mirada fija en el oficial enemigo muerto, tendido de espaldas—, ha sido de lo más instructivo. Muy instructivo, ya lo creo.
Fitzroy se lo quedó mirando y se echó a reír.
El coronel subió rígidamente a la silla de su montura.
—¿Qué es tan condenadamente gracioso?
—Tú, Arthur. —Fitzroy reprimió su histeria una vez se dio cuenta de que había herido el orgullo de su amigo—. Lo siento. Lo que pasa es que a veces reaccionas de forma extraña a los acontecimientos. «¡Muy instructivo!». Hay que ver, Arthur, cualquiera diría que estabas en el patio de recreo de un colegio y no en un campo de batalla.
El joven coronel lo miró con seriedad un momento.
—Eso es más cierto de lo que crees.