CAPÍTULO IX
La carta llegó en noviembre. A Giuseppe y Naboleone les habían concedido una plaza en la escuela de Autun para el próximo año, con unas generosas becas otorgadas por el gobierno francés. Para Naboleone, los días pasaron en un estado de nerviosa expectativa. Tenía ocho años y, a pesar de su espíritu independiente y su gusto por la aventura, cada vez le inquietaba más tener que marcharse de casa. No habría ningún refugio familiar al que regresar al final del día con el consuelo de la familia a su alrededor. A pesar de su buen dominio del francés, él sabía que su acento lo señalaría como extranjero.
Partieron una mañana de mediados de diciembre. Toda la familia se levantó para despedir a los dos chicos. Incluso el tío Luciano, a quien la gota tenía postrado en cama, salió a la calle con mucho dolor y les puso unas cuantas monedas en la mano para sus gastos personales. Habían alquilado una carreta y un cochero para que llevaran a Letizia y a sus dos hijos al puerto de Bastía, donde ella los acompañaría hasta que subieran sin ningún percance a bordo de un barco con rumbo a Marsella. La familia, dando gritos de despedida y agitando mucho las manos, se quedó mirando el carro que subió con estruendo por la calle, dobló la esquina y desapareció de su vista.
Carlos se quedó allí unos momentos más, angustiado al saber que no volvería a ver a sus hijos en muchos meses, y finalmente dudando de la decisión de enviarlos a Francia. A lo largo de todos los años transcurridos desde que había solicitado su título nobiliario y luego las becas, siempre le había parecido lo más sensato, pensando solamente en el futuro de los chicos. Ahora había llegado el momento, la concreción de su plan, y se sentía como si le arrancaran el corazón.
El carro salió de Ajaccio y empezó a ascender por la campiña circundante mientras el sol se alzaba en el cielo. Giuseppe y Naboleone se apoyaron en el respaldo del asiento trasero y miraron hacia el pueblo, un revoltijo de casas enclavadas junto al mar azul, hasta que finalmente la carreta llegó a la cima de una colina y su casa se perdió de vista. El cochero tomó el camino militar que los franceses habían abierto por el centro de la isla al principio de su ocupación de Córcega. Dicha ruta serpenteaba a través de las montañas y pasaba por pequeños pueblos, algunos de los cuales seguían en ruinas tras haber sido incendiados por los soldados franceses en sus incursiones de represalia. A lo largo del camino, quedaban pequeños puestos de avanzada en puntos clave, señal de que al menos algunos paolistas mantenían viva la causa de la independencia de Córcega.
Cuando el camino cruzó el puente en Ponte Nuovo, volvieron a la memoria de Letizia unos recuerdos ya desvanecidos de los valientes corsos cargando contra las ordenadas líneas blancas de soldados franceses… en aquel mismo lugar, desde el que se dominaba la pradera que descendía hasta la alborotada corriente y el puente de caballete. Allí donde pacían entonces las cabras en los pastos invernales, mientras su pastor se calentaba las manos sobre una pequeña fogata. Allí era donde había estado ella, con las demás mujeres y sus hijos, cuando la primera terrible descarga destrozó las filas que formaban sus esposos, sus hijos, sus enamorados, haciéndolos pedazos ensangrentados. Una tras otra, las descargas habían resonado en las paredes de las montañas circundantes, ahogando los llantos y gritos de los heridos. Al final, los disparos cesaron y por entre la humareda de la pólvora llegaron los alaridos de miedo y pánico. Ante su vista aparecían fugazmente las borrosas formas de los hombres que corrían cuesta arriba, huyendo para salvar la vida. En torno a Letizia, las mujeres y los niños sumaron sus gritos a los de los hombres y, con un miedo atroz que le desgarraba las entrañas, ella esperó a Carlos que, gracias a Dios, se encontraba con los hombres que escaparon de la carnicería de Ponte Nuovo. Pero no era el mismo Carlos. Este temblaba, tenía los ojos desorbitados e iba manchado con la sangre de sus compañeros. Allí era donde había muerto la nación corsa. Letizia se estremeció.
Giuseppe notó el temblor de su madre en el asiento contiguo y le tomó la mano.
—¿Madre?
—No es nada. Es que tengo frío. Ven, abrázame un momento.
* * *
Bastía había cambiado mucho desde la última vez que Letizia había visitado el puerto. Entonces ya parecía más italiano que corso, pero ahora la impronta del gobierno francés era evidente en todas partes; desde los soldados fuera de servicio que pululaban por las calles hasta los buques de guerra franceses que había en el puerto y los nombres franceses de muchos de los comercios del centro de la ciudad.
Letizia se dirigió al domicilio de un consignatario del que Carlos le había hablado, y reservó dos literas para sus hijos en un buque de carga que zarpaba rumbo a Marsella al día siguiente. Luego alquiló una habitación en una posada cercana al puerto y le dijo al cochero que descargara sus baúles, antes de dejar que se retirara hasta el día siguiente.
* * *
Aunque era invierno, en el puerto había mucho trajín y les costó un poco encontrar el barco en cuestión. Ya estaba a bordo toda la carga y los últimos pasajeros habían empezado a embarcar cuando Letizia y sus hijos cruzaron con cuidado la pasarela y bajaron a cubierta. Tras ellos, los mozos trajeron penosamente los baúles y un marinero les ordenó que los llevaran abajo, a las abarrotadas dependencias destinadas a los pasajeros. El capitán comprobó que los nombres de los dos chicos constaran en su lista y se volvió hacia Letizia.
—Vamos a soltar amarras enseguida, señora. Le agradecería que se despidiera rápidamente.
Ella asintió, se agachó y abrió los brazos. Los dos niños se acercaron para abrazarla y ella sintió el estremecimiento del llanto a través de los pliegues de sus capas.
—Vamos, vamos —logró decir con voz tensa. En el fondo, Letizia se sentía más desgraciada de lo que se había sentido en toda su vida, y en aquellos momentos lo único que quería era darse la vuelta, llevárselos con ella y volver a casa.
—Madre —le masculló Naboleone al oído—. Madre, por favor. No quiero ir. No quiero dejarte. —Se apretó más contra su hombro—. Por favor.
Ella no sabía si sería capaz de responder y notó un insoportable nudo en la garganta mientras parpadeaba para contener las primeras lágrimas. A una corta distancia, el capitán la miró un momento antes de volver la vista al mar, concediéndole unos últimos instantes de intimidad antes de partir. Letizia tragó saliva y se obligó a adoptar una expresión calmada; soltó a sus hijos y se echó hacia atrás hasta que los tuvo frente a ella.
—Calla, Naboleone. Tienes que ser valiente. Los dos tenéis que serlo. Esto es para bien, ya lo veréis. No dejéis de escribir tan a menudo como podáis. Ahora sécate las lágrimas. —Le dio un pañuelo y él lo apretó contra su rostro.
—Ya está… Bueno, es la hora.
Se levantó y los dos chicos se aferraron a su cintura. El capitán cruzó la cubierta hacia ella y le señaló la pasarela.
—Lo lamento, señora, pero…
Ella asintió con la cabeza y se separó suavemente de Giuseppe y Naboleone. Ellos siguieron abrazándola un momento, y entonces el capitán les puso las manos en los hombros.
—Vamos, chicos, ahora vuestra madre tiene que marcharse. Necesita que seáis valientes por ella. No la decepcionéis.
Los niños dejaron caer los brazos a regañadientes y se quedaron allí de pie, intentando no llorar. Letizia se inclinó para darle un beso en la cabeza a Giuseppe; luego se volvió hacia Naboleone y le susurró suavemente al oído: «Coraggio».