CAPÍTULO LXXIX

La lluvia empezó a caer al atardecer, y continuaba durante la noche cuando los soldados salieron de sus tiendas y formaron en compañías y batallones antes de iniciar la marcha hacia el pueblo pesquero de La Seyne. Soplaba un frío viento del mar que dirigía la lluvia a sus rostros y, mucho antes de llegar al pueblo, estaban todos empapados hasta los huesos y temblando. Al ser menudo y delgado, Napoleón sentía la incomodidad aún más que los hombres junto a los que marchaba penosamente. Había salido del cuartel general para hacer su informe final sobre los preparativos poco después de que empezara a llover. El camino enseguida se había convertido en un barrizal que les succionaba las botas y, allí donde el suelo era más pedregoso, lo volvía resbaladizo, de modo que tenía que concentrarse en cada paso que daba.

Napoleón no había tenido en cuenta un tiempo tan horrible cuando había redactado sus planes para Dugommier y ahora, mientras se cubría bien los hombros con el capote, intentó considerar el posible efecto que aquella lluvia helada tendría sobre el ataque. Siempre y cuando aquel barro no los retrasara demasiado, el ataque debería salir bien. Además, la lluvia ayudaría a ocultar su aproximación y el ruido de su avance quedaría amortiguado por los silbidos y las salpicaduras del agua en medio del rugiente gemido del viento.

Al llegar a La Seyne, Napoleón se dirigió a la casa del comerciante que se había elegido como cuartel general para la operación de aquella noche. Victor, Delaborde y Brule ya estaban esperando cuando entró Napoleón, salpicado de barro y goteando agua por el umbral. Cerró la puerta tras él, y se acercó a toda prisa al resplandor del fuego que crepitaba en la chimenea.

—Podía haber elegido una noche mejor, Buona Parte —le dijo Victor con una sonrisa—. Sinceramente, si sigue lloviendo será mejor que les dejemos el trabajo a los de la marina.

—¿Qué marina? —refunfuñó Brule—. Esos cabrones inútiles rindieron sus barcos sin luchar cuando Toulon pasó a manos de los británicos.

Victor meneó la cabeza con tristeza.

—Estaba bromeando, coronel Brule.

—¿Bromeando? —Brule lo miró con cautela. Era un jacobino acérrimo, tan dispuesto a matar por su causa como a morir por ella, lo cual explicaba en parte que hubiera ascendido hasta su rango actual—. El ejército es un asunto muy serio, coronel. No hay lugar en él para bromas.

—¿De verdad? —le respondió Victor torciendo el gesto—. En tal caso seguro que usted es la excepción que confirma la regla.

Brule frunció el ceño y volvió a dirigirse al recién llegado.

—¿Todo arreglado en el cuartel general?

—Tan arreglado como podría estar —contestó Napoleón, que intentaba evitar que le siguieran castañeteando los dientes—. El general y su Estado Mayor se pondrán en camino para reunirse con nosotros. Entonces sólo tendremos que esperar a que Lapoye dé la señal. Esta noche disparará una bengala roja inmediatamente después de que sus hombres entren en contacto con el enemigo. Nosotros le responderemos con una bengala verde.

—¿Y qué pasará si no lo vemos? —dijo el coronel Delaborde—. Con este tiempo podría ocurrir, sobre todo si más tarde se levanta niebla.

—Buena pregunta —asintió Napoleón—. En tal caso, si a medianoche no hemos visto ninguna señal, deberíamos esperar una hora antes de que las columnas salieran del pueblo y marcharan hacia el fuerte.

—Si eso es lo que decide el general —replicó Delaborde—. Puede que el plan sea suyo, Buona Parte, pero el ejército sigue siendo de él.

Napoleón volvió la vista y clavó una mirada inexpresiva en el anciano.

—Por supuesto. Lo que decida el general.

El coronel Victor dio una palmada.

—¡Vamos, caballeros! Nada de caras largas. Nada de desacuerdos. Tomemos una copa y juguemos una mano a las cartas mientras esperamos.

—¿A las cartas? —Brule puso mala cara.

—Si. ¿Qué tal al whist? O si la perspectiva de seguir las peripecias de cincuenta y dos cartas le resulta demasiado desalentadora, podríamos jugar a la veintiuna.

—¡Ah! —la expresión de aburrimiento de Brule se animó—. La veintiuna. Este juego sí que me gusta.

El coronel Victor sonrió.

—No puedo decir que me sorprenda, mi querido coronel. Venga, juguemos. Buona Parte, juegue con nosotros.

Napoleón dijo que no con la cabeza.

—Esta noche no. Hay demasiadas cosas en juego. No puedo evitar pensar en ello.

—Está todo bajo control. El plan es bueno y, además, no hay nada que usted pueda hacer ahora. Las cartas lo distraerán. Ya verá como le ayudan a calmar los nervios.

Napoleón asintió.

—De acuerdo. Jugaré.

Los hombres se sentaron en torno a una mesa pequeña y, mientras Victor barajaba y repartía la primera mano, Napoleón reflexionó que Victor tenía razón. Cuando una operación empezaba, los hombres involucrados en ella debían dejar de pensar en todo lo que había sucedido hasta el momento; lo único que importaba era realizar bien sus tareas específicas con la mente clara. Así pues, se concentró en el juego de cartas junto a los demás oficiales y se fijó en que cada uno de ellos tenía un estilo distinto que decía mucho sobre su carácter. Delaborde era cauto, Brule impulsivo y obvio, y Victor afectaba una despreocupación que no dejaba traslucir una mente extremadamente calculadora. Al cabo de la primera media hora, Victor sugirió que podrían jugar con dinero, sólo pequeñas apuestas, para ayudarles a concentrarse. Durante la hora siguiente, pasó a desplumar a los demás coroneles del contenido de sus monederos y habría completado el trabajo de no haber intervenido el general Dugommier.

Los coroneles dejaron sus cartas y se pusieron en pie. El general les saludó con la cabeza e hizo un gesto a través de la puerta.

—Hace una noche de perros. Todos los caminos se han convertido en ciénagas. La marcha será dura.

Dugommier se acercó al fuego, igual que había hecho Napoleón, y se calentó las manos.

—¿Qué hora es?

Victor sacó el reloj del bolsillo de su chaleco.

—Faltan veinte minutos para la medianoche, señor.

—En tal caso, sería mejor que se reunieran con sus unidades, caballeros. Estén atentos a la señal. Pónganse en marcha en cuanto la vean.

Napoleón y los demás se pusieron los capotes y sombreros, que todavía estaban empapados y pesaban, y salieron del edificio. Fuera, la lluvia caía todavía con más fuerza que antes, repiqueteando contra las tejas y silbando al caer sobre la calle embarrada. Mirara donde mirara, Napoleón veía soldados apiñados bajo los aleros o en las entradas de las casas.

El coronel Victor agarró a Napoleón de la mano y se la estrechó.

—Lo veré en el fuerte.

—Sí. Hasta entonces.

Los oficiales se separaron. Napoleón caminó pesadamente por las calles hacia el mercado de pescado, donde esperaban los batallones de reserva. Encontró al teniente Junot y a los demás oficiales calentándose sobre las ascuas de un fuego en una herrería.

—¡Junot!

—Sí, señor.

—Usted tiene mejor vista que yo. Vaya hasta la iglesia. Suba al campanario y esté atento a la señal de Lapoye. En cuanto vea algo, hágamelo saber.

—Sí, señor. —Junot saludó y se fue corriendo por la calle adoquinada, al tiempo que se abrochaba el abrigo a toda prisa. Napoleón ocupó el lugar que había dejado junto a la chimenea, cogió un taburete y se sentó a esperar. Pasó la medianoche, luego pasó otra media hora y luego llegó la una de la madrugada. Seguía sin haber indicios de la señal de Lapoye y ningún informe por parte de Junot.

Entonces, a la una y media, un oficial de Estado Mayor entró en el mercado de pescado a grandes zancadas. Hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Coronel Buona Parte!

—¡Aquí!

Napoleón se levantó del taburete y avanzó para reunirse con el oficial de Estado Mayor.

—¿Qué ocurre?

—El general Dugommier le saluda, señor. Quiere ver a los oficiales superiores de inmediato.

Napoleón asintió y, cuando el oficial de Estado Mayor salió corriendo a buscar al siguiente hombre de su lista, él se apresuró de nuevo por las calles. Al llegar, vio que Brule y Delaborde estaban enzarzados en una seria discusión con el general. Dugommier le hizo una seña con la mano al recién llegado para que se acercara a la mesa.

—¿Algún indicio de la señal desde su posición, Buona Parte?

—No, señor.

—¿Lo ve? —Delaborde meneó la cabeza—. No ha habido señal. Algo debe de haber salido mal.

Dugommier se acarició el mentón.

—Quizás. Es igualmente posible que el tiempo haya retrasado a Lapoye y sus hombres todavía estén tomando posiciones.

—Eso no lo sabemos, señor —insistió Delaborde—. Pero aunque fuera cierto, esta lluvia ha hecho que los caminos sean intransitables. Peor todavía, hará imposible el uso de las armas de fuego. Nuestros soldados estarán en terrible desventaja.

—No —terció Napoleón—. No hay desventaja. Las mismas condiciones se aplican al enemigo. Al menos nuestro cañón podrá disparar. La pólvora está a cubierto y las mechas arderán incluso con esta lluvia. Todavía podemos seguir adelante con el ataque.

Delaborde meneó la cabeza mirando a Napoleón, y se volvió nuevamente hacia el general.

—Señor, debemos anular el ataque. Esperar a que haga más buen tiempo. De lo contrario podría ser un desastre.

Napoleón sintió que lo invadía una oleada de frustración al ver la inquietud de aquel hombre. Se apartó el pelo que le chorreaba a un lado de la frente y entonces se abrió la puerta y el coronel Victor se reunió con ellos.

—¡Ahí! —Dugommier sonrió—. Ahora que están todos aquí debemos tomar una decisión. No ha habido ninguna señal por parte de Lapoye. Delaborde y Brule me aconsejan que el ataque tendría que anularse y esperar a que mejore el tiempo.

—Eso nos facilitaría mucho las cosas, señor —asintió Víctor—. Pero no hay motivo para anularlo. Al menos de momento. —Tomó asiento junto a Napoleón—. ¿Y qué opina el coronel Buona Parte? Al fin y al cabo, se trata de su plan.

El general miró a Napoleón y enarcó una ceja.

—¿Y bien?

—Yo digo que iniciemos la marcha ahora, señor. Que no esperemos a la señal. Los hombres ya están hartos de esperar por ahí. Seguir así mucho más tiempo no le hará ningún bien a su moral. No sabemos lo que durará este mal tiempo. Podrían ser horas, días, semanas. ¿Quién sabe? Además. —Napoleón miró a su general con una expresión sagaz—, no creo que Saliceti y Fréron, por no hablar del Comité de Seguridad Pública, vayan a ver con buenos ojos cualquier retraso.

—¡Civiles! —espetó Brule—. ¿Qué diablos sabrán ellos de asuntos militares?

Napoleón se encogió de hombros.

—Quizá no mucho, pero sí que saben cuál es el estado de ánimo del populacho en París, y conocen la manera de pensar de los miembros de la Convención. Francia necesita una victoria. Si anulamos el ataque, no hace falta mucha imaginación para saber cómo reaccionarán nuestros jefes políticos en París.

—¡Hum! —El general frunció el ceño—. ¿Ha considerado lo contrariados que estarán si el ataque fracasa y perdemos a demasiados soldados?

—Sí, señor. Pero eso podría ocurrir en cualquier momento. No veo que el hecho de esperar hasta que mejore el tiempo vaya a mejorar nuestras posibilidades.

—No. Eso es cierto —reflexionó el general Dugommier, y a continuación dio una palmada sobre la mesa—. Muy bien, esperaremos una hora más. Pero si a las tres sigue sin haber ni rastro de la señal de Lapoye, entonces suspenderé el ataque.

Delaborde sonrió y movió la cabeza en señal de asentimiento. Napoleón se sintió traicionado. Si era así como Francia hacía la guerra, el conflicto con las otras naciones de Europa estaba prácticamente perdido.

—Regresen con sus unidades, caballeros. Si no hay señal, les avisaré para que ordenen a sus hombres que vuelvan al campamento.

Napoleón emprendió el camino de vuelta al mercado de pescado con el ceño fruncido. Ya hacía demasiado tiempo que la campaña para retomar Toulon se veía acosada por los titubeos de sus comandantes. Si París se sentía inclinada a dar un castigo ejemplar a los que creyera responsables de no continuar con el asedio, entonces era posible que los subordinados más cercanos a Dugommier se vieran atrapados en la red. Napoleón masculló una maldición. ¡Ojalá estuviera al mando! Entonces ordenaría el ataque de inmediato, lloviera, nevara o helara. De repente, se le ocurrió una idea y detuvo sus pasos en seco. Era muy sencillo. El ataque seguiría adelante. Él haría que tuviera lugar. Empezó a andar de nuevo con paso resuelto, se apresuró a volver al mercado de pescado y de allí se dirigió a la iglesia. Una vez dentro, se dirigió al pie del campanario y llamó a Junot, diciéndole que bajara y se reuniera con él. Tras echar un rápido vistazo a su alrededor para asegurase de que nadie los oía, Napoleón le habló a su compañero en voz baja.

—Junot, el general tiene intención de suspender el ataque.

—¿Por qué? ¿Para qué, señor?

—La lluvia. Cree que nuestros hombres quedarán empantanados, y que tal vez no nos deje ver la señal de Lapoye.

—¿Y si Lapoye ya la ha disparado y está esperando nuestra respuesta?

—Sí —caviló Napoleón—. Podría ser. En cuyo caso la lluvia sería nuestra perdición.

Junot se golpeó el muslo con el puño.

—¡Maldito sea este tiempo! Si al menos despejara un momento…

—Supongamos que no es así. Algo hay que hacer, Junot. Alguien tiene que hacer que las cosas ocurran.

Junot lo miró con cautela.

—¿Qué está sugiriendo, señor?

—Quiero que dispare una bengala de señales verde.

—¿Cómo dice?

—Una bengala verde. Si Lapoye la ve, entonces el ataque continúa tal como estaba planeado. Si no la ve, al menos nuestro asalto al fuerte Mulgrave seguirá adelante.

—¿Y si fracasamos, señor?

Napoleón se encogió de hombros.

—Asegurémonos de que no ocurra. Bueno, Junot, ¿está conmigo en esto?

El teniente Junot lo pensó un momento y accedió enseguida.

—Usted no me ha defraudado nunca, señor. Y yo no voy a defraudarle.

—Bien. —Napoleón sonrió y agarró al otro hombre del brazo—. Eso está bien. Si nos sale mal, tiene mi palabra de que haré todo lo que pueda para exculparle.

—No es necesario, señor.

—Gracias, Junot. Bueno, no perdamos más tiempo. Dispare esa bengala.

Junot saludó y salió de la iglesia a toda prisa. Napoleón dejó que cogiera ventaja, y luego salió al mercado y regresó con toda tranquilidad a la herrería. Volvió a ocupar su sitio frente a la chimenea y esperó con el corazón palpitante de expectación y nerviosismo por el terrible riesgo que acababa de correr. Los minutos pasaron, y la lluvia siguió azotando. Entonces Napoleón oyó un grito fuera de la herrería.

—¿Qué ha sido eso? —Uno de los oficiales que se hallaban en torno al fuego estiró el cuello para mirar fuera.

Un sargento llegó corriendo. Se detuvo y saludó.

—Coronel Buona Parte, señor.

Napoleón se dio la vuelta rápidamente. ¿Sí?

—Es la señal, señor. La bengala verde.

En el preciso momento en que pronunciaba estas palabras, se oyó un amortiguado retumbo, como un trueno, cuando las baterías situadas frente al fuerte Mulgrave abrieron fuego, obedientes a las órdenes recibidas. En cualquier momento las columnas de asalto de la guardia avanzada del general Dugommier saldrían de La Seyne y recorrerían el terreno barrido por la lluvia que les llevaría hasta el enemigo. Ahora ya nada podía contener el ataque, pensó Napoleón. Había comprometido a miles de hombres. Su destino estaba ahora en manos de todos ellos.

Sangre Joven
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