CAPÍTULO XXVII
Napoleón y los otros cuatro cadetes de Brienne llegaron a la Escuela Militar de París a finales de octubre. La academia estaba situada en un elegante edificio del Campo de Marte. Al igual que en Brienne, el alumnado era una mezcla de aristócratas que pagaban la cuota y de poseedores de una beca real viviendo bajo el mismo régimen. Napoleón y sus compañeros de Brienne tuvieron una breve entrevista con el capitán comandante, un hombre elegante que se había retirado recientemente de una larga carrera en el ejército. Los felicitó por haber conseguido la plaza en la escuela y los animó a estudiar mucho, a ganarse la oficialía en el ejército y servir a su rey y a su patria con honor. El capitán comandante hizo hincapié en que, mientras permanecieran en la escuela, serían tratados como a iguales, fueran cuales fueran sus orígenes. La escuela estaba allí para prepararlos para la vida militar. No era una estrambótica academia para caballeros. Allí pondrían a prueba su habilidad, no su linaje. Napoleón asintió con satisfacción al oír aquello. Por fin podría demostrar su talento innato sin que lo frenaran, o le hicieran sentir vergüenza por sus orígenes.
En cuanto terminó la entrevista, acompañaron a los recién llegados a sus habitaciones. Después del mobiliario espartano de Brienne, Napoleón quedó sorprendido y encantado con aquella luminosa y pulcra habitación en la que había una gran ventana que daba a los jardines tapiados de la escuela. Henchido de una embriagadora mezcla de orgullo y deleite, se arrojó sobre la cama y se puso boca arriba. Cerró los ojos con una sonrisa en los labios. Era casi demasiado bueno para ser cierto. Una plaza en la escuela más prestigiosa del país con la perspectiva de una magnífica carrera por delante. ¡Si su familia pudiera verlo ahora! Estarían muy orgullosos de él. Les escribiría lo antes posible, en cuanto hubiera tenido tiempo de explorar la escuela y, mejor aún, la gran capital que se extendía por todas partes a su alrededor. Pronto sería un oficial, daría órdenes y sería responsable de la vida de los soldados que estuvieran bajo su mando. Sería un hombre por derecho propio, con el destino en sus propias manos.
—Hola.
Napoleón abrió los ojos de golpe y se incorporó a toda prisa, balanceando las piernas para no tocar con las botas la elegante cama. Apoyado en la entrada había un cadete vestido con el uniforme de la escuela. Era un poco más alto que Napoleón, pero más corpulento. Tenía el cabello y los ojos oscuros y, como tuvo la sensación de que el recién llegado lo aquilataba rápidamente, se rio revelando una buena dentadura.
—No te preocupes. No me han mandado para espiarte. Y no muerdo.
Napoleón se sonrojó y entonces, enojado porque lo hubieran hecho sentirse incómodo, su expresión se volvió ceñuda de inmediato. El chico se apartó del marco de la puerta y entró en la habitación con la mano extendida.
—Alexander des Mazis, a tu servicio.
Napoleón lo miró con recelo antes de tenderle la mano y estrechar la suya brevemente.
—Napoleón Buona Parte.
—Un nombre poco común. Así como el acento. ¿De dónde eres?
—De Córcega.
—Ah… Córcega. Entiendo.
—¿Y eso qué significa?
El chico se encogió de hombros.
—Nada.
Des Mazis percibió la expresión desconfiada del otro y siguió hablando:
—No, en serio. No es nada. Nunca había conocido a ningún corso. Eso es todo.
—Bueno, pues no te preocupes. No mordemos. A menos que tengamos que hacerlo.
Des Mazis se rio.
—¡Bien dicho! Vamos, corso. Te mostraré la escuela, si quieres.
Napoleón no contestó inmediatamente, pues todavía no estaba seguro de si aquel chico le gustaba, y menos aún de si confiaba en él. Pero ¿qué perdía con ello? Además, estaría bien saber moverse por los edificios y jardines lo antes posible. Le dijo que sí con la cabeza.
—Gracias.
La escuela resultó ser todavía más imponente de lo que le había parecido al entrar por la puerta principal. Había una magnífica capilla, una biblioteca con más libros de los que él había visto en toda su vida, establos, una escuela de equitación, plaza de armas y jardines de recreo. Aparte del estupendo alojamiento, la escuela contaba con los mejores profesores, toda una colección de cocineras, enfermeras, mozos de cuadra y otros sirvientes. Des Mazis le dijo que la comida era igual de buena que la que podía encontrarse en cualquier escuela de Francia.
—No tardarán en engordarte —comentó Des Mazis con una sonrisa—. Te pondrán un poco de carne en los huesos.
—Yo ya como bien —replicó Napoleón con frialdad—. Estoy aquí para aprender a ser un soldado, no un glotón.
—Tal vez. Pero puedes combinar la ambición con el placer, ¿sabes?
Des Mazis le dio unas palmaditas en el hombro y condujo al chico nuevo hacia un grupo de estudiantes que iban andando por el sendero hacia ellos.
—Ven, deja que te presente a unas cuantas personas.
* * *
Los únicos aspectos estrictamente militares del plan de estudios proporcionado por la escuela eran la esgrima y las fortificaciones. La equitación, el tiro y la instrucción se enseñaban en los cuarteles de los regimientos que tenían su base en París y sus alrededores. Al igual que antes, el éxito de Napoleón fue desigual. A pesar de los mejores esfuerzos de sus profesores, éstos no consiguieron erradicar su acento corso. Tras un pobre comienzo en latín e inglés, Napoleón pudo abandonar ambas asignaturas y dar más clases de matemáticas e historia, en las cuales impresionó a sus maestros. Sin embargo, su horrible caligrafía era una fuente de desesperación para los que tenían que corregir sus trabajos.
Napoleón se encontró con que, fuera de las aulas, seguía siendo el blanco de las bromas. A pesar de la magnífica devoción del capitán comandante por el espíritu de la escuela, Napoleón no tardó en descubrir que la mayoría de sus compañeros lo trataban con condescendencia y, en ocasiones, con desdén.
Sólo Alexander des Mazis se consideraba amigo de Napoleón, e incluso así, había ocasiones en las que el susceptible corso explotaba por algún comentario inconveniente sobre sus orígenes, y entonces se pasaba unos días enfurruñado y resentido hasta que se recuperaba de su arrebato. En una de dichas ocasiones, los dos chicos estaban trabajando en la biblioteca, buscando material sobre el asedio de Malta. Les habían dicho que prepararan un resumen detallado del asedio para exponerlo delante del resto de la clase. Alexander había estado leyendo acerca de la dura geografía de la isla y tenía curiosidad por saber hasta qué punto se podía comparar con Córcega.
—No estoy seguro de que tengan comparación —repuso Napoleón—. Por lo que he leído sobre Malta, es árida en su mayor parte. Mi país es montañoso y verde. Hay nieve en las montañas en invierno y pastos exuberantes en primavera… —Miró por la ventana hacia la sucia calle de abajo, atestada de gente, por la que los carros circulaban pesadamente; los habitantes más pobres de la ciudad llevaban ropa hecha jirones, y sus rostros mugrientos estaban señalados por el hambre. Sintió nostalgia y, al igual que otras muchas veces, tuvo unas repentinas e intensas ansias de regresar. De volver a casa y no regresar nunca a Francia. Le dio la espalda a la ventana y vio que Alexander lo miraba con expresión divertida.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Entonces por qué me miras así?
—Es tan sólo que has dicho «mi país». Tenía la impresión de que actualmente formaba parte de Francia.
—Actualmente —asintió Napoleón—. Pero no para siempre. Algún día volveremos a ser libres.
—¡Anda! ¡Vamos, Napoleón! —Alexander le dio un suave codazo—. Hablas francés, estás en una escuela francesa en la capital francesa. Dentro de diez años serás capitán o, si eres realmente bueno, comandante del ejército francés, y estarás obligado por juramento a ser leal al rey francés. ¿Acaso puedes ser más francés?
Napoleón se lo quedó mirando fijamente unos instantes, con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear. Luego cerró el puño y se dio un leve golpe en el pecho.
—Aquí soy corso. Siempre lo seré. De todos modos, dudo que todos tus amigos aristócratas me dejen olvidarlo nunca.
—¿Mis amigos aristócratas? —Alexander sonrió—. Entiendo. Es tu país por culpa de mis amigos. ¿Es eso? Escucha, Napoleón, no puedes hacerte esto.
—¿Hacer el qué?
—Cultivar este orgullo testarudo por tus orígenes. Es tu manera de desquitarte con los que te atormentan. Cuando ves a aristócratas franceses ves privilegios y riquezas. Ser corso es lo único que tú tienes, por lo cual lo has convertido en una especie de virtud inestimable.
—Es inestimable por que es mi identidad. Ser corso es lo que me hace ser como soy.
—¿En serio? A mí me parece que es el hecho de no ser un aristócrata francés lo que te hace ser como eres. —Alexander hizo una pausa para que sus palabras calaran antes de proseguir—: Lo cierto es que no puedes soportarlo. No puedes soportar no tener dinero ni un título.
—¡Tonterías! —Napoleón se recostó en la silla y se cruzó de brazos.
—Me pregunto… —continuó diciendo Alexander con perspicacia—. Me pregunto qué ocurrirá cuando dispongas de algún dinero en tu haber. Dinero y quizás un título, unas tierras. Entonces, finalmente serás tan francés como el resto de nosotros.
—No, no lo seré. Soy corso y eso significa mucho más para mí que cualquier fortuna o título. Significa que soy mejor que esos petimetres cuyos padres pagan para que ellos vengan aquí. Córcega volverá a ser libre algún día. Gracias a hombres como yo. Y lo que es más, conseguiremos la libertad por nosotros mismos y tendremos un país libre con libertad para todos. No será como esto —hizo un amplio movimiento con el brazo para desestimar el mundo que lo rodeaba—, una tiranía apoyada por unos parásitos aristócratas que tratan con prepotencia a una nación de mendigos hambrientos…
Alexander se lo quedó mirando.
—Dios mío, lo dices en serio. Bueno, como representante de la clase de los parásitos me gustaría saber por qué te has aprovechado de nuestra hospitalidad estos últimos seis años. Si Córcega es un país tan magnífico, entonces, ¿por qué estás aquí? —Le sonrió con frialdad—. Por lo visto hace falta un parásito para desenmascarar a otro parásito.
Napoleón se quedó quieto un momento, atrapado entre el deseo de dar rienda suelta a su furia con Alexander y la comprensión de que gran parte de lo que había dicho su compañero era verdad. Y la verdad era demasiado dolorosa para contemplarla. Demasiado dolorosa para disculparse. Soltó un resoplido y abandonó airado la estancia, recorrió el pasillo, cruzó el patio, pasó frente a la guardia de la puerta principal y salió a la calle.
Durante algunas horas, vagó por anchas vías y callejuelas laterales con aire ofendido y con expresión ceñuda y enojada, mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza en un revoltijo de argumentos y justificaciones sobre la posición que había adoptado frente a Alexander. Pero a cada paso se topaba con el simple hecho de que se estaba aprovechando de un sistema que afirmaba despreciar. A pesar de sus declaraciones de lealtad hacia Córcega, cada día que pasaba estudiando en la Escuela Militar lo acercaba un poco más a adoptar el uniforme de la nación que se había hecho con el control de Córcega mediante la bayoneta y el fuego de sus mosquetes. Lo mejor que se podía decir es que era un hipócrita, y lo peor un traidor. Esa palabra le provocó un nuevo arrebato de ira y negación y, al doblar una esquina, se topó con un hombre que estaba pegando un cartel en una mugrienta pared enyesada. La jarrita de engrudo se derramó sobre la pechera de Napoleón. El hombre echó un vistazo al uniforme del muchacho, soltó el pincel y salió corriendo con toda la rapidez que sus piernas le permitieron.
—¡Eh! —le gritó Napoleón—. ¿Qué pasa con mi chaqueta? ¡Vuelva aquí!
El hombre miró por encima del hombro, se escabulló hacia un lado y desapareció por un estrecho y oscuro callejón.
—¡Cabrón! —le chilló Napoleón, y entonces se dio cuenta de que algunas de las personas que había en la calle habían vuelto su atención hacia el escándalo y sonreían ante su desgracia. Él les puso cara de pocos amigos y se volvió hacia la pared para ver lo que estaba pegando ese hombre. Uno de los extremos colgaba flojamente y Napoleón tuvo que echarlo hacia atrás con la mano para poder leer.
Estaba impreso de un modo rudimentario, pero unas llamativas letras negras proclamaban que el pueblo de París ya había sufrido bastante. La recompensa por todo su agotador y duro trabajo consistía en un salario de hambre, unas viviendas insalubres y unos alimentos que no eran aptos para el consumo. La gente ya no podía tolerarlo más. Debían hacer oír su voz en una manifestación frente a las puertas de las Tullerías el próximo domingo. Sólo la fuerza de su presencia en masa conseguiría que sus amos tomaran conciencia del peligroso sentimiento de frustración y rebelión que henchía los corazones de todas las personas conscientes.
Napoleón meneó la cabeza. Ya había visto muchos carteles como aquél en las paredes de París. Detrás de ellos había un puñado de agitadores: hombres insignificantes e impotentes que luchaban por la desesperada causa de la mejora de las condiciones para las masas. A la protesta, como ya había ocurrido en todas las anteriores, acudiría muy poca gente, unas cuantas tropas se los llevarían por delante, dejando las calles cubiertas de cuerpos destrozados y manchas de sangre, y todo seguiría siendo como hasta entonces. Aquellos rebeldes eran muy poco numerosos, se hallaban demasiado dispersos como para desafiar al Estado y, siempre y cuando el Estado pudiera respaldar su posición con un suficiente despliegue de fuerza, nada cambiaría. Era inútil resistir, concluyó al poco Napoleón. La gente de París ya estaba vencida. No tenían a nadie que los guiara. Sólo se tenían a ellos mismos: una impasible concentración de oprimidos habitantes de los barrios bajos.
* * *
Cuando regresó a la Escuela Militar, Napoleón se encontró con que Alexander lo estaba esperando en su habitación. Napoleón se quedó en la puerta y ladeó la cabeza.
—¿Has venido a disculparte?
—No. No es eso. —Alexander se levantó de la silla situada debajo de la ventana y caminó lentamente hacia su amigo—. Me mandaron a buscarte.
—¿Quién te mandó?
—El capitán comandante.
Napoleón sintió que lo embargaba una tediosa sensación de indefectibilidad, como un peso enorme.
—¿Quién se ha quejado de mí ahora? ¿Ese cabrón del profesor de baile? ¿Uno de los alumnos?… ¿Tú?
—No, no se trata de eso. —La mirada de Alexander vaciló por un momento—. El capitán comandante ha recibido una carta. De tu madre. Puesto que soy el único amigo que tienes aquí, pensó que sería mejor que te buscara y te acompañara a su despacho para que él pueda explicártelo con más detalle.
—¿Una carta? —Napoleón notó una gélida sensación de terror que le recorría la espalda—. ¿Qué ha ocurrido?
Alexander se mordió el labio un instante antes de responder.
—Tu padre ha muerto.
—¿Muerto? —Napoleón frunció el ceño—. ¿Está muerto? ¿Cómo puede estar muerto? ¿Hubo un accidente?
—Fue de enfermedad.
—Eso es imposible. Iba a ver a un especialista. Me escribió después para decirme que estaba recibiendo tratamiento para su problema. Me escribió… ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo.
—Es lo único que sé, Napoleón. —Alexander lo tomó suavemente del brazo—. El capitán comandante te explicará los detalles. Vamos.
Napoleón se quedó un momento inmóvil y luego cedió y dejó que su amigo lo condujera al despacho del capitán comandante.
* * *
Lo trataron con mucha comprensión y, tal como la Escuela Militar tenía por costumbre, le ofrecieron los servicios de un sacerdote para que lo ayudara a superar su trágica pérdida. Napoleón dijo que no con la cabeza. Aún no estaba muy seguro de sus sentimientos como para querer desahogarse delante de un desconocido. Su padre había muerto. Carlos Buona Parte estaba muerto. Le parecía imposible. Sin embargo, la última vez que había visto a su padre no le había quedado la menor duda sobre sus problemas de salud. Pero ahora que la muerte había llegado, Napoleón no era capaz de asimilar la realidad de que su padre se había ido. Las imágenes de su progenitor afluyeron a su pensamiento. De repente, Napoleón se sintió culpable por no haberle expresado a su padre su gratitud por todo lo que éste le había dado en su corta vida.
Treinta y ocho años. Ese fue el alcance de su existencia, y nunca vería la concreción de todos los planes que tenía para su familia. No estaría ahí para recibir a Napoleón en su casa de Ajaccio, y contemplar con orgullo el uniforme del ejército de su hijo. ¡Qué terrible destino debía de ser morir con tantas cosas por hacer!, reflexionó Napoleón. Ahora, todos aquellos planes y sueños habían muerto con su padre. Ya hacía tiempo, semanas, que estaban muertos y enterrados. Ahora ya era inútil lamentarlo, se dijo. No debía dejar que aquella noticia lo amedrentara. Lo utilizaría como prueba de su fortaleza de carácter. Napoleón contuvo su dolor y levantó la vista hacia el capitán comandante.
—Señor, le agradezco el ofrecimiento, pero no necesito consuelo.
El capitán comandante sonrió con amabilidad.
—Sentir dolor no es ninguna vergüenza, Buona Parte. La muerte está siempre con nosotros y necesitamos a alguien que esté ahí para ayudarnos y consolarnos.
—Yo no —repuso Napoleón con firmeza—. ¿Puedo volver ya a mi habitación, señor?
El capitán comandante lo miró con lástima y asintió con la cabeza.
—Como quiera. Pero la oferta sigue en pie. Si cambia de opinión…
—Gracias, señor, pero no lo haré. ¿Ordena usted algo más, señor?
—No… No, puede irse.