CAPÍTULO XLI

Napoleón llegó a París a finales de otoño. El tío Luciano le había proporcionado dinero suficiente para sobrevivir en la capital hasta año nuevo, si era necesario. Pero Napoleón esperaba haber resuelto las cosas para entonces y regresar al ejército, puesto que su período de permiso habría expirado. Por entonces, llevaría quince meses lejos de su regimiento, y no imaginaba que pudiera abusar de la paciencia del ejército mucho más tiempo.

Consciente de la necesidad de asegurarse de que sus escasos fondos duraran todo lo posible, Napoleón alquiló una habitación en uno de los hoteles más baratos que encontró: un edificio antiguo y lleno de mugre al lado del río, cerca de Notre Dame. Si el frío viento soplaba en mala dirección, la fetidez del río llenaba todas las habitaciones del Pays Normande, incluso la pequeña habitación del desván donde el teniente Buona Parte dedicaba sus días a atender sus asuntos en las oficinas del Tesoro y pasear por el centro de la ciudad con los brazos agarrados a la espalda y la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos.

Napoleón encontró una pequeña biblioteca de suscripción cerca del hotel, donde pudo elegir entre un amplio abanico de novelas, obras de teatro y filosofía. La biblioteca de monsieur Cardin ocupaba la planta baja de un edificio que, por lo demás, estaba destinado a una empresa que empleaba a costureras que confeccionaban vestidos para clientas adineradas. Monsieur Cardin era un hombre enjuto de carnes que vestía ropa vieja y llevaba una peluca de la que todos los polvos habían desaparecido hacía años y que ahora parecía relleno de colchón. Llevaba unas gafas de montura de alambre con unos cristales gruesos que hacían que sus ojos castaño oscuro parecieran diminutos puntos de tinta. El motivo de su descuidado aspecto era su obsesión, su verdadero amor: los libros que cubrían todas las paredes de su establecimiento. Cuando el joven oficial de artillería recorrió con la vista las hileras de libros, sintió una vertiginosa alegría al verse expuesto al más ecléctico abanico de escritores que podía imaginar. En aquellos momentos, estaba de lo más interesado en las adquisiciones más recientes de monsieur Cardin en la sección dedicada a la filosofía política, en particular en una nueva obra, poco más que un panfleto, con el lacónico título de Un nuevo orden, y Napoleón había empezado a leer la introducción.

La capital se había visto inundada de panfletos desde que el rey Luis había anunciado que iba a convocar el primer parlamento desde hacía casi doscientos años. Francia estaba quedando aplastada bajo el peso de un sistema de gobierno corrupto y obsoleto que daba todas las ventajas a los aristócratas y extraía hasta el último sueldo de los monederos de los pobres. Era sumamente necesario algún tipo de reforma, pero los aristócratas y la iglesia se negaban a renunciar a sus privilegios y el rey —rodeado por todas partes de nobles aduladores— no quiso poner en práctica las reformas que la inmensa mayoría de su pueblo estaba pidiendo a gritos. La voz del pueblo se hizo oír en las enojadas multitudes que se congregaban en todas las ciudades y en la enorme avalancha de breves tratados políticos que llenaban las librerías y bibliotecas. La mayor parte de dichas publicaciones era poco más que jerigonza, y Napoleón se concentró en aquel último panfleto con pocas expectativas de aprender algo que valiera la pena. En un primer momento, su estilo seco estuvo a punto de disuadirlo, pero al cabo de unas cuantas frases el autor exponía con audacia que la era de los reyes había terminado. Eran tantos los avances en las ciencias, la educación, la filosofía y las relaciones sociales que el propio concepto de monarquía era un anacronismo que ningún Estado que se considerara civilizado debía tolerar.

Aquélla era una posición que superaba el propio pensamiento de Napoleón. Muy recientemente, él había concluido que muchas de las casas reales europeas eran tan corruptas que era necesario que desaparecieran y fueran reemplazadas por algo más eficiente, honesto y justo. Pero él había imaginado dichos reemplazos en términos de un sistema de monarquía más ilustrado. La idea de que el problema fuera la monarquía en sí misma cayó sobre su imaginación como un rayo.

Se llevó el delgado libro a una mesa junto a la ventana y se sentó a seguir leyendo con la luz que penetraba a través del sucio cristal. Al final de la introducción, figuraba el autor: «[…] por el ciudadano Schiller, con el espíritu de la libertad, la fraternidad y la igualdad».

Ciudadano Schiller. Napoleón fijó la vista en aquellas palabras. Un ciudadano, no un súbdito. ¿Cómo sería vivir en un mundo donde los hombres vivieran con libertad e igualdad? ¿Un mundo donde las aptitudes innatas y no la prosperidad heredada determinaran las posibilidades de un individuo? Todos los mezquinos desprecios y tormentos que Napoleón había soportado a manos de los aristócratas durante los años que pasó en Brienne, en la Escuela Militar de París y en el comedor de oficiales en Valence, se agolparon en su mente como una enorme ola negra. Se sintió arrollado por la vergüenza de ser tratado como a un inferior social. Ciudadano Schiller…

¿Y por qué no ciudadano Buona Parte algún día, cuando pudiera mudar la piel de sus orígenes y ser juzgado por lo que había debajo? Siguió leyendo toda la mañana hasta que pasó la última página; entonces miró por la ventana, hacia el mundo frío y gris de la sucia calle del otro lado.

—Una lectura que te hace pensar, ¿no es cierto?

Al volverse, Napoleón vio que monsieur Cardin había dejado la pequeña mesa de la tarima que le proporcionaba una visión general de la biblioteca y se hallaba a pocos pasos de distancia, colocando en las estanterías unos libros que habían devuelto. El hombre sonreía y sus ojos brillaban tras sus lentes.

—Este tal Schiller escribe con el cerebro además de con el corazón —coincidió Napoleón—. Eso me gusta.

—Sí, es poco frecuente que las dos facetas trabajen codo con codo y no se contradigan la una a la otra.

—De todos modos —reflexionó Napoleón—, una cosa es escribir sobre un futuro así en términos abstractos. El verdadero problema es hacer que suceda. Me pregunto si este hombre lo ha pensado detenidamente; este tal ciudadano Schiller, si es que éste es su verdadero nombre.

—No lo es. —Monsieur Cardin le dirigió una breve sonrisa—. ¿Cree usted que un hombre que propugnara abiertamente el contenido de ese panfleto se libraría de la persecución bajo nuestro sistema actual?

—Es una lástima. Me gustaría discutir con él este tema más a fondo.

—¿Y por qué no lo hace? —le dijo monsieur Cardin en voz baja.

Napoleón lo miró y, a continuación, echó un vistazo por la biblioteca. Había unos cuantos clientes leyendo o curioseando las existencias, pero ninguno se hallaba lo bastante cerca como para poder oírlos. Volvió de nuevo la atención hacia monsieur Cardin.

—¿Usted sabe quién es?

—Lo he conocido, y sé dónde va a hablar pasado mañana.

Napoleón entornó ligeramente los ojos.

—¿Por qué me está contando esto?

—Dijo que le gustaría discutir el panfleto con él. —Monsieur Cardin se encogió de hombros—. Está de visita en la capital durante unos días. Creí que podría interesarle.

Napoleón receló de inmediato. ¿Acaso se trataba de alguna especie de prueba a su lealtad? En ese caso, lo mejor que podía hacer era representar el papel que se esperaba de él.

—Soy un oficial del rey. Podría informar de esto a las autoridades. De hecho, por lo que usted sabe, podría ser un informante de la policía.

Monsieur Cardin se rio.

—Teniente Buona Parte, usted es poco más que un niño. No es ningún espía. Lo he visto venir aquí casi a diario durante las últimas tres semanas. No lee otra cosa que no sean textos políticos radicales, y yo he disfrutado con las palabras que hemos intercambiado durante este tiempo. Creo tener buen ojo para la gente, y puedo decir que usted es un alma gemela, políticamente hablando. Partiendo de esta base, no, no creo que informara sobre mí. Además, ¿de qué hay que informar? Se trata de una pequeña reunión, poco más que un círculo de debate y discusión donde se intercambian ideas. Admito que las autoridades podrían no aprobarlo, pero eso es todo. Siempre y cuando estas cosas se mantengan en la intimidad y no supongan ninguna amenaza, pueden tolerarse. Así pues, ¿le interesa conocer a Schiller?

Napoleón cogió el panfleto mientras consideraba la oferta. Para un oficial de tan baja categoría que apenas había iniciado su carrera, sería una imprudencia que lo vieran asistiendo a una reunión de radicales, por poca gente que ésta pudiera convocar. Al ejército no le parecería nada bien, y toda perspectiva de una carrera brillante se desvanecería para siempre.

—No, no puedo correr el riesgo. —Napoleón se levantó y se alisó la chaqueta del uniforme—. Debo marcharme, monsieur. Tengo una cita a la que no puedo permitirme el lujo de fallar.

—Estoy seguro —repuso el otro hombre con una sonrisa—. Pero si cambiara de opinión, vuelva a las ocho de la tarde, pasado mañana.

Napoleón se dio la vuelta para abandonar el establecimiento, consciente de que estaba siendo observado durante todo el camino hacia la puerta. Una vez fuera, respiró hondo y se alejó rápidamente de la biblioteca. Al principio decidió no regresar más, no volver a ver ni a hablar con Jean Cardin. No era prudente que lo vieran con ese hombre. Entonces, un escalofrío de preocupación le recorrió la espalda. Supongamos que la biblioteca ya se hallaba bajo vigilancia. Supongamos que lo habían visto entrar en la biblioteca regularmente durante las últimas semanas. Tal vez estuviera ya en la lista de alguien como sospechoso radical. Quizá lo estuvieran vigilando en aquel mismo instante.

Al pensar en ello, Napoleón sintió un fuerte impulso de detenerse allí mismo en la calle y mirar atrás con nerviosismo para comprobar si lo seguían. Resistió el impulso y lo que hizo fue seguir andando hasta que llegó a una panadería. El escaparate estaba lleno de cestos de pan y bandejas de pastas. Entró y fingió que miraba la mercancía en tanto que los demás clientes hacían cola para comprar. Tenía la cabeza inclinada hacia las tartas, pero miraba hacia la calle. Unas cuantas personas venían por la misma dirección en la que antes había ido él y los examinó atentamente, descartando a un anciano con una joven que se reía agarrada del brazo y a tres pilluelos que perseguían un aro por el sumidero. Entonces dirigió la mirada hacia un joven de rostro cetrino, unos cuantos años mayor que él, vestido con una insulsa chaqueta marrón y un sombrero de candil de color negro encasquetado de forma que le tapaba casi toda la frente. Era el tipo de hombre que te encontrarías en cualquier calle de París.

Sin mirar ni una sola vez a Napoleón y sin echar ni siquiera un vistazo al escaparate de la panadería, el hombre pasó de largo. Napoleón suspiró aliviado. Decidió que se estaba comportando como un idiota, como un paranoico redomado. ¿Qué posible interés podría tener la policía parisina en las opiniones políticas de un modesto oficial de artillería? Compró una empanada de carne, salió de la panadería y regresó paseando a su hotel a través de las estrechas calles.

Se detuvo a poca distancia de la lúgubre entrada al Pays Normande y observó la calle. No había más que unos cuantos transeúntes y ningún indicio de que lo estuvieran siguiendo o vigilando el hotel. Napoleón sintió que parte de la tensión se desvanecía de su cuerpo cuando salió al descubierto, entró en el hotel y subió al desván.

En la intimidad y seguridad de su pequeña habitación, toda su anterior preocupación le pareció absolutamente irreal y se rio de sí mismo. De todas formas, cuando aquella noche dejó el hotel para ir en busca de una cena frugal, no pudo resistir la tentación de mirar a uno y otro lado de la calle antes de ponerse en marcha.

Sangre Joven
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
generales.xhtml
mapas.xhtml
capituloI.xhtml
capituloII.xhtml
capituloIII.xhtml
capituloIV.xhtml
capituloV.xhtml
capituloVI.xhtml
capituloVII.xhtml
capituloVIII.xhtml
capituloIX.xhtml
capituloX.xhtml
capituloXI.xhtml
capituloXII.xhtml
capituloXIII.xhtml
capituloXIV.xhtml
capituloXV.xhtml
capituloXVI.xhtml
capituloXVII.xhtml
capituloXVIII.xhtml
capituloXIX.xhtml
capituloXX.xhtml
capituloXXI.xhtml
capituloXXII.xhtml
capituloXXIII.xhtml
capituloXXIV.xhtml
capituloXXV.xhtml
capituloXXVI.xhtml
capituloXXVII.xhtml
capituloXXVIII.xhtml
capituloXXIX.xhtml
capituloXXX.xhtml
capituloXXXI.xhtml
capituloXXXII.xhtml
capituloXXXIII.xhtml
capituloXXXIV.xhtml
capituloXXXV.xhtml
capituloXXXVI.xhtml
capituloXXXVII.xhtml
capituloXXXVIII.xhtml
capituloXXXIX.xhtml
capituloXL.xhtml
capituloXLI.xhtml
capituloXLII.xhtml
capituloXLIII.xhtml
capituloXLIV.xhtml
capituloXLV.xhtml
capituloXLVI.xhtml
capituloXLVII.xhtml
capituloXLVIII.xhtml
capituloXLIX.xhtml
capituloL.xhtml
capituloLI.xhtml
capituloLII.xhtml
capituloLIII.xhtml
capituloLIV.xhtml
capituloLV.xhtml
capituloLVI.xhtml
capituloLVII.xhtml
capituloLVIII.xhtml
capituloLIX.xhtml
capituloLX.xhtml
capituloLXI.xhtml
capituloLXII.xhtml
capituloLXIII.xhtml
capituloLXIV.xhtml
capituloLXV.xhtml
capituloLXVI.xhtml
capituloLXVII.xhtml
capituloLXVIII.xhtml
capituloLXIX.xhtml
capituloLXX.xhtml
capituloLXXI.xhtml
capituloLXXII.xhtml
capituloLXXIII.xhtml
capituloLXXIV.xhtml
capituloLXXV.xhtml
capituloLXXVI.xhtml
capituloLXXVII.xhtml
capituloLXXVIII.xhtml
capituloLXXIX.xhtml
capituloLXXX.xhtml
capituloLXXXI.xhtml
capituloLXXXII.xhtml
capituloLXXXIII.xhtml
capituloLXXXIV.xhtml
capituloLXXXV.xhtml
capituloLXXXVI.xhtml
epilogo.xhtml
notadelautor.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml