CAPÍTULO XV

La escuela militar se hallaba en las afueras de la pequeña ciudad comercial de Brienne. La academia se componía de unos edificios funcionales dispuestos de manera ordenada en torno a un patio interior. Carlos le explicó a su hijo que estaba diseñada para acomodar a ciento veinte cadetes, la mitad de los cuales eran chicos con beca como Napoleón. De manera que no tenía que sentirse excesivamente fuera de lugar. Cuando el coche atravesó el patio y se dirigió a la cochera y a los establos situados en la parte de atrás del edificio principal, Napoleón observó minuciosamente el entorno.

Mientras uno de los mozos de cuadra de la escuela se hacía cargo del coche, otro mozo se acercó a la carrera para descargar el baúl de Napoleón, y luego acompañó a Carlos y a su hijo al departamento de administración que se hallaba en el corazón de la escuela. Dentro, había un pasillo que se extendía por toda la longitud del edificio y en el que el parquet barnizado relucía con la luz que entraba inclinada a través de unas altas ventanas con postigos que había a lo largo del corredor, enfrente de los despachos. Un penetrante olor a abrillantador inundaba la atmósfera, y el sonido de sus zapatos resonó en las lisas paredes enlucidas.

—Por aquí, señor. —El mozo señaló una puerta que había a un lado. Un rótulo pulcramente pintado indicaba que aquél era el despacho del director de la institución. Junto a la puerta, había un sencillo banco pegado a la pared.

Carlos inclinó la cabeza.

—Gracias.

—Llevaré el baúl del joven caballero a su celda, señor.

—Muy bien.

Cuando el mozo, cargado con el equipaje, se alejó pesadamente por el pasillo, Carlos y su hijo intercambiaron una breve mirada. Carlos le dirigió una rápida sonrisa a su hijo y le susurró:

—Bueno, aquí estamos, Napoleón.

Levantó la mano para golpear el panel de madera pulida, se detuvo para respirar hondo y luego llamó enérgicamente a la puerta.

Se oyó una tos amortiguada en el interior y luego una voz débil y aflautada exclamó:

—¡Adelante!

Carlos hizo descender la manivela y empujó la puerta para abrirla. Era más pesada de lo que se esperaba y se resistió a sus esfuerzos con un débil chirrido de las bisagras antes de ceder. Dentro había un despacho espacioso con las paredes cubiertas de estanterías en las que brillaban los lomos dorados de unos libros tan bien colocados que daba la impresión de que rara vez, por no decir nunca, los habían sacado de su sitio. La luz de una gran ventana que daba al patio interior bañaba el despacho. Frente a la ventana, había un modesto escritorio de nogal. Sentado tras él, vieron a un hombre enjuto que llevaba una sencilla levita negra y una peluca empolvada. El hombre llevaba puestas unas gafas que hacían que sus ojos parecieran mucho más grandes de lo que eran en realidad, y Napoleón notó que se posaban en él mientras aquel individuo lo sometía a un intenso escrutinio. Hubo unos instantes de quietud, tras los cuales Carlos soltó una tos nerviosa y empujó suavemente a su hijo para que entrara.

—Carlos Buona Parte, para servirle. —Enarcó ligeramente las cejas—. Usted debe de ser el director, ¿no, señor?

El hombre desvió lentamente la mirada de Napoleón para dirigirla hacia su padre. Esbozó una débil sonrisa y respondió en su débil tono forzado:

—Sí, creo que eso es lo que pone en el rótulo de la puerta, signar Buona Parte. —Sus ojos se volvieron de nuevo a Napoleón—. Y éste es el chico nuevo.

La expresión de Carlos se tornó glacial cuando el hombre se dirigió a él al estilo italiano, pero contuvo su irritación e inclinó la cabeza.

—Sí, señor. Es mi hijo, Napoleón.

—Les esperábamos hace dos días.

—Una tormenta me retrasó en Bastía. Recuperé un poco de tiempo antes de poder traer a mi hijo de Autun. Le pido disculpas.

El director hizo un breve gesto con la cabeza, como para indicar que apenas podía tolerar sus disculpas.

—Muy bien, señor. Me parece justo decirle que la admisión de su hijo en la escuela se ha permitido de mala gana.

—¿De mala gana, señor? ¿A qué se refiere?

—Me refiero a que tenemos la costumbre de facilitar las plazas a los hijos de la nobleza francesa. Esta es nuestra primera solicitud de Córcega.

—Que ahora es francesa, como usted bien sabe, señor.

El director encogió sus hombros huesudos.

—Eso parece. En cualquier caso, preferiría no diluir la calidad de nuestro cuerpo estudiantil admitiendo a alguien de fuera de Francia. —Hizo una pausa y sonrió—. De la Francia peninsular, en todo caso.

—¿Diluir? —Carlos sintió que la ira le oprimía el pecho—. ¿Ha dicho usted «diluir»?

—Eso he dicho, señor. Pero sin ninguna intención de que fuera una afrenta a su isla, ni a su hijo, naturalmente. Estoy seguro de que, con el tiempo, los habitantes de Córcega se aclimatarán a su nueva nacionalidad. A su nueva cultura. Hasta que llegue ese momento, mi opinión es que la mezcla de nuestras respectivas culturas sólo puede confundir el espíritu pedagógico de la escuela. Es una preocupación que concierne tanto al bienestar de su hijo como al del resto de los alumnos que hay aquí. Y de no ser por las bienintencionadas aunque equivocadas protestas dirigidas por el conde de Marbeuf a la Corte Real, estaría en mis manos evitar esta desafortunada situación. Así están las cosas, por ahora… —Volvió a encogerse de hombros y abrió sus pálidas manos.

Carlos le puso una mano en el hombro a Napoleón y le dio un apretón para tranquilizarlo mientras respondía al director.

—Pero resulta que usted tiene instrucciones de admitir a mi hijo en este establecimiento.

—Sí, señor. Estoy seguro de que comprende lo delicado de la situación.

Carlos se quedó mirando fijamente al director un momento, antes de responder:

—Lo comprendo.

El director sonrió, aliviado.

—Estoy seguro de que Napoleón se encontrará con que continuar con sus estudios en Autun será lo mejor.

—El chico se queda aquí —dijo Carlos con firmeza—. Le han otorgado una beca real. Usted lo educará, como está concertado.

—Ya veo. Bien, si usted no quiere reconsiderar su deseo de que lo eduquemos aquí…

—No quiero.

Un repentino gesto de inspiración cruzó por el rostro del director.

—Me pregunto qué piensa él de la situación. —Se inclinó hacia delante, por encima del borde de la mesa y clavó una intensa mirada en Napoleón. ¿Y bien, chico? ¿Quieres quedarte aquí? ¿O regresar con tus amigos a Autun?

—Con su permiso… señor. No lo sé.

—Napoleón —le dijo su padre en tono severo al tiempo que le daba la vuelta al chico para que sus ojos se encontraran—. Recibirás educación aquí. Estás en tu derecho. Y no dejes que nadie te diga lo contrario. ¿Me entiendes?

Napoleón notó que se le formaba un nudo en el estómago con una mezcla de orgullo herido y un deseo de marcharse de aquel lugar y volver con su hermano. Pero no iba a decepcionar a su padre. No se echaría atrás frente a aquel francés arrogante. Napoleón tragó saliva con nerviosismo y movió la cabeza en señal de afirmación.

—Lo entiendo, padre.

—Bien. —Carlos le dio unas palmaditas en el hombro y se volvió de nuevo hacia el director—. Solucionado entonces.

—De acuerdo. —El director tuvo que conformarse—. Bueno, supongo que le espera un largo viaje de vuelta a su casa, en Córcega. Por favor, no deje que lo entretenga ni un momento más. Me encargaré de que su hijo… —le dirigió una débil sonrisa al niño— me encargaré de que se ocupen del joven Napoleón.

Carlos se lo quedó mirando un momento y luego asintió con la cabeza.

—En ese caso, con su permiso, me despido de usted. Le agradezco que le haya ofrecido un lugar en Brienne. Estoy seguro de que demostrará ser un digno estudiante.

—Parece un chico bastante decidido. No dudo que intentará demostrar su valía. Y ahora, si me perdona, tendría que terminar con este registro de inscripciones. Si es tan amable de llevarlo a intendencia, que está al final del pasillo, allí le entregarán el uniforme. Que tenga un buen día, señor.

Carlos guió a su hijo hacia la puerta y volvieron a salir al pasillo. Cuando la pesada puerta se cerró tras ellos con un débil chirrido de las bisagras, padre e hijo se miraron el uno al otro en silencio. Carlos aún notaba la ira corriéndole por las venas, pero la expresión herida que vio en los ojos de su hijo hizo que se sintiera culpable.

—Padre, ¿tengo que quedarme aquí?

—Sí. Sé que será difícil. Sin embargo, es la mejor oportunidad que tendrás nunca de labrarte un futuro. Ten coraje, Napoleón.

«Coraje», pensó el chico. Sí, coraje. Ahora eso sería lo único que lo protegería. Por primera vez iba a estar separado de toda su familia. Estaría solo. Un corso entre los altaneros hijos de la aristocracia francesa. Sólo el coraje lo salvaría.

—Venga —su padre sonrió—, vamos a buscar la intendencia. ¡Me muero por verte con ese magnífico uniforme nuevo!

* * *

—¡Listo! —Carlos se enderezó y retrocedió dos pasos—. Pareces todo un joven caballero.

Napoleón puso la espalda recta y le sonrió a su padre. Se sentía bien con el uniforme. Aquella ropa hacía que se sintiera mayor, con más experiencia y, de alguna manera, un poco más valiente. Con aquella casaca no era tan distinto a los demás alumnos que pasaban por el pasillo frente a la puerta de intendencia, ahora que las clases matutinas habían terminado. Al menos no parecería tan diferente. Pero Napoleón era consciente de que ahí terminaría cualquier otra similitud. En cuanto abriera la boca, sus orígenes se harían dolorosamente patentes. ¿Y entonces qué?

Su padre lo examinaba con expresión satisfecha.

—Te queda bien. Estoy seguro de que algún día serás un magnífico soldado. Uno del que podré estar orgulloso.

Napoleón notó que se le hacía un nudo en la garganta y no se vio capaz de responder inmediatamente, por lo que movió la cabeza y dijo entre dientes que haría todo lo que pudiera.

—Estoy seguro de que lo harás, hijo. —La sonrisa se desvaneció de los labios de Carlos—. Ahora, debo marcharme.

Se quedó mirando a su hijo y, por un momento, vio únicamente al niño de tersos rasgos cuyo nacimiento parecía haber sido ayer. Parecía haber pasado muy poco tiempo. Quizá demasiado poco, reflexionó con culpabilidad, y por un instante sintió el impulso de coger al niño en brazos y llevárselo de vuelta a casa con la familia. Trató de no obviar aquel sentimiento. No podía proteger al chico de este mundo para siempre. Lo mejor era que Napoleón se familiarizara con sus retos lo antes posible. ¿Y qué mejor oportunidad que una beca en una de las academias más prestigiosas de Francia? Carlos había hecho todo lo que estaba en su mano para conseguir mejorar la posición de sus hijos. Todo era por ellos, se dijo a sí mismo, y aquella separación sólo era uno de los muchos sacrificios que había hecho. Carlos extendió la mano formalmente.

—Le daré recuerdos a tu madre. Pórtate bien y esfuérzate.

Napoleón vaciló un momento antes de alargar la mano y estrecharla contra la palma de su padre, sintiendo el calor que pasaba brevemente entre su carne pegada antes de que su padre retirara la mano.

Napoleón tragó saliva.

—¿Cuándo volveré a verte?

Carlos frunció el ceño. No lo había considerado, pero debía tranquilizar a su hijo.

—Pronto. Vendré a visitarte en cuanto los asuntos de la familia estén en orden.

—¿Y cuándo será eso?

—Pronto, Napoleón. Entonces volveré a veros a ti y a Joseph. Quizá tu madre venga conmigo.

—Eso me gustaría —dijo Napoleón en voz baja; quería que su padre se comprometiera a una fecha concreta, pero sabía que era imposible—. ¿Me escribirás?

—¡Pues claro que sí! Tan a menudo como me sea posible. —Carlos exhibió una de sus amplias sonrisas—. Y espero que me correspondas de la misma manera, jovencito.

—Lo haré, te lo prometo.

—Muy bien… Entonces… debería marcharme ya.

—Sí.

Carlos le dio unas palmaditas en el hombro a su hijo una última vez, se dio media vuelta y se dirigió hacia la gran entrada del final del pasillo que daba al patio de los establos. Mientras su padre se alejaba caminando rígidamente a grandes zancadas, Napoleón sintió un desesperado impulso de retenerlo y levantó la mano de forma instintiva. Sin embargo, cuando se dio cuenta de su gesto ardió de vergüenza y, furiosamente, metió la mano en uno de los huecos entre los botones de la chaqueta de su uniforme y la mantuvo allí, contra su estómago, donde no pudiera traicionarlo.

Al cabo de unos diez pasos, su padre se detuvo y se dio la vuelta. Le hizo un gesto tranquilizador con la cabeza y le gritó:

—¡Recuerda, Napoleón! ¡Coraje!

Napoleón asintió. Su padre se marchó con paso enérgico entre las filas de alumnos que correteaban por ahí.

El chico se quedó mirando hasta que Carlos cruzó la entrada y se perdió de vista. Una parte de él quería echar a correr por el pasillo, ver un último atisbo de su padre, pero entonces se dio cuenta de que algunos de los chicos que había en el corredor lo estaban observando con curiosidad. Napoleón respiró hondo, se dio media vuelta y se fue andando sin prisas hacia su celda.

Sangre Joven
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