CAPÍTULO LXII

Una tarde de finales de junio Napoleón estaba tumbado en la cama, bajo la ventana abierta, mirando el cielo azul y despejado, cuando percibió el alboroto de una multitud a cierta distancia. Al principio no hizo caso, pero el sonido fue aumentando de volumen y, aunque resultaba imposible entender los gritos y cánticos, no había duda de que la furia llenaba los corazones del gentío. Napoleón se levantó de la cama, cogió el sombrero, bajó por las escaleras y salió de la casa. Fuera en la calle había más gente que, al igual que él, se encaminaban hacia el origen de aquel ruido y, mientras todos ellos se dirigían hacia el centro de la ciudad, el ruido fue aumentando de volumen e intensidad hasta que, en las proximidades de la Rué Saint Honoré se volvió ensordecedor. Por delante de Napoleón, la calle estaba abarrotada de gente hasta allí donde alcanzaba la vista: miles de hombres y mujeres armados con hachas, espadas, palos de madera y algunos mosquetes, marchando hacia las dependencias reales de las Tullerías.

Napoleón agarró del brazo a una joven que había entre las últimas filas de la multitud.

—¿Qué está pasando, ciudadana?

Ella miró su uniforme y le dirigió una mirada hostil antes de responder:

—Es una petición para el rey. Para decirle a ese cabrón que apruebe el decreto de la Asamblea de penalizar a los sacerdotes que no juren lealtad a la Constitución. No escucha a los diputados, pero a nosotros sí nos va a escuchar… o habrá problemas.

—¿Problemas?

Ella no entró en detalles, sino que se zafó de Napoleón y avanzó entre la multitud retomando la consigna de la canción revolucionaria, Ça Ira, que resonaba en los edificios que bordeaban la avenida. Con una creciente sensación de excitación y curiosidad, Napoleón apretó el paso para seguir el ritmo de la multitud.

El gentío salió en tropel de la avenida y pasó a ocupar la Place du Carousel. Los cánticos eran ya ensordecedores, pero Napoleón no veía lo que estaba pasando más adelante, cerca de las dependencias reales de las Tullerías. Se dirigió a toda prisa a un edificio de un lado de la plaza y trepó al alféizar de una ventana para ver mejor. Las primeras filas de la multitud habían atado unas cuerdas en las barras de hierro de las puertas y, con un rítmico rugido, empezaron a tirar de ellas con el propósito de derribar la verja. Se oyó una ovación cuando una de las grandes puertas empezó a combarse. Napoleón vio que un oficial conducía a toda prisa a los guardias suizos hacia el cuartel situado en el extremo más alejado del patio. Unos cuantos guardias permanecieron cerca de las puertas del pabellón central, que proporcionaba acceso a la enorme escalera del interior del vestíbulo de entrada.

Napoleón expresó su desaprobación entre dientes. Entendía que en el palacio nadie quería provocar a la multitud, pero había que dispersarla antes de que lograra acceder al patio. Aunque ya parecía demasiado tarde. Se oyó un estrépito desgarrador cuando la puerta salió de sus goznes y cayó a la plaza. Un inmenso rugido de triunfo inundó la atmósfera, y la multitud avanzó en tropel por el hueco, cruzando el patio en dirección al palacio. Cuando llegaron al portón que había en lo alto de las escaleras del patio, aporrearon la madera con hachas y martillos. No les sirvió de nada. Las puertas eran sólidas y, en los últimos meses, se habían reforzado para que sirvieran de protección contra asaltos como aquél.

De repente aparecieron varias nubes de humo y luego se oyó el monótono chasquido de unos disparos de mosquete. Algunas ventanas del segundo y tercer piso se hicieron añicos, arrojando una lluvia de fragmentos de cristal sobre la gente que estaba ante las puertas; víctimas de sus imprudentes compañeros con armas de fuego. Los disparos continuaron durante casi un cuarto de hora, rompiendo todas las ventanas y llenando de agujeros la fachada del palacio. Entonces una sábana blanca se agitó en una de las ventanas y los disparos cesaron gradualmente. Una figura apareció en uno de los balcones y le hizo señas a la multitud. La gente que se hallaba más cerca del palacio respondió a voz en cuello y, al cabo de unos momentos, las puertas se abrieron y el gentío empezó a entrar en tropel.

Napoleón se preguntó si acaso sería aquél el momento en que la dinastía borbónica cayera, hecha pedazos por el populacho de París. Lo invadió una gran sensación de indignación y pesar ante la idea de que Francia perteneciera entonces a esos animales. Era demasiado horrible para considerarlo, pero una fascinación morbosa lo mantenía allí de pie en el alféizar de la ventana, aguzando la vista hacia la lejana entrada al palacio. Poco después, vio que se abrían unas largas puertas tras un balcón que daba al patio, y varias figuras salieron arrastrando los pies a plena vista de la multitud. Se oyó una ovación. Entre dichas figuras se contaban un hombre y una mujer con pelucas empolvadas. Napoleón cayó en la cuenta de que eran el rey y la reina y el terror le heló la sangre. Pero enseguida quedó claro que no se hallaban en peligro mortal. Un hombre se puso al lado de Luis y le colocó una gorra roja en la cabeza. La multitud gritó con entusiasmo, y Luis no hizo ningún esfuerzo por quitársela. En lugar de eso alzó una copa, hizo una especie de brindis y luego tomó un trago mientras el gentío gritaba de nuevo.

—¿Teniente Buona Parte?

Napoleón miró hacia abajo y vio a monsieur Perronet con un compañero en el borde de la plaza, debajo de él. Lo saludó con la mano y descendió para reunirse con su casero.

—Un asunto triste —dijo Perronet en voz baja una vez se hubo asegurado de que no había nadie cerca que pudiera oírle.

—En efecto —repuso Napoleón.

Perronet se volvió para señalar a su compañero.

—Mi amigo monsieur Lavaux, es abogado.

—¿Abogado? —Napoleón sonrió—. Parece que los de su profesión podrían quedarse pronto sin negocio. Unos cuantos días así y ya no habrá ley en absoluto.

Lavaux asintió con la cabeza.

—Es un ultraje. ¿Cómo se atreven esos animales a tratar así al rey y a su familia? ¡Es un ultraje! —repitió con los dientes apretados.

—Debe perdonar a monsieur Lavaux —terció Perronet con una sonrisa—. Es un tanto monárquico.

Napoleón se encogió de hombros.

—No es necesario ser monárquico para sentirte ofendido por semejante espectáculo. —Miró a las distantes figuras del balcón, expuestas ante la multitud—. Si yo estuviera al mando de la guardia real, le aseguro que estas cosas no se tolerarían.

Perronet intercambió una rápida mirada de sorpresa con su amigo, antes de volverse de nuevo a Napoleón.

—¿Y qué haría usted para evitar un acontecimiento así, teniente?

Napoleón miró a la multitud y entornó los ojos.

—No son más que chusma. Una rápida descarga de metralla y saldrían corriendo como conejos. Eso es lo que haría.

—Tal vez —admitió Lavaux—. Pero regresarían más pronto o más tarde.

—Entonces tendría los cañones cargados y dispuestos —respondió Napoleón—. Y más pronto o más tarde se darían cuenta de la inutilidad de oponerse a mí.

—Sí, claro… —Lavaux se movió, incómodo, y se dirigió a su amigo Perronet con una sonrisa—. Deberíamos irnos o llegaremos tarde a nuestra reunión.

—¿Cómo dice? —Perronet pareció confundido, pero entonces lo entendió—. Por supuesto. Por favor, discúlpenos, teniente. Tenemos que marcharnos. Si me lo permite, le aconsejaría que se alejara de las calles.

Napoleón arrancó la mirada del lejano balcón y sonrió. Más tarde. Quiero ver cómo termina todo esto.

—Pues tenga cuidado. Perronet le dijo adiós con la mano y se marchó con su amigo.

Cuando se habían alejado, Lavaux se volvió para dirigirle una última mirada al joven oficial de artillería que quería ser testigo de la humillación pública de la familia real. Le dio un suave codazo a Perronet y le susurró:

—¿Qué demonios ha querido decir con eso de «si yo estuviera al mando»…? Por un momento se rió del asombroso orgullo desmedido del joven, y luego se preguntó despreocupadamente si alguna vez volvería a oír el nombre de Buona Parte.

Sangre Joven
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