CAPÍTULO VIII
—¡Siempre supe que él podía hacerlo! —sonrió encantada Letizia blandiendo el informe escolar delante de los ojos de su esposo cuando éste volvió a casa del juzgado. Carlos tomó el informe y lo leyó con detenimiento, mientras su familia se sentaba en torno a la mesa con expectación. Los dos años en la escuela del abad Rocco parecían haber merecido la pena. Dos años y dos hijos más, reflexionó Carlos. Además de Giuseppe y Naboleone, ahora había tres bocas más que alimentar: Lucien, Elisa y el pequeño Louis, que todavía no dominaba el uso correcto de los cubiertos y estaba atareado intentando meterse el mango de la cuchara por la nariz.
El abad Rocco era extremadamente elogioso con el progreso de Naboleone. El chico se distinguía en matemáticas e historia pero, como siempre, sus resultados en las asignaturas artísticas y en idiomas iban muy a la zaga. Su comportamiento también había mejorado: los berrinches y peleas con otros niños no eran tan frecuentes y, en tanto que todavía tenía tendencia a cuestionar la autoridad de vez en cuando, en general no estaba causando problemas. Carlos dejó la hoja de papel sobre la mesa y movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento, mirando a su hijo.
—Es de lo más aceptable. Bien hecho.
Los ojos oscuros de Naboleone centellearon de placer.
—¡Padre! —terció Giuseppe—. ¡Lee mi informe!
—¿Dónde está?
—Aquí. —Letizia lo cogió de la tabla de picar y se lo pasó a su marido. No hay sorpresas.
Tardó mucho menos tiempo en leer la evolución académica de su hijo mayor. Giuseppe era un niño amable, considerado y educado que hacía muchos progresos en todas las asignaturas y que parecía mostrar un interés especial por los asuntos eclesiásticos. Carlos dejó el informe encima del de Naboleone.
—Bien hecho, chicos. Estoy orgulloso de los dos. Giuseppe, ¿has considerado hacer de la Iglesia tu profesión? Se diría que es adecuada para ti.
—Ya había pensado en ello, padre.
Letizia asintió con la cabeza.
—Es una buena profesión. Tienes el temperamento adecuado.
—¿Ah sí?
—Oh, sí.
Giuseppe sonrió ante aquel elogio, y Carlos se volvió hacia su otro hijo.
—¿Y tú, Naboleone, qué quieres ser de mayor?
—Soldado —contestó sin dudarlo ni un instante.
Carlos sonrió.
—Es una meta admirable, hijo mío. Creo que serías un soldado excelente, aunque debes darte cuenta de que tendrás que obedecer órdenes.
—Pero, padre, yo quiero dar órdenes, no obedecerlas.
—Pues tendrás que estar dispuesto a hacer ambas cosas si quieres ser un buen soldado. —Ah…
Letizia empezó a servir la cena: un consistente guiso de cabrito y avellanas cocidas; una de las recetas favoritas de la familia. Cuando hubo llenado todos los cuencos, tomó asiento y los niños guardaron silencio, cerraron los ojos y juntaron las manos mientras Carlos bendecía la mesa. Los niños empezaron a comer, y ella volvió la mirada hacia su marido.
—¿Te han dicho algo sobre la beca de los chicos?
—No. No he tenido noticias de la academia de Montpellier. Da la impresión de que al final tendrán que ir a Autun.
Letizia frunció el ceño.
—¿A Autun?
—Autun servirá para empezar —dijo Carlos—. Tienen buenos vínculos con algunas de las escuelas militares. Si Naboleone quiere entrar en el ejército, sería un buen comienzo para él hasta que pueda encontrar una vacante mejor. Esta mañana he mandado una solicitud a Brienne.
—Todo eso está muy bien —comentó Letizia en voz baja—, pero aunque los chicos consigan las becas, ¿cómo podremos pagar el resto de la cuota?
—Tal vez no tengamos que hacerlo —continuó diciendo Carlos—. El gobernador me ha prometido pagar lo que nos corresponda.
Letizia se quedó helada un momento y luego meneó la cabeza.
—¡Pensar que hemos caído tan bajo como para tener que aceptar caridad!
—No es caridad, querida —repuso Carlos, obligándose a no alterar el tono de voz—. Él valora mucho el servicio que hacemos a Francia.
—¡Oh, estoy segura de ello!
—Además, él se lo puede permitir sin problemas y nosotros no. No sería muy cortés rechazar su ofrecimiento.
—¡Ja!
Letizia continuó comiendo un momento antes de volver a dirigirse a su esposo.
—¿De verdad crees que será lo mejor?
—Sí. El futuro de los chicos está en Francia. Es su mejor esperanza de mejorar. Así pues, es allí donde tienen que recibir educación.
—Pero tendrán que marcharse de casa. ¿Cuándo volveremos a verlos?
—No lo sé —respondió Carlos—. Cuando podamos permitírnoslo, podemos hacer que vengan a casa a pasar las vacaciones, o ir nosotros a verlos.
—¿Y cómo van a arreglárselas sin mí?
—Pregúntaselo —le dijo con firmeza—. Que te digan lo que piensan. ¡Naboleone!
—¿Padre?
—¿Quieres ir a la escuela en Francia?
El niño le dirigió una rápida mirada a su madre.
—Si tengo que ir…
Carlos lo miró y sonrió.
—¡Bravo! ¿Lo ves, Letizia? Lo entiende.
—Pero yo no. —Meneó la cabeza con tristeza—. No entiendo qué he hecho para que mis hijos quieran dejarme antes de haber crecido siquiera. Marcharse de casa y olvidarme.
—Madre. —Naboleone habló con seriedad—, yo nunca te olvidaré. Regresaré tantas veces como pueda. Lo juro. Y Giuseppe también. —Se volvió hacia su hermano mayor—. ¡Júralo!
—Te lo prometo, madre.
Ella encogió sus delgados hombros.
—Ya veremos.